Sin carreteras ni caminos. Sin tendidos eléctricos y sin cobertura. Un valle perdido del Pirineo, una zona montañosa del sur de Madagascar, la tundra de Alaska o el desierto del Kalahari. Y que pasen los días…
Recuerdo lugares que me han transmitido esa sensación «salvaje». Lugares y momentos. A veces, ha sido escuchando el aullido de una manada de lobos en la montaña cantábrica, observando un elefante en el desierto africano o viendo un puma acechando a un guanaco en la Patagonia.
Las sensaciones y los sentimientos al estar en esos lugares son profundos. Se respiran en el aire, en el viento. Incluso diría que las rocas y la vegetación están impregnadas de ese halo indómito y salvaje.
Desde que la humanidad empezó a controlar y modificar la naturaleza, ha dejado una honda huella. Con el avance de los siglos, las acciones del ser humano creador, modificador y destructor del medio se han ido haciendo más finas y sofisticadas. Y más letales. Durante siglos, se han talado los grandes bosques templados y las selvas tropicales. Se han esquilmado los mares y se ha logrado extinguir a miles de especies.
Después de reparar en la evidencia y que surgieran los remordimientos, apareció la necesidad de realizar acciones reparadoras. El siglo pasado, tomando el Parque Nacional de Yellowstone como un primer ejemplo, surgieron las primeras iniciativas de protección y conservación destinadas a lugares y especies animales amenazadas, algunas en serio riesgo de extinción. Se crearon zonas de protección y santuarios dedicados a la naturaleza para que la destrucción no avanzara. Esas reservas, parques nacionales y otras figuras protegidas han logrado en muchas ocasiones salvar áreas y especies valiosas. Es algo loable y sobre todo necesario. Para ello se han tenido que imponer unas normas y una legislación restrictiva que afecta a quienes viven allí y a los visitantes.
Sin embargo, esa gestión compromete, en muchos casos, el desarrollo natural de los acontecimientos naturales. Quizás hay ocasiones en que no hay otra manera, pero es al menos sintomático que muchos santuarios salvajes estén tan regulados y que haya una gestión tan marcada por el hombre. De modo paradójico, en ocasiones, las normativas hacen que esos lugares se conviertan en una especie de parque temático, alejándose de la idea de refugio «salvaje».
En ese proceso, hay algo que casi se ha logrado extinguir: el sentimiento de lo salvaje, lo indómito, lo agreste. Quedan pocos lugares en el mundo donde realmente mande el auténtico ritmo de la naturaleza. La mayoría de esos lugares están en zonas remotas u olvidadas. Puntos donde no hay una riqueza que explotar, demasiado alejados o con un acceso muy complejo. Allí los animales salvajes no se restringen a unas áreas concretas y sus interacciones no responden a las regulaciones humanas. No hay fronteras de parques naturales o reservas y, aunque pueden ser lugares habitados por el hombre, éste no supone una presión excesiva sobre ellos o sobre su entorno.
En ocasiones, las normativas hacen que esos lugares se conviertan en una especie de parque temático, alejándose de la idea de refugio «salvaje»
Pero también hay rincones más modestos que conservan ese espíritu salvaje en la puerta de casa. Lugares donde todavía se pueden encontrar tesoros naturales y que no siempre coinciden con parques nacionales o áreas protegidas. No aparecen en los folletos turísticos y no tienen un paisaje espectacular. Hay que buscarlos en zonas tranquilas donde puedes caminar junto a campos de cultivo (algunos abandonados y otros activos) y vivir experiencias extraordinarias cómo observar un águila real que vuela rasante en busca de un conejo, sorprender a un zorro paseando al atardecer o contemplar un bando de perdices en el encinar mediterráneo.
Son paisajes que el hombre modificó en su momento y que el monte ha ido recuperando para sí de manera natural. En España, por ejemplo, muchos parajes del Prepirineo o del Sistema Ibérico están sufriendo este proceso en silencio. Poco a poco, los matorrales dan paso a los primeros robles y encinas. Luego viene el corzo, que, como especie exploradora, va aumentando paulatinamente su área de distribución. También en silencio le siguen los lobos. Los buitres negros y las águilas imperiales, que antes solo se veían en el Sur, son cada vez más comunes en los cielos del norte de España. Y lo más interesante, esto ocurre sin que el hombre haya hecho nada específico, sino a su propio ritmo.
Al mismo ritmo de la naturaleza.