Hace menos de un mes que llegaron de faenar en aguas oceánicas y otra vez hay que prepararse para un nuevo viaje. Cinco meses en alta mar. Cuando ya le vas cogiendo el gusto a la vida en tierra firme, con el calor de la familia, de nuevo hay que hacer la maleta con las cuatro piezas básicas para la estancia en el medio marino: ropa para después del trabajo, un disco duro con música y películas, libros, un portátil, elementos para el aseo personal y los caprichos que no encontraremos en el barco, como chocolate y dulces. Al salir por la puerta de casa y echar un último vistazo atrás para despedirse de su gente, los marineros vuelven a sentir ese nudo en el estómago que tienen cada vez que dejan el hogar. En ese momento una mezcla de emociones contradictorias se apodera de uno. Por un lado, aflige el separarse de la familia, pero por otro van a ganar dinero para que no le falte de nada a los suyos. Es duro cuando se tienen hijos pequeños. Te pierdes sus primeros pasos, sus primeras palabras. No te reconocen cuando vuelves después de tanto tiempo. Sólo queda armarse de valor: todo lo que tiene de malo la salida, lo tiene de bueno y en mas cantidad el regreso.
Además, este no es un viaje como los de siempre. Se trata de una campaña experimental en las antípodas de España, cuyo fin es el de identificar posibles caladeros alternativos y sometidos a baja explotación pesquera. Yo llevo embarcándome desde los 22 años, y en esta ocasión, como observador científico, tomaré datos para entender mejor la estructura del stock del océano Pacífico, hacer análisis de crecimiento, reproducción y estudios genéticos de diferentes especies. Además de volver a compartir la dura vida de una industria y una cultura cuyos frutos están muy presentes en nuestras vidas pero cuyo funcionamiento, en gran medida, ignoramos.
Zarpando desde las antípodas
España tiene un importante papel en el mercado mundial del pez espada (Xiphias gladius) y cuenta con una flota que lo captura con el denominado arte de palangre de superficie; sus barcos se reparten por todos los océanos del mundo, pero principalmente en el Atlántico Norte.
En sus orígenes, esta pesca se limitaba a unos pocos barquitos que faenaban a pocas millas de la costa y volvían cada jornada a puerto. Pero hoy en día —debido al aumento de tamaño de los buques para almacenar el pescado congelado, la autonomía de gasoil, y el aumento de aparejo que se arroja al mar cada día— los embarques duran varios meses. A nivel global, son los países asiáticos los que dominan los océanos. En el Océano Índico, por ejemplo, las capturas de la flota española de pez espada son de unas 4.000 toneladas por año, un 10% del total. Sólo las de Taiwán superan las 20.000 toneladas por año.
En el avión que nos transporta desde España hasta Yakarta, en Indonesia, los ánimos son bastante bajos y cada uno ocupa su mente como buenamente puede, porque entre los vuelos y transbordos tenemos más de veinte horas hasta llegar a nuestro destino. La tripulación está deseando llegar al barco y soltar amarras, para acabar cuanto antes y volver a sus hogares. Una vez en faena y al estar más ocupados en la rutina diaria, las jornadas pasan más rápidas, y no te das cuenta del día de la semana en el que estás a no ser por el cocido gallego, que se prepara cada domingo, según la tradición de toda la flota gallega que se dedicada al pez espada. Pero aún no hemos empezado, y lo más duro es el comienzo. Además, esta vez no estarán las familias en el puerto, como de costumbre, para decir ese último adiós, que se va haciendo más pequeño a medida que el barco se aleja y queda grabado en la mente durante los meses de embarque.
Una vez en faena y al estar más ocupados en la rutina diaria, las jornadas pasan más rápidas y no te das cuenta del día de la semana en el que estás
Al llegar al barco que nos espera en el puerto, sólo queda rellenar los tanques de gasoil, que será el alimento de nuestro motor en estos cinco meses, y descargar los víveres, que serán nuestro propio combustible durante este tiempo. Es una tarea importante, ya que no se puede olvidar nada que haga más leve la estancia en la mar, desde la fruta fresca y la comida congelada hasta los elementos de trabajo, limpieza e higiene. El cocinero es el encargado de comprobar una a una las cajas que van llegando antes de estibarlas en la bodega con la ayuda de los marineros.
