Si B.S. Johnson viviera hoy, sería una rock star de la literatura. No le faltaba carácter: era egocéntrico, brillante, cínico, original, exhibicionista, desequilibrado, lúcido, susceptible, contestatario y estaba obsesionado por ser popular. No sin motivo se vuelven a reeditar sus obras y su nombre suena como si fuera el más novísimo de los enfants terribles. Actualmente, Bryan Stanley Johnson podría lucirse ante una legión de fans a golpe de selfie y tuit ocurrente, y quizás haría ruta por los platós de televisión encarándose con Michel Houellebecq, factible archienemigo, quién con probabilidad se burlaría de Johnson por su falta de sentido del humor. Lo que es más difícil de aventurar es si la presunta celebridad que podría facilitarle nuestro presente, y que le fue negada en el suyo, le libraría del suicidio.
En noviembre de 1973, deprimido porque el público le ignoraba, B. S. Johnson se cortó las venas. Tenía 40 años y dejaba para la posteridad un puñado de novelas y películas experimentales, numerosos poemas, relatos, críticas literarias, crónicas periodísticas, y hasta algunas obras de teatro. Un día antes de morir había dicho: «Voy a ser mucho más famoso después de mi muerte». No se equivocó, aunque el éxito le ha llegado unas cuantas décadas después de que decidiera bajarse de este mundo, impulsado por la biografía que Jonathan Coe escribió sobre él en 2004 (Like a Fiery Elephant). Desde entonces, nuevas ediciones de su obra han visto la luz en diferentes idiomas y se ha hecho una recopilación de sus películas (You’re human like the rest of them, British Film Institute, 2013), además de encontrarse innumerables referencias a su persona en Internet, incluido un perfil en Facebook.
Los desafortunados (Rayo Verde, 2015), publicada por primera vez en 1969, es la cuarta novela de Johnson. En ella profundiza en la vía de experimentación formal y estilística que ya desarrollara en anteriores trabajos literarios y cinematográficos. Aún así, Los desafortunados no es una obra tan original como puede dar a entender su peculiar envoltorio: 27 pliegos sin encuadernar metidos en una caja, que se pueden leer en orden aleatorio a excepción del capítulo inicial y el final. En ellos rescata una serie de recuerdos (25, exactamente) de su amigo Tony, que había muerto de cáncer hacía poco tiempo, construyendo un puzzle a través de la memoria, en el que da igual qué pieza (pliego de papel, en este caso) se lee antes o después porque no hay ningún misterio final que descubrir, ni trama que seguir, sino que el objetivo es mostrar las trampas de la memoria con la excusa de contar una historia.
En noviembre de 1973, deprimido porque el público le ignoraba, B. S. Johnson se cortó las venas
Dos referencias claras asoman desde la primera página de Los desafortunados: James Joyce y Julio Cortázar. El primero por el uso del monólogo interior como hilo argumental y el segundo por la estructura no lineal de la novela. Pero hay muchas más. La genialidad de B. S. Johnson radica no tanto en su capacidad de creación novedosa, como en su talento para absorber influencias variadas y volcarlas en un discurso personal y con carácter, cual Tarantino de su época. Como en el caso de Tarantino, en B. S. Johnson pesó más la formación autodidacta que la académica, y como el autor de Pulp Fiction, Johnson basó su carrera creativa en la reinterpretación de sus autores favoritos. En este sentido, tanto B. S. Johnson como Quentin Tarantino se pueden considerar ejemplos modélicos de hasta dónde puede llegar el fanfiction, ese género en el que los fans se convierten en autores a base de dar una nueva vida a sus obras o autores fetiches.
Además de Joyce y Cortázar, en Los desafortunados está presente Dickens, autor venerado por Johnson, del que recoge las descripciones detalladas y naturalistas; Jack Kerouac, por su cadencia narrativa jazzística y por el uso del monólogo interior para explicar experiencias personales; y Samuel Beckett, multifacético y experimental como Johnson. El paralelismo con John Kennedy Toole, otro suicida por falta de popularidad que triunfó después de muerto, es evidente, y se podría añadir a otro moderno de la época, algo anterior a Johnson: Antonin Artaud, colega de desequilibrios mentales, filósofo de ficciones y otro suicida eminente. Artaud desarrolló en sus obras toda una teoría en la que establece que la imaginación no es menos real que la realidad, situando al mismo nivel realidad y ficción. B. S. Johnson, por su parte, defiende que toda ficción solo puede provenir de la realidad, y así convierte la creación ficticia en un instrumento para describir fragmentos de vida.
¿Y qué explica B. S. Johnson en Los desafortunados? Johnson recuerda a su amigo Tony en varios momentos de su vida. Pero como los recuerdos son subjetivos, en realidad lo que hace es recordarse a sí mismo en ocasiones compartidas con Tony. Recuerda la época en la que estaba loco por aquella novia que le dejó, Wendy, y Tony lo visitó con su esposa June. O cuando celebró la publicación de su primer libro y Tony no asistió a la fiesta que organizó porque ya estaba enfermo (tan descortés, encima que le había dedicado el libro). Recuerda qué pensó de Tony cuando lo conoció o aquel pub donde iban juntos a beber. Siempre avisando al lector de que son sus recuerdos y los recuerdos son traicioneros, por imprecisos y relativos. El lector acaba haciéndose una idea de la persona que era Tony, pero a quien cala muy bien es al narrador, al «recordador» Johnson. La «literatura confesional» (así le llaman ahora a eso de escribir sobre uno mismo) es un género muy valorado en la actualidad. Pero en la época de Johnson, transparentarse demasiado bajo la escritura provocaba el rechazo de la crítica, sobre todo si quien «se confesaba» era un hombre y describía emociones tan personales como la frustración por la falta de orgasmos de su novia (con él).
