LOS DÍAS MEJORES DE MI VIDA los pasé en Aqda, mi pueblo, a una hora de Yazd. Hice una casa de una planta al final de la carretera, antes del camino que subía hacia montaña y que bordeaba el río. Iba siempre que podía y cuando tenía vacaciones. Todos los días hacía lo mismo: desayunaba, daba un paseo de dos horas siguiendo la ribera, hacía la comida y dormía un poco. A veces venían mis primas, Mina y Maryam. Habían estudiado diseño de moda en Yazd y me hacían vestidos con telas de alguno de sus negocios. Me daban a elegir, pero siempre me quedaba la misma. El algodón de rayas anchas y oscuras me recordaba a los trajes de niña. Por las tardes, me quedaba en la pradera delante de casa. Allí estaban los columpios que hice para mis hijos, Azade y Alí, y que usó Mana. Se veían a través del bosquecillo del jardín, del granado y de las tres hayas que crecían muy lentas. Me recordaban al tiempo que me quedaba y la vida que había tenido. De cuando mis hijos eran pequeños y de cuánto tuve que trabajar. De mi salón de belleza, de los embargos, del padre de mis hijos que nunca nos pasó dinero, del apartamento en el que vivimos de recién casados y que se jugó a las cartas lentamente, mientras yo intentaba conseguir el dinero para pagar las deudas. Perdió las habitaciones una a una. Empezó por las que menos valían: cada partida, un dormitorio. Primero el de los niños y luego el nuestro. Hasta que se jugó la cocina y el salón con los muebles del regalo de bodas de mis padres, y nos echaron a la calle. La casa en Aqda la arreglé yo sola. Puse los suelos con la hormigonera, uní las tuberías para que el agua cayera en la pradera, cambié la vieja instalación eléctrica, pinté por fuera y por dentro. No tuve más remedio. Cuando no podía, pedía ayuda a los primos. Fui poco a poco y por fin la terminé. De pronto, ya no me quedó nada más por hacer. ¿Qué pasa cuando se termina lo que más se desea?

Por las tardes, me quedaba en la pradera delante de casa

Echo de menos remover la tierra con los dedos. Han plantado azafrán en la isla pero cada vez llueve menos. El azafrán no se riega. Dicen que el viento norte lleva sal marina y lo hace más fuerte. No se cultivaba aquí desde el siglo XIV y lo plantaron de nuevo en el XXI. He puesto también un poco en el huerto. Me recuerda a la infancia. No había tenido un huerto desde entonces. Me hace olvidar que el tiempo pasa. Allí se está bien. No hay nadie y puedo venir en bicicleta desde Ciutadella. Hace tiempo hicieron un huerto y sigue orientado al sur. En la isla hay poca tierra. Cuando se empieza a cavar, enseguida aparecen las rocas. Hay que hacerlo en los espacios que quedan entre los bloques de piedra y de tierra desperdigadas por el patio. No me importa, vengo de un lugar seco. Hay que haber vivido en el desierto, en los oasis, para sentir y conocer de verdad ciertas emociones. Además, aquí la tierra es roja. Y en Ormuz un amigo pintor me enseñó que los colores también saben y huelen. El rojo huele a sal y sabe a almizcle. De momento, preparo la tierra, hago agujeros grandes para los bulbos, meto los dedos en la humedad de la arcilla y he plantado tres rosales. Cuando miro el amarillo, veo que la sangre recorre los tallos, explota en las venas de la única rosa y los pétalos laten y envuelven el corazón. Luego, levanta la cabeza fuera del cáliz y se dirige hacia los pájaros. ¿Cómo podría morirme si el huerto no está terminado?

No había tenido un huerto desde entonces. Me hace olvidar que el tiempo pasa

Irán es seco, por eso nos gustan tanto las flores, los árboles, la luz, los colores. Cuanto más seco es, más soñamos con lo que no tenemos. El ciprés, la rosa, el granado se desean, y gracias al esfuerzo, aún los queremos más. Yo creo que allí crecen más lentos. Sale un grano redondo y oscuro que después es rama. Una hoja clara que luego es capullo. Una granada comida por los pájaros con una raja carmesí por donde caen los granos al suelo. Todo va más despacio, se ve crecer y desaparece el misterio. Las flores, los árboles, la luz, los colores son así por naturaleza y porque sí. O no, quizás es al revés y aún es más misterioso. Como los hijos. No se pueden dejar solos un segundo, hay que cuidarlos todo el tiempo, termina el día, no has hecho otra cosa y, de pronto, han crecido y se han ido de casa. Misteriosos. De pequeña teníamos en casa una parra con uvas amarillas chiquitas que nadie recogía. No había tiempo, había que cuidar el campo, ir al colegio, recoger la casa, cocinar. Había moscas en los frutos secos, marrones, delgados, podridos pero dulces. Daba sombra a la mesa de la entrada, donde hacíamos las fiestas familiares. Debajo me casé yo hace mucho tiempo. 

