Recuerda que —porque no puede olvidarlo y mucho menos cerrar sus puertas— su palacio de la memoria está rodeado por un gran jardín que tiene y contiene la forma de un parque de diversiones (siendo «diversión» una palabra de significado tan ambiguo para los occidentales como lo es «interesante» para los chinos fabricantes de maldiciones chinas y de torturas chinas y a los que Matteo Ricci intentó enseñarles que eso no se hace). 

Y no hay respuesta clara para el por qué uno se sube a una montaña rusa: ¿para divertirse o para sufrir, para que empiece o que acabe, para decir «Lo hice» o para pensar «Nunca lo volveré a hacer»? 

Y así él recuerda ese viaje que hicieron Penélope y él a Disneyland junto a sus padres que eran, en sí mismos, como una montaña rusa, como un volcán de todas las nacionalidades posibles al que escalar despacio sólo para bajar desde lo más alto a toda velocidad ante el peligro de una erupción inminente. 

La primera y única vez que sus padres los llevaron a Penélope y a él con ellos, en una de sus excursiones, porque enseguida descubrieron lo que ya sabían: que la pasaban mucho mejor solos. 

O que era menos complicado viajar sin hijos. 

O que, en realidad, sus hijos —los hijos— no eran otra cosa que personajes secundarios llegados a la protagónica novela de sus vidas cuando esta ya tenía muchos capítulos por detrás. 

Recuerda el spot que grabaron allí sus padres, en Disneyland. 

Una nueva escala en su festivo y algo desesperado periplo planetario patrocinado por una marca de whisky. La gran idea de su padre que no se dejaba de pensar porque era —publicitariamente hablando y viendo— una muy buena idea. La campaña interminable de un par de jóvenes y bellos aventureros recorriendo el mundo a bordo de un velero llamado Diver y atracando en los puertos más glamurosos y (con costos bajísimos) protagonizando y filmando y editando ellos mismos el material que casi de inmediato enviaban por correo para su emisión en pantallas de televisores y salas de cine. 

Su ventajosa para todos propuesta (todos, en la jerga publicitaria, se reducía a cliente y a agencia y, en último lugar, a público) había sido aceptada hacía ya unos cuantos años. Y desde entonces sus avisos habían ganado premios internacionales y (al ser propagandas donde nadie hablaba sino que sólo se oía música de fondo y canciones muy bien escogidas que inevitablemente se convertían en hits radiales) eran emitidos y proyectados en cines y televisores de todo el mundo. Y habían convertido a sus padres en dos personajes si no muy famosos al menos muy conocidos y hasta serigrafiados por el auténtico falsificador AndyWarhol (a cambio de unos miles de dólares) en aquel spot que transcurría en una Manhattan contracultural donde su padre fingía tocar la guitarra en The Velvet Underground y sonreía ante la mirada de profundo asco que le dedicaba Lou Reed mientras su madre bailaba desenfrenadamente con Edie Sedgwick y —¡escándalo!—en un momento parecía rozar sus labios con los de esa superstar fugaz y ya lista para apagarse. 

Así, la mayoría del tiempo, sus padres no estaban, o estaban llegando, o estaban yéndose. 

Y cuando Penélope y él les preguntaban dónde habían estado o dónde irían la respuesta era siempre la misma: «Lejos». 

Y para ellos —para Penélope y para él— «lejos» era una palabra que, entonces y desde entonces, siempre tuvo una inequívoca resonancia andersen-grimm-perraultiana. Lejosland era el reino adonde se iban los padres a pensar y fantasear –a inventar y a soñar– que no tenían hijos, a no recordar que tenían hijos. Lejosland era la tierra mágica donde sus padres no recordaban que habían sido y seguían siendo padres.

Pero esa vez los llevaron a Disneyland, claro. Porque necesitaban un par de niños a filmar.

Allí, su madre como una Tiger Lily en bikini más cerca de los lost men de la Playboy Mansion que de los lost boys de Neverland. Y su padre como un seductor Capitán Hook jugando a desatar los nudos de la parte de arriba del traje de baño de su madre con su garfio. Los lost boys eran ellos, claro. Pero enseguida sus padres descubrieron que la idea de incluir a esos dos niños en pijama y saludando desde una ventana del galeón pirata no añadía nada al spot. Y que hasta podía enturbiar/confundir un poco la imagen tan in y cool de la pareja viajera que ya tenían y de la que disfrutaban/envidiaban sus fans y espectadores-televidentes con, seguro, hijos que nos les permitían ni siquiera una escapada de horas para ir al cine por las noches. Una turbulencia que tal vez, seguro, haría que los espectadores se preguntasen inquietos y hasta desilusionados: ¿eran esos hijos suyos o apenas unos niños que habían encontrado por ahí?, ¿querían esos dos tener hijos o preferían jugar ocasionalmente con hijos ajenos y todo esto era una fantasía?, ¿iban a poder seguir viajando tanto cuando sus hijos volviesen al colegio una vez terminadas sus vacaciones?, ¿o se verían obligados a añadir en próximas entregas a unas parejas de abuelos sedentarios que los cuidasen y los despidiesen desde el muelle cada vez que zarpaban a la aventura y la buenísima vida?, ¿y de verdad hacían todas esas cosas que hacían delante de sus hijos?