Mientas tanto, el jefe de máquinas se encarga de solucionar un problema en nuestro abastecimiento de líquido. El agua dulce que se consume en el barco es producida por una desalinizadora de agua que funciona por ósmosis. Es decir, el agua del mar entra en la máquina con mucha presión mientras va atravesando diferentes membranas, que actúan como filtros, hasta que se consigue eliminar el exceso de sales, fabricando dos mil litros diarios de agua dulce. Al estar en un país tan lejano el problema para encontrar piezas de repuesto para dicha máquina es bastante complicado, y para buscar una tuerca un poco especial el jefe de máquinas ha tenido que recorrer cientos de tiendas por toda la ciudad, haciendo de esta sencilla tarea una odisea que al final ha tenido solución.
El mal de la mar
Una de las peores sensaciones que se pueden tener al subir en un barco la produce el líquido que hay dentro de los canales semicirculares del oído interno. Esto es lo que comúnmente conocemos con el nombre de mareo. Hay personas que gracias a su naturaleza nunca se marean aunque el mar esté muy movido; sin embargo, otras que llevan toda su vida embarcadas, en cuanto regresan a bordo tras pasar un par de días en tierra firme vuelven a experimentar esa desagradable sensación.
Hay acuerdo en que, para todos, la primera vez en que uno se marea en un barco es la más dura. Recuerdo aún mi primera campaña, apenas salido del puerto de Vigo y dejando a estribor las islas Cíes. El mar estaba mostrando su lado feroz. El viento alcanzaba velocidades de 60 Km/h y olas de 7 metros de altura meneaban el barco para todos lados. Ambos formaban un muro de agua que se levantaba ante la popa del barco. Aún no he olvidado la imagen. La única posición en la que podía estar más o menos a gusto era tumbado en la cama. En cuanto abandonaba la horizontal, todo se movía a mi alrededor y rápidamente debía ir al baño a vaciar el estómago. El cocinero de aquel barco me dio un consejo sabio: aunque no tuviese hambre debía comer algo, aunque fuera un trozo de pan, para tener algo que vomitar y no forzar las paredes del estómago.
Había escuchado al patrón que en cuatro días íbamos a parar en un puerto para echar gasoil, y para mis adentros pensaba que, si eso se cumplía, llamaría al jefe y le diría que allí mismo me quedaba, que no estaba hecho para la vida en alta mar. Menos mal que al final no paramos en tierra, porque si no me hubiera llevado una impresión errónea de lo que es el trabajo en el mar. No habría podido gozar de esos momentos que sólo se viven en medio del océano. Efectivamente, cuando habían pasado cinco días mi cuerpo empezó a sentirse cómodo con tanto movimiento y nunca más volví a sentirme así de mal, aunque el mar adquiriera fuerzas mayores.
La ruta hasta el caladero
A las nueve de la mañana abandonamos el muelle, abriéndonos paso entre la densa capa de basura que cubre el agua del puerto hasta la salida a alta mar, donde vamos dejando cientos de cargueros y mercantes oxidados a los costados de nuestro barco. Al verlos, nos imaginamos los duros episodios que han tenido que acontecer en esas aguas que nos esperan. Tenemos veintidós días de ruta hasta llegar al lugar escogido para echar el primer lance y poner el aparejo en el agua; días que se hacen muy largos y en los que cada uno intenta ocupar su tiempo como puede.
Los marineros van preparando mañana y tarde los anzuelos, plomos, boyas y demás partes del aparejo para que quede listo lo antes posible, trabajando al unísono como un equipo, ya que el compañerismo y el buen ambiente es fundamental para realizar una buena labor en un habitáculo tan pequeño. A medida que va pasando el tiempo, los días de mar van afectando a la mente y al carácter de todos los que están a bordo. Las personas van revelando su lado más oscuro, acabando en algunas ocasiones en rivalidades y envidias entre los propios compañeros que dificultan y ensombrecen esa complicidad inicial. Pero en la mayoría de los casos, el buen ambiente se impone como norma general.
Después de comer queda bastante tiempo para ver una película, hacer pasatiempos, escuchar música. O simplemente no hacer nada e intentar relajarse y descansar todo lo posible; una vez que estemos metidos en faena el tiempo para dormir quedará reducido a unas pocas horas. Por la noche, durante la ruta, se hacen turnos de guardia de dos horas por marinero en el puente de mandos, con la mirada fija en el frente y avisando al patrón de cualquier elemento que se divise en nuestro camino y pueda afectar al rumbo del buque.
