Asia es uno de los continentes con mayor diversidad religiosa y en la sociedad de Japón, uno de sus países mas occidentalizados, conviven dogmas de fe, formas sociales avanzadas y la industrialización más puntera. Más allá del sintoísmo y el budismo, las dos religiones más populares del país, los credos de la población se van diversificando, respondiendo a las actuales inquietudes niponas de un modo dinámico, relacionado con las expectativas de bienestar individual y su avanzado crecimiento económico.

La primera vez que viajo a Japón, para visitar la cuarta ciudad más grande del país, Nagoya, acarreo conmigo la idea preconcebida de trabajo, sudor y lágrimas. Y, efectivamente, Emily Shiwata, que me acompañará en este viaje, tiene prisa; le espera su grupo de música. Pero al finalizar el ensayo, como siempre, se reúnen en un típico bar de farolillos rojos, se relajan y toman ramen acompañado con sake. Yuzo Kataoka es arquitecto y sigue la rama nichiren del budismo. Naritoshi Takemoto trabaja en artes gráficas y convive con la tradición shinto. Shiwata es compositora y cristiana. Yasushi Lida es cocinero y budista.

Panorama del norte de Tokio.
Reunidos en una mesa, ríen, comen, comparten, disfrutan y debaten como cualquier comensal de otro lugar del mundo: tienen preocupaciones, sueños y alegrías; dedican su tiempo libre a la familia, colaboran en actos sociales, practican aficiones, se encuentran con los amigos. Siento una clara cordialidad, entendimiento. A pesar de tener una base religiosa diferente, los japoneses están dispuestos a encontrarse en un nexo común: la naturaleza.
A primera vista, sorprende que en esta sociedad convivan el culto al trabajo, a la prosperidad nacional, con la fascinación por elementos sencillos y universales. Para un japonés, la belleza de una flor que se abre puede ser algo parecido al éxtasis del Big Bang. En primavera, a finales de marzo y principio de abril, amigos y familiares se reúnen para compartir su amor por la belleza natural en las fiestas hanami, dedicadas a la contemplación de los árboles en flor. Los cerezos resplandecen y los japoneses se unen en masa a la celebración de la vida.
Árboles en flor junto a una casa tradicional en el pueblo de Shirakawa.
El budismo nichiren

Una grata sorpresa me aguarda en este viaje. Lu, el novio de Emily, nos propone viajar a Tokio para encontrarnos con Dai, amigo suyo e hijo de un monje budista de la rama nichiren. Los monjes de esta variante, de origen laico, estudian y enseñan el sutra del loto. Dai nos emplaza por la mañana temprano para visitar su casa tradicional, y por la tarde estamos invitados a una ceremonia en el pequeño templo del barrio donde difunden las enseñanzas de su fundador —Nichiren, un monje del siglo XII— y sus adeptos practican la liturgia. Gracias a la amistad entre Lu y Dai nos metemos de lleno en una congregación poco accesible para gente del exterior.

Asistentes del sacerdote en la liturgia nichiren.

En la puerta nos recibe Akiji, padre de Dai y monje del templo. Nos da la bienvenida con cordialidad y nos asigna nuestros asientos entre la multitud de gente que va llegando para la práctica del culto. De modo excepcional, me dan permiso para retratar la ceremonia. Descalzos sobre el tatami, cada uno en su sitio, esperamos con curiosidad. Algunas personas han traído galletas para compartir y otros sirven el te. Suena una campana y el silencio del barullo remite. Aparece en escena el sumo sacerdote, de impoluto blanco nacarado, con una falda plisada hasta los pies con bordado en hilo de oro digno de la más cuidada artesanía japonesa. Lleva un capuchón sobre la cabeza y en la mano una pulsera de cuentas que no deja de acariciar. Sus ayudantes le acompañan unos pasos atrás, también de blanco y ataviados con una franja morada de seda natural. Entran a la sala con una corta oración. La pausa se torna en un mantra de repetición constante: «Nam mioho renge kyo».