Estaba claro que ellos no eran otra cosa que personajes secundarios en la novela no de amor sino de enamorados de sus padres. Y no había más espacio allí que para ellos mismos. Porque sus padres no se amaban sino que estaban enamorados de la idea de estar enamorados. Para ellos el amor no era otra cosa que un producto perfecto y tan comercial. Y no se miraban entre ellos sino que se reflejaban entre ellos, como si fuesen espejos mutuos a los que de tanto en tanto se les daba un beso y se les preguntaba quién era el más bello o la más hermosa y la respuesta era siempre la misma y era una y no ofrecía opciones de multiple choice. Y —sus padres habían jurado mentirse hasta que la muerte los separe y así lo hicieron hasta que sus hijos los separaron de la vida— era una respuesta falsa, una respuesta trampa en la que siempre caían porque era la respuesta que querían y amaban y deseaban oír. 

Mejor no complicarse, decidieron. Para ellos —y para tantos de sus amigos— los hijos debían ser los espectadores de los padres y no al revés. Los hijos eran público y no protagonistas. Y así la siguiente de sus entregas propuso un golpe de timón de galeón cambiándolo por un navío espacial emulando la cosmogonía sexy de Barbarella con música de fondo de Walter Carlos y madre y padre como orgásmicos siderales. Y no había ningún niño en ese otro planeta.

Así que en Disneyland les compraron a Penélope y a él varios de esos cuadernillos con entradas para todas las atracciones y hasta contrataron a un par de jóvenes empleados con sombreros de orejas de ratón y granos en la cara para que los cuidasen y los acompañasen y quienes fingieron no escucharlos cuando Penélope les preguntó en perfecto inglés si se podía visitar al congelado Walt y cuánto tiempo más pensaban demorar en incluir una atracción sobre Wuthering Heights. 

Y Penélope y él leyeron juntos ese cartel en la entrada que decía «Here you leave today and enter the world of yesterday, tomorrow and fantasy». Y Penélope, leyéndolo, dijo «Jah…». Y ya a esa corta edad nadie decía «Jah…» como Penélope. 

Y él tenía tantas ganas de visitar la Haunted House. 

Y a Penélope le tentó mucho (aunque no lo admitiría nunca) ese paseo entre internacionales muñecas cantarinas y un tanto perturbadoras. Pero las colas para entrar eran interminables y finalmente se conformaron con las escalerillas y puentes colgantes de la Swiss Robinson Family Treehouse: la obra ecológica/doméstica un tanto demencial de la más cuerda de las familias. Una familia de verdad y que jamás se hundiría, sin importar naufragio alguno. Todos ellos inseparables y juntos y al mismo tiempo con un mismo objetivo común y una única razón de ser: ser una familia. 

Entonces, Penélope y él descendieron de esas ramas artificiales de concreto y acero reforzado un poco débiles y muy deprimidos: esa condición por entonces bastante novedosa y de moda en lo que hacía a su diagnóstico en niños, y que los padres en general —y los suyos en particular— preferían procesar como cansancio o insolación o, ya preparando el próximo movimiento, como «extrañar a los abuelos». 

Así que enseguida Penélope y él fueron subidos a la siguiente atracción y fuera de programa —pero de pronto previsible e inevitable— de un avión grande que los devolvió al parque de desatracciones que era su casa. Y así Penélope y él dejaron los mundos del ayer y del mañana y regresaron al mundo de hoy, de entonces. 

Sin que eso impidiese o frustrase las nuevas fantasías de sus padres quienes —tal vez influidos y perturbados por la atmósfera infantil del lugar del que provenían— a su regreso comenzaron a hablar en voz baja y con risitas y a juguetear con la idea de hacer algo verdaderamente impresionante para la próxima Navidad: «Algo de lo que va a hablar todo el mundo». Y, ah, era fascinante hasta para él y hasta para Penélope el contemplar a sus padres tramando algo: el modo en que parecían estar íntima y casi sobrenaturalmente conectados y en perfecta comunión. Entonces eran tal para cual. Unidos e inseparables, como un organismo de dos cabezas (de igual modo daba miedo oírlos discutir; porque el conocimiento total de ellos mismos los capacitaba para decirse las frases más hirientes para el otro, rayos y centellas, incendio forestal) pensando las mismas cosas al mismo tiempo, terminando una u otro las frases que otro o una comenzaba. Entonces, el contemplarlos y oírlos juntos, en perfecta sincronía, era como subirse a la atracción más peligrosa y aterrorizante de cualquier parque de tribulaciones y no de diversiones. Entonces, había que enderezar los respaldos y ajustarse los cinturones de seguridad. 