Cuando comencé a leer Los desafortunados, fantaseaba con el juego que este libro me daría para escribir una reseña. Atraída por su fisonomía en forma de caja y pliegos sin coser, y admiradora del Rayuela de Cortázar y de los antiguos libros juveniles de «Elige tu propia aventura», en los que el lector tenía varias opciones para seguir la historia, pensaba que era una buena ocasión para escribir sobre el concepto digital de hipertexto en la literatura tradicional. Error. Mientras que la estructura hipertextual de Internet, basada en hipervínculos (enlaces o links) permite, tanto al autor como al lector/usuario de contenidos, romper con la linealidad de una historia y crear nuevos caminos, B. S. Johnson no crea opciones nuevas a pesar de la libertad que ofrece al lector para decidir sobre el orden en que lee su obra. En el caso de Los desafortunados, el orden de los factores no altera el producto, porque el producto, la reconstrucción de la memoria, es por definición fragmentado y no lineal.
No obstante, el juego de los pliegos desatados queda más que justificado como mecanismo, simple a la vez que visual y efectivo, para representar la des-organización de la memoria, sorteando el peligro de quedarse en un capricho del autor. Johnson ya se había servido anteriormente de alteraciones físicas del libro con las que ponía en duda la linealidad de la trama y el concepto de novela. En Albert Angelo (1964) Johnson incluye algunos agujeros en las páginas del libro a través de los cuales el lector puede acceder a páginas posteriores y «spoilear» fragmentos de acontecimientos todavía no ocurridos. Esta misma obra acaba con un capítulo en forma de partitura musical. En La contabilidad privada de Christie Malry, publicada cuatro años más tarde que Los desafortunados, en 1973, el autor establece diálogos con el protagonista de su novela, así como se dirige de forma directa al lector, difuminando los roles literarios y los límites formales de la narrativa.
En el caso de Los desafortunados, el orden de los factores no altera el producto, porque el producto, la reconstrucción de la memoria, es por definición fragmentado y no lineal
En Los desafortunados esperaba encontrar a un reinventor de las palabras, a un rebelde incomprendido por las rigideces de su tiempo. No ha sido así. Buscaba también pedazos de hipertexto, raíces cibernéticas setenteras que tampoco están ahí. Sin embargo, sorpresa, he descubierto a un autor que se vale de trucos visuales para plantear de forma sencilla y clara preguntas metaliterarias de más sustancia sobre la escritura artística y la relación entre autor y lector. Su oficio de cineasta se hace patente en estas artimañas, como también en las descripciones vivaces que llenan sus páginas. También he podido entrever a una persona que, en su autoobservación y opiniones, me ha generado a partes iguales interés y antipatía. Así que ha entrado con facilidad en la lista de escritores que me irritan pero que leo con delicia, como Milan Kundera… Por último, queda valorar la valentía del autor para abrir su interior y exponer sus demonios a todo aquel que quiera mirar adentro, quizás en un intento de exorcismo, quizás de autoafirmación. Transformó su vida en su obra, así que leyéndolo hoy y reivindicándole, le regalamos una nueva vida. Aprovéchala, Bryan. Y no te hagas daño.
PALABRA DE BRYAN STANLEY JOHNSON EN LOS DESAFORTUNADOS
Para Tony, la crítica literaria era un estudio, una búsqueda en sí misma, una disciplina de la índole más alta: para mí, le dije, la crítica sólo servía si ayudaba a la gente a escribir mejores libros.
Trabajando para un periódico supuestamente pijo al menos me ahorro la vergüenza de ver mi cara allí, o mi nombre, fuera del campo, aunque en otro sentido los periódicos pijos son tan malos como los cutres, incluso peores, en la forma brutal en que tratan a los cronistas, la tropa, cosa que los simples lectores no saben, no pueden saber.
Otro jerez, se tarda tanto, esta vez doble. En otra sala está ese juego con la campanilla, el cuerno. Podría jugar, al menos ir a ver. No, ¿para qué? El cielorraso empapelado, irregular, probablemente el papel está para alisarlo, no, quizás, pero marrón. Chimenea tosca, piano. Ríen, algunos me miran. Soy raro. Ninguna de las dos tiene sentido. Lamentablemente. Todo. ¿Y qué?
Por lo menos una vez fue a visitarnos a Angel, entonces ya estábamos casados, se había consolidado el matrimonio, muy feliz, lo que Tony llamaba la saga de mis mujeres había terminado muy bien, para mí, se alegraba por nosotros, nos trajo con retraso el regalo de boda, una batidora, una batidora de mano, buena, dijo, ellos tenían una igual, y era buena, sí, aunque no la usábamos hasta que se estropeó la eléctrica, pero para ciertos usos, en cierto modo, era mejor que la eléctrica, es verdad, más práctica, cómo me esfuerzo por investir todo lo que proviniese de él de la mayor rectitud, la mayor santidad, casi, posible, cómo su muerte influye en cada recuerdo mío que tenga relación con él.
(…) el jamón, qué buena pinta tiene, ya en paquetes de lo que parecen ser cien gramos, ¿no?, de todos modos vuelve a pesarlo, el hombre, el dependiente, largos cabellos grises peinados, pulcramente, cruzando la extensión, sí, manos delicadas, puntilloso al manipular mis cien gramos tocando sólo el papel, al menos mientras yo miro, sabe Dios qué toses con flema, qué rascaduras de entrepierna, qué limpiezas de culo entraron en la preparación de estas raciones de cien gramos, siempre el miedo, a lo desconocido.