«Mi intención aquí es narrar un viaje, no escribir un estudio completo», escribió Robert Kaplan en Rumbo a Tartaria (Malpaso, 2014). No era su intención, pero lo hizo. O casi. A lo largo de este referente de la literatura viajera son escasas las descripciones del paisaje, de las personas, del sentimiento que esos lugares generan en quien escribe porque viaja.
Ahí reside precisamente el mérito de Rumbo a Tartaria: en la capacidad de análisis político, histórico y económico de su autor, que nos acerca a los países del Este de Europa, del Cáucaso y de Oriente Próximo. Este ejercicio de profundidad lo culminan amplias entrevistas a intelectuales, economistas, escritores, ex presidentes y líderes de la oposición de cada lugar que visitó desde Hungría hasta Armenia.
Su plan inicial consistía en «ver personalmente las futuras fronteras de Europa, las razones de la progresiva desintegración de las dictaduras árabes y los efectos sociales y políticos de los nuevos oleoductos del Mar Caspio». En definitiva, atravesar «una región imprecisa, en la que se superponen los legados culturales de los imperios Bizantino, Persa y Turco».
El viaje comenzó en 1998, una época en la que la cara de Leonardo Dicaprio estaba en todas partes, también en Debrecen. Su presencia constante la comparó Kaplan con la aparición de Transilvania en los mapas húngaros de finales del siglo XIX, poco antes de que pasara a formar parte de Rumanía. Aquello no ocurrió hasta que se desintegró el Imperio Austro-húngaro. Entonces Transilvania se unió a Moldavia y Valaquia, después de la Primera Guerra Mundial. Setenta años después de la formación de la Rumanía actual, los jóvenes llenaron las iglesias para rezar por la salud de Michael Jackson.
En vez de mirarse el uno al otro, a finales del siglo XX (al igual que al principio) cada grupo nacional de los Balcanes miraba a las grandes potencias en busca de consuelo
Como una cebolla. Así le contaron a Kaplan que era la cultura rumana: una capa de capitalismo sobre una capa de comunismo sobre una capa de fascismo. Nada de núcleo y muchos ídolos. No obstante, se negó a caer en tal despersonalización del rumano, que le pareció un ciudadano que adoptaba los cambios de forma voraz. Llegó a Rumanía en una época en la que «el narcisismo indicaba progreso» (y no repugnancia capitalista).
Encontró una tierra negra, fértil, pisada por carretas arrastradas por mulas y caballos y le pareció la «potencial despensa de cereales de Europa». Y no fue indulgente con esta forma de practicar la agricultura, que le llevó a describir Rumanía como «el Tercer Mundo en Europa». Algo similar halló en Bulgaria, donde encontró campos desolados en torno a la capital». Pero lo que más le sorprendió de aquel país, ejemplo de éxito democrático ante el mundo, fue un crimen organizado omnipresente que, cimentado sobre clanes familiares, no se parecía a los que había conocido hasta entonces.
En sus paseos por Antioquía, por fin aparece el viajero, hasta entonces eclipsado por el analista político que apenas da unas pinceladas sobre lo que ve, lo que siente, lo que piensa. Aparecen más descripciones y reflexiones sobre el lugar, el aspecto de la gente y el viaje mismo. Aquí descubre Kaplan que nada merece tanto la pena como viajar a solas, «sin amigos ni compañeros que influyan en las opiniones de uno». Es ahí donde vislumbra que «viajar consistía en certificar el paso del tiempo».
En Siria encontró una forma de entenderse a sí mismo, al verse reflejado en al-Asad. Tras renegar de su infancia judía, se cambió el nombre, se convirtió al islam y cambió de vida. Se transformó en otra persona y eso, a ojos de Kaplan, le convertía en un hombre tan hecho a sí mismo como lleno de contradicciones. «Yo me sentí atraído por su autobiografía precisamente a causa de las contracciones que se daban en mi vida», escribió. En los años 60, el periodista viajó por el norte del África islámica y Oriente Próximo y se asentó en Israel. Allí hizo el servicio militar, pero la vida entre personas de su misma fe se le hizo claustrofóbica y reafirmó su condición de norteamericano.
«Por lo que yo había visto, en todos los países de Oriente Próximo se daba una u otra forma de anarquía. Tanto es así que en mi viaje sólo encontré instituciones democráticas sólidas en Turquía, Israel y, en menor grado, Jordania»
Kaplan vio el comunismo fue «una especie de populismo radical y liberal» donde el desarrollo industrial había provocado desigualdades económicas. Es decir, en Europa central. Allí le vio la utilidad que no encontró en lugares en los que tal desarrollo no se había dado, como en el antiguo imperio otomanobizantino, donde comparó el comunismo con una segunda invasión mongola.
Pero todo cambió cuando dejó Turquía y entró en Georgia. Desde entonces conoció a demasiadas personas arrolladas por la caída de la Unión Soviética como para no pensar, igual que ellas, que habían vivido tiempos mejores. Acabó confesando que, al menos, «era un sistema que proporcionaba pensiones, escolarización, paz social y seguridad física a una multitud de personas que en muchos casos no recordaban nada mejor».
«En el fondo, desde los tiempos de Herodoto y Tucídides ha cambiado muy poco la política de esta región. Para Herodoto, las fallas por donde se rompía la convivencia eran étnicas y culturales. En la Antigüedad, griegos, persas, escitas y otros pueblos lucharon entre sí por un territorio, y exactamente lo mismo hicieron georgianos, abjasios, osetios, azeríes y armenios en los noventa del siglo XX»
Kaplan terminó su viaje recordando el consejo que el especialista en los Balcanes Robert Fischer le dio en Budapest, cuando apenas comenzaba su periplo: que fuera cosmopolita. «¿Existía mejor reacción moral ante lo que yo había visto?», se preguntó. Pero ahí, justo al final, se asomó el optimismo: «Mi esperanza se basaba en la idea de que los malos gobiernos no son eternos».