Faltaba menos, sí, para que fueran ellos dos los que volarían por los aires; no como Peter Pan sino para ser arrojados desde las alturas. 

Pero antes, a las pocas semanas, sus padres ya estaban de vuelta en la capital, en lo que ellos llamaban «nuestro puerto giratorio». 

Y pasaron unos días en casa y les pidieron —casi les ordenaron—que invitasen a amiguitos; porque a sus padres nada les gustaba más que festejarlos y enloquecerlos y seducirlos. Y saberse «papás favoritos» de niños y niñas que los contemplaban con las pupilas dilatadas (él no tiene la menor duda de que Pertusato, Nicolasito está enamorado de su madre y que es a ella a quien le ha dedicado uno de esos almibarados y pegajosos poemas que lee en clase) para, al caer el sol, ser devueltos a sus padres originales en un estado de vibración histérica.

Su padre había comprado en Disneyland un disco de marchas del marine-orquestal John Philip Sousa y —a todo volumen y stereocuadrafónico— los ha hecho marchar a todos por pasillos y habitaciones y les ha enseñado a cantar «Dixie» a los gritos sin importarle que se tratase de un himno confederado y esclavista y sureño porque «lo que importa es que es muy pegadiza». (Y «Dixie» era una canción cuyas primeras notas él ahora, tantos años después, recordaba siempre cada vez que oía el tweet-tweet de Twitter; y, sí, el fantasma de su padre a través del sonido de teléfonos para que así él nunca olvidase que desde un teléfono era que lo había condenado.) Y su madre se había llevado a las niñas a su vestidor y las ha maquillado. Y los han llenado hasta sus bordes de azúcar de caramelos y de humo de cigarrillos delgados y largos y de moda (sus padres fumaban más como vampiros que como murciélagos y pensaban que eso del fumador pasivo era un invento de aquellos en contra de ese gran producto que era el tabaco). Y les explican la verdad acerca de Santa Claus y de los Reyes Magos (a Penélope y a él nunca se les permitió creer en ellos porque «jamás consentiremos que unos desconocidos y extranjeros se lleven el mérito y la gratitud que nos corresponden a nosotros», les habían dicho sus padres siempre indispuestos a relegar todo protagonismo y, sí, ambos llegaron a filmar un spot en el que el Diver atracaba cerca del Polo Norte, y luego en un oasis subterráneo del desierto, y se cargaba de regalos a repartir entre los que se incluían, por supuesto, botellas de su publicitado whisky). Y, claro, entonces hubo algún llanto a escondidas de alguien que no quería dejar de creer en todo eso al menos por un tiempo. Y Penélope y él no pudieron evitar pensar en qué sucedería dentro de unos años, con sus posibles novias y novios; con sus padres abduciéndolos y poseyéndolos y seduciéndolos (y Penélope y él, seguro, también pensaron por separado pero al mismo tiempo que había que ponerles freno, desactivarlos; descolgar a sus padres como se descolgaba un teléfono para pedir S.O.S. o, tal vez mejor, para tocarlos y hundirlos). Y había, también, perturbadoras ocasiones en las que, con sádica actitud casi bipolar, sus padres ignoraban a sus compañeritos y amiguitas por completo y, pasivos-agresivos, los frustraban casi hasta el suicidio haciendo que se preguntasen todos qué habían hecho mal y por qué «los papis favoritos» ya no los querían. Y entonces unos y otras —empequeñecidos aún más de lo pequeños que son— regresaban a sus casas profundamente irritados con la normalidad de sus progenitores. Y les gritaban que los dejasen en paz, y los acusaban de «no ser como otros padres, más graciosos y divertidos» cuando éstos, después de alimentarlos con una dieta sana y balanceada, insistían en leerles cuentos antes de dormirse. Cuentos con padres que nunca se iban ni se irían y que siempre estaban y estarán allí acompañándolos y rescatándolos como Liam Neeson en esas películas en las que siempre se transformaba en una familiar máquina de matar (y que nunca serán una suerte de enigma ausente o inexplicable, como esas ciudades precolombinas de pronto vacías, como el HMS Terror o el Mary Celeste, como lo que pudo haber sucedido o no en el Paso Dyatlov). Porque para los padres desde siempre los hijos son hijos para siempre; aunque luego esos hijos tengan esos hijos que –de pronto– los convierten en abuelos. 

Los abuelos eran una reescritura y una relectura de los padres. 

Los abuelos —se supone, en términos ideales, piensa él— eran padres corregidos que buscaban casi desesperadamente que sus nietos fuesen como esos hijos que nunca tuvieron.

Publicamos un adelanto de La parte recordada, el tercer y último libro de la trilogía (La parte inventada La Parte soñada) del escritor Rodrigo Fresán  editado por Literatura Random House.