Os presentamos en exclusiva un pequeño adelanto de Matumbo, el nuevo libro de crónica periodística de Javier Triana, publicado por Libros del KO. En Matumbo, Javier Triana reúne algunas de las mejores historias y de los personajes más magnéticos con los que se cruzó durante su estancia como corresponsal en Nairobi, capital de Kenia. En el libro desfilan un eterno candidato al Nobel, grafiteros pacifistas, masái en todoterreno, mujeres que cambian el mundo con sus pies, colonos chiflados, guerrilleros ancianos, pescadores sin peces y políticos de dudosa honorabilidad. Sus historias, que saltan con agilidad de lo descacharrante a lo indignante, definen un país que, como tantos otros, lucha por encontrar su sitio entre la tradición y la modernidad, entre la igualdad y la impunidad. Otro de los grandes logros de este libro, además, es la sensibilidad con la que Javier Triana entrega la voz cantante a sus protagonistas, dejando que sean ellos, los máximos conocedores de su país, quienes nos lleven de la mano en esta aventura por una realidad tan compleja como apasionante.
Wangari Maathai había sido una de aquellas que había regresado a Nairobi al poco de la independencia con una mochila cargada de conocimientos y con expectativas más altas de las que la realidad podía ofrecerle. La primera toma de contacto con la nueva Kenia fue dura: el puesto en el Departamento de Zoología en la Universidad de Nairobi que le habían ofrecido y por el que había vuelto de Estados Unidos había terminado por adjudicársele a un miembro de la misma tribu que el jefe de turno. «Era la primera vez que topaba con ese tipo de discriminación. ¿Era también por ser mujer? […] Me di cuenta entonces de que el cielo no sería mi límite. ¡Más bien, mi sexo y mi etnia lo serían!». Wangari llevaba años de entrenamiento en afrontar discriminaciones y estaba lejos de hundirse a la primera: había sido indígena en un país colonizado, mujer en una sociedad machista, y negra en los EE. UU. de los años sesenta. Y lo que quedaba por venir. Más tarde, el nuevo Departamento de Anatomía Veterinaria de la misma universidad apostaría por la joven, primero como asistente y después como investigadora, docente y doctoranda. Y se supo hacer valer. Fue el lugar en el que conoció a la que se convertiría en una amiga inseparable, Vertistine Mbaya.
Wangari llevaba años de entrenamiento en afrontar discriminaciones y estaba lejos de hundirse a la primera: había sido indígena en un país colonizado, mujer en una sociedad machista, y negra en los EE. UU. de los años sesenta
«Nuestras oficinas estaban muy cerca. Y nos conocimos en el pasillo… Estaba sorprendida de verme la primera vez, de ver a otra mujer, una nueva miembro de la facultad. ¡Éramos las únicas dos mujeres!», relata la menuda y enérgica Vert Mbaya, a quien las décadas de vida en Kenia no han limado un fuerte acento estadounidense. «Y me hizo una pregunta muy sencilla: “¿Quién eres?”», ríe. «Así empezó todo: me vio salir por la puerta de la oficina, totalmente nueva. La miré y, bueno…, yo no le pensaba decir nada. Era nueva… Así que ella vino y me preguntó que quién era. Porque sabía que debía de ser alguien si salía de una oficina. Y yo le expliqué que había llegado para dar clase. ¡Y después le pregunté que quién era ella! Y dijimos algunas cosas que nos hicieron reír. Creo que compartir las risas nos hizo sentir que teníamos mucho en común. Nos fuimos a tomar un té. Así que nos hicimos buenas amigas después de eso. Nos unía la pasión por la risa. Compartimos la diversión incluso en los peores momentos… y eso minimizó el miedo». Sería una cómplice clave en las luchas que Wangari Maathai emprendería a raíz de su trabajo en la universidad: como Kenia era el mayor productor de ganado en África oriental, su departamento se embarcó en una investigación sobre la enfermedad parasitaria de la theileriosis para mantener sanas las reses. Esto llevó a Wangari a distintas zonas rurales, recolectando garrapatas de vaca en vaca para su estudio. Pero vio algo más que portadoras de parásitos. Vio que podía contar las costillas de las vacas pues cada vez había menos pastos de los que alimentarse, vio ríos teñidos de marrón por la erosión de la tierra que contrastaban con las aguas cristalinas de su infancia, vio que quedaban menos árboles de los que recordaba en su niñez. «Y oía a muchas mujeres rurales quejarse de que no tenían suficiente leña ni agua. Habían destinado demasiado terreno a plantaciones comerciales, como el café y el té —lamentaba Wangari—, y la gente no tenía suficiente leña para cocinar los alimentos tradicionales, que requieren de mucho fuego… Pero ahora, sin leña, estaban cambiando su tipo de alimentación hacia alimentos altamente refinados. Y los niños empezaron a sufrir enfermedades relacionadas con la malnutrición. Cuando las mujeres comenzaron a decir que no tenían suficiente leña… ¡eso me dio una idea! “¿Por qué no plantamos árboles?”, les pregunté. “¡Plantemos árboles!”. Y las mujeres me dijeron: “Si nosotras plantaríamos árboles, solo que no sabemos cómo”. Y así empezó todo el asunto de…, vale…, aprendamos a plantar árboles».