Hasta llegar al sur de Filipinas, navegando por el mar de las Célebes y antes de pasar al océano abierto, hay que estar atento a varios factores y no se puede bajar la guardia. Por el día, pequeñas embarcaciones de origen indonesio y filipino se abren paso ante nosotros, saludándonos efusivamente. Van ocupadas con tanta gente que apenas caben en la cubierta. Pero por la noche estas chalanas se triplican en número y no se advierte su presencia hasta tenerlas a pocos metros de nuestra proa, ya que muchas de ellas no llevan señalización alguna, y las que sí lo hacen usan una inapreciable luz de pequeño tamaño. Además, estas aguas son famosas por la presencia de piratas, y nos llegan cada día a nuestro buque al menos dos reportes poniendo de manifiesto su incesante actividad. En la mayoría de los casos se trata de abordajes a grandes mercantes y yates por parte de pequeños grupos armados con pistolas y rifles.
Día de limpieza en el mar
Un día, durante la ruta, salí a tomar el fresco después de desayunar. Me costaba moverme por la cubierta por la cantidad de cajas vacías y plásticos que ocupaban el barco: los envoltorios de nuestros alimentos y de la carnada con la que íbamos a pescar durante estos cinco meses. Al cabo de diez horas, cuando volví a salir para disfrutar del atardecer, como por arte de magia, todos aquellos deshechos habían desaparecido del barco y de mi vista.
Toda la basura que se genera en el buque durante los días de faena acaba en el mar —cajas de plástico, cartones, latas de comida, bricks de leche, botellas de vidrio, filtros de cigarrillos, plásticos, pilas de las luces que van junto a los anzuelos para atraer el pescado, alambres que forman el aparejo, hierros procedentes del taller, jabones de limpieza, aceites—. Todo se tira por la borda.
Otro asunto importante es el aceite del motor, que se cambia cada ciertos kilómetros, igual que se haría con un coche. En los barcos, esos 2.000 litros se suelen reemplazar una vez al mes. Pues bien, a la hora de construir un barco, se diseñan varios tanques que ocupan toda la parte baja del buque para el almacenamiento de gasoil y sólo uno de ellos, con capacidad de dos mil litros, se destina a guardar estos residuos de aceite sobrantes. Así que los otros miles de litros procedentes de los diversos cambios de aceite se vierten de manera indiscriminada al mar…
Es triste pensar en el océano como un gran vertedero al que contribuyen la gran mayoría de las flotas del mundo. Uno que, como no se ve desde la superficie, a nadie le importa alimentar con más basura.
Sueños y menús
Las noches en los barcos, si el tiempo lo permite, son un auténtico placer. Una vuelta al recuerdo de la más temprana infancia, cuando nuestros padres nos acunaban para que conciliásemos el sueño. Un pequeño vaivén que te va meciendo de una forma tranquila y profunda.
Pero cuando ese movimiento de balanceo se acentúa por el mal tiempo, el recuerdo de infancia se transforma en una verdadera pesadilla que no te deja conciliar el sueño en toda la noche. Las camas de los barcos suelen ser estrechas y con maderas que sobresalen por ambos lados, y esto no es una cuestión de estética, sino de funcionalidad. Es necesario adoptar sobre el colchón formas bastante extrañas para no moverte de lado a lado como un muñeco de trapo y poder anclarte en esas tablas del catre con codos, rodillas y talones. Y por la mañana te levantas igual de cansado que después de haber escalado una pared de 400 metros. Te duele todo el cuerpo y la sensación de descanso brilla por su ausencia.
La comida fresca es de las cosas que más se echan en falta a medida que pasan los días de mar. A los veinte días la ensalada desparece de las comidas; la lechuga ya se ha puesto mala. Al mes les toca su turno a tomates, plátanos y uvas, dejando paso a la fruta enlatada. Al cabo de un mes y medio la cebolla que se consume es la que ha congelado el cocinero en tierra antes de partir. Las patatas y las manzanas son las únicas capaces de aguantar cuatro meses a bordo, si se las guarda y ventila de manera adecuada.
Largando el arte
El olor a pan caliente, recién hecho, que sale de la cocina nos despierta en el primer día de trabajo. Hasta las cuatro de la tarde se hace una última revisión del aparejo para que nada falle y esté todo listo para largar el arte de pesca a la mar. Más de 1.500 anzuelos y 70 millas forman el sistema de pesca que quedará sumergido en el agua y trabajará gracias a la sustentación que ejercen los balones y boyas que flotan por encima de la línea de agua.