Todos tienen un libro que siguen con interés. Los monjes ofrecen a las deidades los alimentos y presentes traídos por los celebrantes. La señora que tengo enfrente se gira y, en voz baja, me sugiere casi al oído que se puede hallar el camino hacia la iluminación. Sonriendo, me invita a repetir con ellos las frases de las enseñanzas de Nichiren, y en un acto de buena voluntad —en un país donde el contacto físico está restringido a la estricta intimidad— coge mi mano y aprieta fuerte en ella un rosario budista. Suenan los tambores y han comenzado ha repartir instrumentos de percusión, que la gente repica al compás del ritmo que marcan los monjes. El ambiente se torna pesado, cálido y pacífico.

Praticantes nichiren.
Al igual que ocurre con la Iglesia Católica en Occidente, los seguidores contribuyen económicamente a las arcas de cada templo para su conservación. Tras la entrega de sobres, pasan uno a uno al altar mayor para regar con agua una figura de cera negra especialmente venerada. La oración se asemeja a la que se puede contemplar a la entrada de todos los templos de Japón, pero con la diferencia de que aquí se encuentra un mayor numero de seres mitológicos en el panteón. La figura oscura que bañan, por ejemplo, parece un demonio con una media sonrisa inquietante. Dai me tranquiliza explicándome que lo que importa no es la forma sino la esencia de la energía, mientras también nosotros realizamos nuestro turno de ruegos y plegarias. Somos los últimos; tan sólo unos instantes después se rompe el silencio y un murmullo de voces se despide al atardecer en medio de un distrito cualquiera de una gran ciudad como Tokio. En Japón se percibe una interacción cultural entre religiones; incluso los cristianos, que son minoría, son más propensos a visitar otros templos, a convivir.
Kinkaku-ji, «el pabellón de oro», en Kioto.
Interior del templo Osu Kannon, en Nagoya
Santuario de Senso-ji, en Tokio.
EL ETERNO FUJI

Desplazándonos en coche entre las prefecturas de Shizuoka y Yamanashi, nos acercamos al monte Fuji. Esta montaña sagrada juega un papel en todas las religiones importantes de Japón y acumula historias y supersticiones. Los bosques más cercanos a la base de este volcán se han convertido en un lugar habitual para los suicidios; en la prensa y televisión nipona dan información casi cada mes sobre personas que se acercan al fuji-san para terminar con su existencia. Les atrae la idea de morir en territorio sagrado, en un símbolo paradigmático de su tierra; una salida a la soledad extrema que parte de la población siente en las grandes ciudades de Japón.

Llegamos a Kioto, la antigua capital, donde las raíces religiosas están más arraigadas. Aparte de visitar los templos más importantes y con más historia de la ciudad, Emily y yo nos encontramos con un antiguo compañero de la universidad cristiana de Nanzan. Hacía tiempo que no se veían y la alegría se refleja en sus risas, algo nerviosas, recordando su pasado en común.

Emily me lleva en su coche al borde del rio Hozu. Junto a la orilla se encuentra el templo Seiryō-ji, de apariencia descuidada. Es de madera negra y menos conocido por los turistas. Entramos y, en absoluto silencio, sólo interrumpidos por el canto intermitente de los pájaros, llegamos a un pequeño altar entre los jardines. Una imagen de madera despintada en el fondo izquierdo nos mira entre la penumbra. En el centro, una estructura gigante de madera, una suerte de torno o peonza, espera a que los visitantes la muevan. Unos mástiles ayudan a girar el eje central sostenido entre el suelo y el techo.

El día es caluroso y húmedo. Salimos del pequeño recinto, no hay nadie. Estamos solos ante el templo, que alberga varios tesoros nacionales; es raro que en el enclave más visitado por los turistas en Japón no molesten los guías ni los grupos ávidos de nuevas instantáneas. Hambrientos, nos acercamos al restaurante tradicional de tofu que existe en el interior de estos apartados jardines; para Shiwata, el mejor tofu de Japón. Cuando viene a Kioto simple se escapa a este lugar tan descansado.

