Los jóvenes ingleses de buena familia, en los siglos XVII y XVIII, solían completar su educación con un largo viaje por Europa. Ese viaje iniciático era conocido como el Grand Tour e Italia era la principal destinación de un periplo cuya misión consistía en el conocimiento profundo de la belleza clásica, así como la búsqueda de la sensualidad o la experimentación con las propias pasiones. Del Grand Tour proviene el término turismo; esos viajeros fueron, por tanto, los primeros turistas, antes de que el turismo se convirtiese en otra cosa muy distinta. Arte, amor y libertad era la divisa que aquellos muchachos ingleses, y después, por imitación, de otros países del norte de Europa. Las motivaciones —búsqueda, conocimiento, experiencia— siguen siendo las mismas que inspiran los viajes iniciáticos de hoy en día, en caso de que esa idea siga vigente. En aquel tiempo creyeron poder encontrar en el Mediterráneo, cuyo centro gravitatorio era y es Italia, ese Sur mítico que los jóvenes del Norte anhelan en todas las épocas y que hoy buscan en otras latitudes.

Los alemanes, que participaron también de aquella idea paneuropea del Grand Tour con Goethe y Schiller a la cabeza, popularizaron en esa misma época el concepto de Bildungsroman, la novela de aprendizaje o de formación. Viaje y literatura siempre han estado unidos, pero desde aquel movimiento cultural que contagió a tantos jóvenes europeos, la novela o el diario de viajes se convirtieron en géneros ineludibles. Géneros, por cierto, que nunca han gozado de gran prestigio en España, que se quedó fuera del Grand Tour, contra el que se llegó incluso a legislar. El país se perpetuó en la periferia de Europa; otra vez aislada de los circuitos de producción y circulación intelectual que son la esencia misma de cierta idea de Europa. Tal vez por eso la literatura de viajes ha gozado en general de tan poco predicamento en España; tal vez por eso los viajeros españoles se han visto obligados a ser viajeros de raza y la tradición inquieta ha sido siempre una tradición de resistencia, casi clandestina, a la contra de todo.

En cualquier caso, podría decirse que el Grand Tour está en el origen mismo de la gran literatura moderna de viajes. Muchos de los mejores textos de esa época están dedicados a Italia. El diario de viajes de Goethe popularizó Sicilia y amplió los límites al Sur. Lawrence Sterne escribió el Viaje sentimental, modelo de novela inglesa moderna, en el que se narra un viaje por Francia e Italia. Precisamente a Roma, una de sus grandes pasiones, le dedicó Stendhal los textos de ese libro, Paseos por Roma, que abre no pocas puertas a la modernidad literaria al emplear el paseo, la mirada y el recuerdo como principales vectores de su escritura.

Al llegar a la estación de Roma-Termini, uno puede pensar que el Interrail de los adolescentes mochileros de hoy es en realidad una especie de versión democrática, masiva y contemporánea del Grand Tour: un viaje de aprendizaje. Existen, seguro, diferencias ostensibles. Todo ha cambiado. La masificación acaba siempre erosionando el secreto encanto de lo minoritario. Es inevitable. Es inevitable también reconocerlo, aunque con ello se vea uno obligado a admitir que asume una posición aristocrática. Y es que el viajero se ha convertido, muy a su pesar, en un turista forzado; el tiempo disponible mengua. Sin embargo, el principio activo es el mismo. Aunque ni en el mejor de los sueños desembocará en tanta literatura. 

