CUARTA CRÓNICA DE UNA SERIE EXCLUSIVA DE MARTÍN CAPARRÓS PARA ALTAÏR MAGAZINE, QUE NOS MUESTRA CADA SEMANA LAS FOTOGRAFÍAS QUE REALIZÓ EN EL PROCESO DE INVESTIGACIÓN PARA SU ENSAYO EL HAMBRE.


La transformación de la comida en un medio de especulación financiera ya lleva más de veinte años. Pero nadie pareció notarlo demasiado hasta 2008. Ese año, la gran banca sufrió lo que muchos llamaron «la tormenta perfecta»: una crisis que afectó al mismo tiempo a las acciones, las hipotecas, el comercio internacional. Todo se caía: el dinero estaba a la intemperie, no encontraba refugio. Tras unos días de desconcierto muchos de esos capitales se guarecieron en la cueva que les pareció más amigable: la Bolsa de Chicago y sus materias primas. En 2003, las inversiones en commodities alimentarias importaban unos 13.000 millones de dólares; en 2008 llegaron a 317.000 millones —casi 25 veces más dinero, casi 25 veces más demanda—. Y los precios, por supuesto, se dispararon.

Analistas nada sospechosos de izquierdismo calculaban que esa cantidad de dinero era quince veces mayor que el tamaño del mercado agrícola mundial: especulación pura y dura. El gobierno norteamericano desviaba cientos de miles de millones de dólares hacia los bancos «para salvar el sistema financiero» y buena parte de ese dinero no encontraba mejor inversión que la comida —de los otros—.

Ahora en la Bolsa de Chicago se negocia cada año una cantidad de trigo igual a cincuenta veces la producción mundial de trigo. Digo: aquí, cada grano de maíz que hay en el mundo se compra y se vende —ni se compra ni se vende, se simula— cincuenta veces. Dicho de otro modo: la especulación con el trigo mueve cincuenta veces más dinero que la producción de trigo.

El gran invento de estos mercados es que el que quiere vender algo no precisa tenerlo. Es más, sería una rareza vender lo que uno tiene: se venden promesas, compromisos, vaguedades escritas en la pantalla de una computadora. Y los que saben hacerlo ganan, en ese ejercicio de ficción, fortunas.

«Mientras 200.000 millones de dólares aterrizaron en el mercado alimentario, 250 millones de personas cayeron en la pobreza extrema. Entre 2005 y 2008 el precio global de la comida aumentó un 80 por ciento, y nadie se sorprendió cuando The Economist anunció que el precio real de la comida había alcanzado su nivel más alto desde 1845, el año en que la revista lo calculó por primera vez», escribió después Frederick Kaufman.

Aquí, cada grano de maíz que hay en el mundo se compra y se vende —ni se compra ni se vende, se simula— cincuenta veces

La comida subía por todas partes. Los aumentos, por supuesto, no influían igual en todas ellas. Cuando el precio del trigo se duplica en Estados Unidos el pan puede aumentar entre un cinco y un diez por ciento —porque la materia prima es una parte ínfima del precio de los alimentos: transporte, elaboración, conservación, patentes, publicidad, packaging, distribución, margen del minorista pesan más. En cambio en Túnez, en Managua, en Delhi, el pan —o el grano con el que una mujer hará pan o tortillas o chapatis— costará el doble o quizá más.

Y, sobre todo: en los países ricos el consumidor habitual gasta menos de un diez por ciento de sus ingresos en comida —aunque sus pobres pueden llegar al 25 o 30 por ciento—. En los países del OtroMundo hay más de 2.000 millones de personas que gastan en comer entre el 50 y el 80 por ciento de lo que consiguen: un pequeño aumento de los precios los condena al hambre.