Las flores, los árboles, la luz, los colores son así por naturaleza y porque sí. O no, quizás es al revés y aún es más misterioso

En un país seco, y la luz también es más fuerte. Yo creo que en Irán hay más colores que en otros sitios porque hay más sombras y reflejos. El dorado, por ejemplo. Hay oro dentro de los edificios y en las cúpulas, y también espejos. Por eso a los poetas iraníes les gusta escribir sobre el vino. Porque en el líquido se ven más reflejos y sombras. Madre nos recitaba poemas cuando éramos pequeños, padre no. Decía un verso y con la sílaba que terminaba empezábamos otro. No sabíamos leer pero conocíamos muchos poemas. A veces era una palabra, rosa, bucle, jacinto, pestaña. Un hermano la oía y el otro empezaba un verso con ella. Éramos seis y el juego duraba horas, a veces en casa, a veces en el campo. Madre quiso que fuéramos a la escuela, padre no lo sé. Se quedaba en una esquina del salón sentado en el suelo al terminar el día con su pantalón de pijama de rayas y el pecho al aire. Agotado, también, y no hablaba, se dormía, y cuando se despertaba nos sonreía y volvía a cerrar los ojos. Dale un beso, nos recordaba ella. Besa a tu padre, y entonces me acercaba y él me preguntaba, ¿Necesitas algo?, y se dormía de nuevo. No tuvieron estudios pero mi madre fue una mujer muy curiosa. Los seis hijos fuimos a la escuela gracias a ella. Solo un hermano fue a la universidad, es ingeniero y vive en Abarkuh. Los demás se quedaron en el pueblo y vivieron del campo. Solo yo quise marcharme a Yazd. Soy la pequeña.

No sabíamos leer pero conocíamos muchos poemas. A veces era una palabra, rosa, bucle, jacinto, pestaña

Creo que mis hijos me quieren a mí más de lo que quise yo a mis padres. He sido la primera de la familia que vive diferente y lo he tenido que hacer todo sola. Azade es la pequeña, ella sí ha tenido a otras mujeres en las que fijarse, yo no: mi madre no pudo ser un ejemplo ni tampoco la abuela. Alí es el mayor, y cuando era pequeño, no se iba a dormir hasta que yo regresaba del trabajo: se metía entre mis brazos mientras hablaba con mi madre. Si lo mandaba a dormir, volvía y se escondía detrás de la puerta. Yo veía su ojo derecho color almendra mirándome mientras la abuela me llamaba mala madre. Luego se metía en la cama conmigo, me acariciaba el pelo y decía, No pasa nada mamá. ¿Quién era el hijo mayor, él o yo?

Alí es el padre de Mana, que ha heredado los ojos color almendra de la familia. Cuando pienso en Mana puede ver todo lo que no he tenido. Se crió conmigo en la casa de Aqda, venía los fines de semana y las vacaciones. Su padre estaba contento de que pasara tiempo en el pueblo. A Mana le gustaba preguntarme por mi vida, por la de mi madre, por la de la abuela. Quería saber todo sobre nosotras, cómo habíamos vivido. Yo le decía que no era importante, pero se empeñaba en tomar notas en cuadernos como si estuviera estudiándome. Quise hacer con Mana lo que no pude hacer con mis hijos. 