Hay algo fascinante en la fealdad del edificio de la estación Termini, obra de Angiolo Mazzoni. Se trata de una fealdad monumental y casi épica, prueba definitiva de la insensatez de los arquitectos fascistas, que tuvieron el valor de construir verdaderos mamotretos en plena Roma, la ciudad ideal para perpetrar el mayor de los ridículos arquitectónicos. Y sin embargo, el propio Vittorio De Sica comprendió al realizar la película Stazione Termini, con Montgomery Clift, que la estación de Roma, al igual que la de Austerlitz o la Gare de Lyon de París, era uno de esos escenarios legendarios —ciudades flotantes, tal vez—: eslabón perdido de la continuación industrial de ese proyecto intelectual europeo que empezó en el Gran Tour. También Anna Maria Ortese escribió un cuento magnífico, Una noche en la estación, que, como la película de Sica, sucede íntegramente en una estación, en este caso en la de Milán. Una narrativa ferroviaria que más que en los trenes transcurre en las propias estaciones donde el tren es todavía una posibilidad o ya un recuerdo.

Podría decirse que el tren empezó a democratizar la noción de distancia. El tren hizo la Europa moderna, así como el avión hizo la postmoderna. Y la estación Roma-Termini es uno de los centros neurálgicos de esa utopía ferroviaria que se hizo de retales de ciudades, en concreto de aquellos barrios que rodean las estaciones y donde sigue imperando una forma amable de confusión: esa que jamás debería abandonar las estaciones europeas y que ahora parece en peligro de extinción. Es extraño, hay lugares que son importantes y merecen por ello la atención y la lentitud del viajero pero cuyo interés es de otro orden y no reside en la belleza. Al contrario, lucen a menudo una fealdad que de tan proverbial se vuelve genial. Quizá ese sea su encanto, su escudo protector contra el turismo masivo que desnaturaliza los espacios hasta vaciarlos de todo significado y convertirlos en meros escenarios de la cultura del espectáculo. Termini sigue siendo una verdadera estación, donde algunos tienen prisa y otros intentan ganarse la vida como pueden; un lugar donde contemplar el perenne teatro de la vida en toda su crudeza. Y eso, en Roma y en cualquier ciudad, es tan importante como los palacios.

Sigue habiendo en Italia una extraña mezcla de belleza y fealdad, como si el asunto estuviese en hallar un equilibrio perfecto entre vitalidad y melancolía. Las formas perfectas de la Antigüedad bajo el influjo del sol y los paisajes grises del neorrealismo. El centro y su destartalada periferia por donde a veces aun camina el fantasma de Pasolini en busca de esa llanura donde la ciudad se funde con el campo y Roma, la Roma eterna, se convierte en un erial. En pocas literaturas como en la italiana de postguerra tuvo tanta relevancia la discusión campo-ciudad, reflejo de ese mezzogiorno que se vaciaba a toda velocidad mientras se llenaba Roma y las ciudades del Norte. Cabría preguntarse por qué el viajero, un segundo después de contemplar la belleza y verse sumido en una ráfaga de felicidad inexplicable, siente de pronto que es invadido por la tristeza. Una verdad popular reza que media apenas un instante entre la belleza absoluta y la desolación. Nunca es tan cierta como en Italia. 

Puede el viajero encontrar un placer sencillo al dejar transcurrir la tarde paseando muy despacio por la orilla del Tíber para detenerse a admirar los leves espasmos de luz, antes de llegar al Castello de Sant’Angelo y contemplar uno de los atardeceres más bellos de la ciudad. Andar por Roma es recordar, incluso para el que la visita por primera vez. Andar por Roma es recordar lo que fuimos y de donde venimos, y quizá también lo que somos, además de conocer las medidas exactas de la eternidad. Es aconsejable que el viajero olvide la urgencia de otras ciudades que se han hecho a toda prisa y camine por Roma lentamente, sorbiendo la luz amarilla. Es bueno también acordarse de los que antes caminaron por allí. Como el Jeb Gambardella de La grande bellezza o el Marcello Rubini de La dolce vita. Reyes de la mundanidad. Intérpretes privilegiados del sueño hedonista del Sur. Un sueño que algunos consideran vacuo y cínico, pero, ¿qué importa eso ahora, una vez hemos descubierto que lo sublime dura apenas un segundo? El Sur es siempre una alucinación del Norte; igual que el Norte es una proyección mental del Sur. Y así, soñándose el uno al otro, se refuerzan y contraponen: estilizándose a veces; caricaturizándose cuando el sueño se transforma en pesadilla.