Durante la tarde y parte de la noche las corrientes marinas moverán a su merced el aparejo peinando la zona en busca de presas, que son atraídas por la caballa (Scomber scombrus) y la pota (Illex sp.) que se utilizan como cebo de reclamo, clavado en los anzuelos. Para llamar la atención de los peces se colocan también dos tipos de luces, eléctricas y químicas, a unos pocos centímetros por encima del anzuelo. Las primeras funcionan como una linterna acuática, con cuatro pilas que suelen durar diez lances, mientras que las otras son unos tubos de plástico que hay que romper para que se activen los componentes químicos de su interior. Duran unas 24 horas. Una vez que se agotan se cambian por otras nuevas y, en la mayoría de los barcos, los tubos viejos se lanzan al fondo del mar junto con las pilas usadas de las luces eléctricas.
Cuando estén disfrutando de un paseo por la playa y encuentren unos tubos transparentes en la orilla, ya saben de dónde vienen.
Siete horas es lo que se tarda en echar el aparejo al agua. Un trabajo monótono que consiste en enganchar clips sobre la línea madre (que es una tanza o sedal de plástico, inventada por los japoneses, de 3,2 mm de diámetro; un poco menos que el grosor de un cigarrillo). La línea madre está enrollada en unas bobinas y sale a toda velocidad a través de una máquina denominada lanzadera, que se encuentra en la popa del barco.
Estos clips que se enganchan llevan unos 15 metros de tanza más fina y en cuyo final puede haber varias cosas: un anzuelo con el cebo clavado y un plomo que sirve de peso para que vaya al fondo; una pelota que ayuda a la flotabilidad del aparejo; o una boya con una antena emisora —para localizarla en caso de que se corte y se pierda el aparejo en el mar—. Los clips se van enganchando según la disposición ordenada por una voz pregrabada; una extraña voz femenina que, desde los altavoces de popa, va indicando «anzuelo», «pelota» o «boya» según corresponda.
Hasta hace poco años no existía la lanzadera mecánica y toda la largada del aparejo se hacía de manera manual. Era una tarea muy peligrosa por el riesgo de que los anzuelos se engancharan en las manos de los marineros. Cuenta el patrón que una vez, en su época de marinero, se clavo por despiste el anzuelo en la palma de la mano mientras largaban y de manera instantánea cayó al agua por la popa. Mientras el anzuelo tiraba de él con fuerza hacia el fondo, dándole vueltas y hundiéndolo con rapidez, tuvo la sangre fría de arrancárselo de la mano y subir unos seis metros hasta la superficie con la última reserva de aire que le quedaba. En el buque se activó la maniobra de hombre al agua y, de manera sorprendente (ya que era de noche) lo consiguieron subir a bordo… con un dedo menos en la mano.
Por desgracia, los accidentes en los barcos —torceduras, contusiones y cortes— suelen ser bastante frecuentes, y es el capitán el encargado de poner en marcha sus conocimientos sobre medicina general. En otras ocasiones se producen roturas y lesiones. Entonces hay que tomar rápidamente rumbo a tierra para evacuar al herido al hospital más cercano. Pero el hecho de estar faenando en lugares en los que se tarda más de cuatro días en llegar a tierra hace que pueda no haber solución para, por ejemplo una angina de pecho, un infarto o una simple apendicitis.
Capturas y orcas
A las cuatro de la mañana y con el frío del ambiente se empieza a meter el aparejo a bordo. Esta maniobra es la virada. Un gran carrete mecánico va enrollando la línea madre mientras los marineros desenganchan los clips que van llegando al barco. Cuando llega al costado algún pescado, se mete a bordo a mano o con una grúa, dependiendo del tamaño y peso del ejemplar. En ocasiones la lucha del pescado por sobrevivir y librarse del anzuelo se traduce en un tira y afloja con los marineros, y en algunos casos puede pasar más de una hora hasta que, agotado, el animal sube hasta la superficie del agua o revienta la tanza y escapa. Una vez dentro del barco se procede a medirlo y a limpiarlo en el parque de pesca, que es el lugar destinado para la evisceración del pescado. El suelo se tiñe de rojo lentamente mientras varios marineros se afanan en la labor. Cuando se ha terminado de limpiar y sólo queda el tronco del animal, se pasa a los frigoríficos, que están a –40˚ C. Allí permanecerá almacenado hasta la llegada a puerto.
Si todo va bien, la maniobra de virada suele durar entre diez y doce horas, pero es bastante común que se produzcan cortes en el aparejo que alarguen la tarea. Los pueden producir las fuertes corrientes que tiran en distintas direcciones, los dientes de algún tiburón que desgarra la tanza o algún barco que rompe el aparejo al navegar por encima de él. Cuando se produce un corte, todos los marineros se encamaran a la parte más alta del barco para intentar localizar las pelotas de color naranja que lo señalan en medio del azul del océano. Esta tarea podía durar horas, pero ahora existen boyas con GPS incorporado que señalan la localización exacta de la boya más cercana, ahorrando tiempo y trabajo.