Xisco y Margalida me han llevado a Macarella. Dicen que es su playa favorita y querían que la conociera. Íbamos a ir caminando desde Cala Galdana pero había tanta gente que no hemos podido dejar el coche en el parking. Hemos seguido hasta Cala Morell. No había nadie. Era como un campo vacío por el que hubiera pasado un vendaval capaz de llevarse solo lo que menos pesara, los árboles delgados y secos, las piedras sueltas, las copas de las palmeras, los deseos que no se cumplieron y los que fueron demasiado lejos. Había casas grandes y blancas con piscina, sin vallas, delante de los acantilados. Miraban hacia el viento y estaban vacías. Los cristales de las ventanas que estaban sin tapiar se movían y los pinos se inclinaban hacia el interior de la isla. Fuimos hasta el camino del poblado costero y aparcamos en lo más alto, pero al salir el viento se llevó la puerta del coche y no nos atrevimos a seguir. Me lo contaron dentro: Xisco dijo que tenía 1500 años y Margalida me habló de la forma de barco de las casas de las rocas. Imaginamos el humo del fuego, la harina del molino y el lugar donde guardaban el agua para beber. Mientras, el viento movía el coche. Yo seguía mirando los chalets de los bordes del acantilado y me parecían fantasmas, casas de muertos. ¿Cómo se verán dentro de 1500 años? La cala desde arriba tenía forma de pez, una sima profunda en la bocana de la izquierda y unos azules que no recuerdo haber visto antes. Conté tres: índigo, ártico y marino. Pero algo pasaba porque no tranquilizaba el verlos. El azul es también el color de la locura, y creo que podría haberme echado a volar desde allí. Seguí la sima hacia arriba y vi unas rocas con forma de animal. Un cuerpo ancho y corto, cuatro patas y una trompa. Era una elefanta. En la coronilla tenía un poco de vegetación y vi unos bulbos de azafrán silvestre. 

El azul es también el color de la locura, y creo que podría haberme echado a volar desde allí

Es primavera y todo huele. En la carretera a Ciutadella hay más colores y animales. Los pájaros se cruzan por delante de la bicicleta y un xoric vuela hasta la rotonda de entrada al pueblo e intenta ponerse encima de la pared seca. Como si estuviera vacío y no hubiera seres humanos. Ha llegado una carta al apartado de correos. Es Mana, le pedí que me escribiera, como hacía cuando era niño. Ya he recibido dos, y las he guardado en el baúl viejo del hotel en una caja verde de madera que encontré en la playa. Me gusta leerlas por la tarde cuando se va el sol y ver su letra pequeña. Sé que a Mana también le gustará hacerlo cuando yo ya no esté. Yo le enseñé a escribir. Apretaba muy fuerte el lápiz y rompía el papel cuando cerraba los círculos. Aún lo hace, y pasé los dedos por la cara de detrás de la hoja para sentirlo. Pero la letra del sobre era diferente y tenía un presentimiento. No esperé a ir al huerto para abrirlo. Qué alegría tan grande: decía que iba a venir. La situación es insostenible, escribió en negro. Me guardé la carta en el pecho y lloré de camino a la cooperativa. Tenía que comprar semillas y planteros, ese día aún más, era primavera y venía Mana. Había pensado mucho lo que quería plantar, solo lo imprescindible, pero me llevé también una maceta de azucenas blancas. Madre las llamaba flores de diez lenguas, porque tenían cinco pétalos y cinco estambres. Si el azafrán tuviera tantos, cogería más y todo sería más fácil.

En el camino de vuelta me crucé con más bicicletas. Eran viejos, como yo, y algunos llevaban cubos azules detrás con cosas del huerto. A uno lo había visto más veces, lo saludé con la barbilla y se me quedó mirando cuando entré en el viejo hotel. Fui al huerto a guardar por fin los bulbos para el año siguiente. Los busqué entre la tierra y corté al ras los tallos. Los limpié bien, los envolví en papel de periódico y encontré un lugar oscuro para que pasaran la primavera y el verano. Los puse en el baúl al lado de las cartas de Mana. Cogí un vaso de agua fría con tres hojas de hierbabuena y me senté en la porxada para oler la primavera. Qué haces aquí, me preguntó de pronto una sombra. Me había quedado dormida y no me había dado cuenta de que entraba alguien. Llevo el huerto, contesté. ¿Y tú? Vivo aquí. Estaba embarazada y tenía los ojos de color almendra. Llevaba un sobre en una mano y una hoja extendida en la otra. ¿Vas a plantar para el verano?, preguntó. Sí. Pues no sé si se te dará tiempo a recogerlo. Nos echan, tenemos que desocupar el hotel. No son buenos tiempos, y me enseñó la carta con un aviso que no entendí. ¿Me invitas a un té, por favor?, me pidió.


Fragmento del libro Las vidas que no viví, de Patricia Almarcegui (Candaya, 2023)

Imagen de cabecera, fragmento de la fotografía de portada