Detrás de la estación Termini está la zona universitaria con el conjunto de facultades de La Sapienza, y un poco más allá el barrio universitario, el de San Lorenzo. Durante el verano, esta parte tiene algo de ciudad desierta. El resto del año es un lugar animado, donde cenar y beber a buen precio. Uno de los centros de la cultura alternativa romana. Los edificios de ladrillo tienen un color arcilloso cuya textura parece ablandar aun más las tardes soleadas. Algunas fachadas están arañadas por la metralla, pues este fue el único barrio de Roma bombardeado por la aviación norteamericana durante la II Guerra Mundial. Las maltrechas fachadas no se han reformado, con el objetivo de que los bombardeos permanezcan en la memoria. El viajero puede tener la impresión de que el barrio está apartado, casi orillado en un rincón de la ciudad. Las anchas avenidas de la zona universitaria lo aíslan por completo del trajín del centro para ponerlo casi en cuarentena y, por momentos, parece un pequeño pueblo independiente, con sus propios ritmos y su particular sistema de relaciones a pie de calle.

Otro lugar absolutamente maravilloso para contemplar el atardecer es la Piazza Navona. Puede el viajero colocarse en un lugar tranquilo —si lo encuentra— y fijar la vista en las fachadas pálidas de los suntuosos palazzos donde se vierte la luz. Y entonces esperar. 

Hay algo desmesurado en Roma que uno siente al poco, porque desmesurada es la ambición que la hizo crecer y desmesurada es su historia. Sin embargo, las formas y las escalas de la Antigüedad tenían todavía como referencia al hombre. Al andar por Roma uno siente que anda por el interior del vientre de la Antigüedad, un lugar del que todos provenimos y que a pesar de su inmensidad, no es inhóspito porque conserva aun un orden de magnitud humana.

Si existe un espacio central en la civilización mediterránea, más allá de un mar en común y una larga sucesión de intercambios comerciales y culturales, se debe a que la civilización romana unificó y dotó de un sustrato cultural compartido a ambas riberas del Mediterráneo. Después, los avatares de la historia distanciaron ambas orillas. Pero si todavía existe algo que late profundamente a ambos lados, puede decirse que empezó aquí. Y al caer la noche Roma parece detenida en el tiempo, pero no atrasada. Como si flotase inmóvil en un pasado inexpugnable que tiene el don de la eternidad.

Antes de abandonar Roma, puede el viajero visitar el Cementerio de los Ingleses, también conocido como el Cementerio Protestante. Podría ser este el cementerio del Grand Tour, pues el primer cuerpo que se enterró aquí fue el de un estudiante de Oxford en 1738, probablemente uno de aquellos viajeros iniciáticos del siglo XVIII. Y entre los cipreses se puede encontrar la tumba del comunista italiano Antonio Gramsci, enterrado aquí por ateo, y después las tumbas de los poetas ingleses John Keats y Percy Bysshe Shelley, que hallaron su muerte en Italia. Keats llegó a Roma totalmente destrozado por la tuberculosis en mitad de un viaje; Shelley se ahogó en la Riviera italiana. Muerte entre la flores. Un cementerio del Norte en el centro neurálgico del Sur, como si una multitud silenciosa de muchachos rubios esperase en el andén de la eternidad. También ellos llegaron un día a la estación de Termini o a su equivalente en aquel tiempo. Destino final de su viaje. Grand Tour que se convirtió de pronto en Grand Finale. Llegaron para quedarse. Recurriendo a un lugar común, podría pensarse que la muerte es eso: una estación final. Y si es en Roma, mejor.


Foto de cabecera: Exterior de la estación de Termini (CC Friol the Oil)