Uno de las peores cosas que les puede pasar a los barcos que se dedican al palangre de superficie es la presencia en su zona de la orca bastarda (Pseudorca crassidens) ampliamente distribuida por todos los océanos del mundo.
Suele comenzar así: a unos 500 metros de la popa, se empiezan a ver unos quince ejemplares, organizados como un escuadrón de batalla que se acerca al barco a toda velocidad. Pasan por los costados y se disponen por delante del barco mientras van siguiendo el aparejo, que lleva todo el día dentro del agua. Cuando se recoge, lo que llega bordo son las cabezas de los peces espada, con el cuerpo completamente comido. En el caso de los tiburones, aparecen los ejemplares enteros pero con un buen mordisco por debajo de la cabeza, con el que las orcas han arrancado y comido el hígado de los escualos. Cuando aparecen estos cetáceos el día está perdido por completo, y el trabajo realizado por los marineros no sirve de nada.
Lo peor de todo es que este encuentro obliga al barco a meter todo el aparejo a bordo y navegar —mientras se pierden días de trabajo— hasta que los cetáceos se cansan de seguir al barco y desparecen tan súbitamente como llegaron. Todavía no se conoce la razón por la que las orcas bastardas dan con los palangreros en mitad del océano. Algunos teorías dicen que se aproximan al barco porque asocian el ruido del motor avante y atrás con comida de fácil acceso. Otros creen que se acercan al escuchar la longitud de onda que se genera al tensar la línea madre del aparejo mientras se va recogiendo.
La labor de los biólogos
Desde hace muchos años hay observadores científicos del Instituto Español de Oceanografía que se embarcan en los palangreros y aprovechan la pesca que se realiza a bordo para el estudio y seguimiento de los ejemplares de pez espada y tiburón. Las tareas del biólogo son las de clasificar, medir y determinar el sexo de todos los ejemplares que se pescan para su estudio y análisis. Se comprueban los contenidos estomacales para analizar las dietas seguidas por los peces espada, se toman muestras de corazón para el posterior estudio de ADN. Con el paso de los años y gracias a estos trabajos se han descubierto las zonas concretas que emplean los peces para desovar, se ha comprobado si hay interacciones entre las diferentes poblaciones de los diferentes océanos y se ha podido medir la cantidad de metales pesados acumulados en los ejemplares que están en la cima de la cadena trófica de alimentos.
Otra labor importante que se realiza con los individuos jóvenes que llegan en buen estado al barco es la de colocarles una marca artificial, que contiene un código para poder identificar al animal individualmente junto con una dirección para enviar la marca, en caso de ser recuperada por otro barco. Los resultados que se obtienen con al marcado son muy satisfactorios y ayudan a mejorar el conocimiento sobre las rutas que siguen los peces espada por los diferentes océanos, su crecimiento, abundancia y distribución, su hábitat y la mortalidad o supervivencia de la especie.
La vuelta a puerto
Después de 120 días de pesca y con 230 toneladas de pescado congelado en la bodega del barco ponemos rumbo a tierra para acabar esta campaña. Han sido cinco meses de duración y los ánimos empiezan a mejorar de manera desmesurada, ya que el trabajo duro ha terminado y nos vamos sintiendo más cerca de casa. Durante la ruta queda recoger el aparejo y dejarlo listo para la siguiente marea, que será dentro de veinte días, y hay que darle una última baldeada al barco para dejarlo impoluto para cuando lleguemos al puerto.
Durante estos días de pesca, los marineros de la tripulación han trabajado de forma continuada una media de 15 horas cada día, y todo ello por un jornal irrisorio. Si analizamos toda la flota de palangre española, el porcentaje actual de marineros de origen español es muy pequeño. Suelen ocupar exclusivamente los puestos de oficial; capitanes, patrones y jefes de máquinas. La gran mayoría de los marineros son de origen peruano, indonesio o filipino, y los armadores les pagan una media de 350 euros al mes, en un negocio, como el de la pesca, que mueve cantidades millonarias en ayudas a fondo perdido y subvenciones. Al mismo tiempo, la situación ambiental de los océanos está empeorando por las prácticas irresponsables de los países con flotas pesqueras, en un panorama muy necesitado de acciones y normas precisas y estrictas. Empezando por la flota española. Más allá de la exaltación del mar y el cansancio, tras los meses de navegación, al llegar a puerto, queda también la sensación agridulce de todo lo que hay aún por hacer en el antiguo y noble oficio de la mar.