El Buda Vairocana o daibutsu (Gran Buda) de Todai-ji, en Nara, es la representación de Buda bajo techo más grande del mundo.
Novia con vestido tradicional en Kioto.
En el restaurante, todo está preparado para almorzar sobre el tatami. La delicadeza de la señora que nos sirve es digna del silencio que reina en el entorno. Es una mujer abierta y se acuerda de Emily, aunque nunca habían entablado conversación. Nos explica que le gusta regar las plantas y vestir de forma tradicional. Se siente cómoda entre fogones. Su marido sale a trabajar y regresa por la noche; el sueldo del restaurante no da para vivir. Sin embargo, no desea marcharse a otro lugar. Se siente feliz a pesar de los tiempos complicados que vivimos, dice.
Sendero junto al río Hozu, en Kioto.
Nos marchamos con el estomago lleno y prometiendo regresar. Damos un paseo por la ribera derecha del Hozu, apenas encontramos a nadie en nuestra ruta. Algún pescador de regreso a casa. Cruzamos el puente y el camino se estrecha paso a paso. El follaje de los árboles cubre el sendero y una ligera brisa aplaca el calor. Es un oasis entre el bullicio de la ciudad.
Al día siguiente, después de pasar por el bosque de bambú y el cementerio escondido que se encuentra detrás del templo Kodai-ji, marchamos con el ritmo del tren a Nara. Todo el mundo visita esta pequeña población, no sólo los turistas: los colegios japoneses organizan excursiones para sus alumnos al centro de culto con el Buda bajo techo más grande del mundo. Encontrándose en Nara, la combinación de personas de orígenes tan diferentes parece demostrar que la religión, en Japón, es mucho más que una virgen de plástico o un libro con un decálogo sobre cómo actuar en la vida.
Columnata del templo Todai-ji en Nara.

Dormimos en Shirakawa, un pequeño pueblo de la prefectura de Gifu donde cada año todos los habitantes cambian los tejados de paja de sus casas para acondicionarlos de cara al invierno siguiente. Huele a campo, a musgo. Paseando bajo el paisaje de montañas nevadas, nos cruzamos con un jabalí salvaje en medio de la calzada. De vuelta en casa, la cena con la anfitriona del hogar —a base de miso, huevos campestres y caldo— se hace muy entretenida. Somos cuatro alrededor de la mesa. Un señor ha llegado desde el extremo norte de Japón, huyendo de su divorcio; necesita desconectar, nos cuenta. Se encuentra agotado mentalmente y ha decidido recorrer sus orígenes de punta a punta. Es ateo, ingeniero, toca la guitarra y se siente reconfortado en medio de la naturaleza.

El día siguiente podemos observar como se renueva el tejado de una casa según el estilo tradicional gasshō-zukuri. Los vecinos se van repartiendo paja seca, que otros amontonan sobre la estructura del tejado, como hormigas en una cadena.

Cambio anual de los tejados según la tradición arquitectónica gasshō-zukuri.

Sentados en la cima de una colina, Emily me explica que Japón ha sufrido mucho históricamente. Ha sido un territorio de guerras y catástrofes naturales. Han pasado hambre. Se siente privilegiada por haber nacido en esta época y tener oportunidades que sus abuelos no tuvieron. Cree que el carácter japonés se ha construido a base de tenacidad. A pesar de la censura —en muchos aspectos— el gobierno se está abriendo lentamente a reconocer sus propios actos en el pasado y presente. Eso lleva a la población a curar heridas enquistadas y saber valorar lo que tiene por delante.

La mezcla de la cultura japonesa con otras como la china o la coreana hacen de este país un territorio rico en progreso. La sociedad contemporánea ha traído consigo nuevos obstáculos, como el aislamiento de algunas personas, el aumento de los suicidios o la contaminación exagerada. Pero de la mano también ha traído la apertura del debate sobre el actual sistema de energía nuclear, la abolición de la pena capital o una mayor conciencia del respeto a la naturaleza entre los ciudadanos.

Abajo, en el valle, los vecinos siguen trabajando en el nuevo tejado. Desde aquí se ven las carpas voladoras que inundan el paisaje: hoy es 5 de mayo, el día de los niños, Kodomo no hi, y las cometas koinobori, con la forma del pez, vuelan para celebrarlo.


AGRADECIMIENTOS A EMILY SHIWATA