Mi expedición al reino silvestre se inicia en el mes de abril y, en ese momento, decido alimentarme, siempre que sea posible, de productos locales, siguiendo una dieta omnívora con tendencia vegetariana. No concibo vivir en un entorno en el que consumo esos mismos animales salvajes que lo habitan. No puedo dejar atrás mis valores humanos, por lo que soy sensible al respeto por el prójimo, por mucho que en la naturaleza abunden los depredadores sin otra elección que matar para alimentarse y sobrevivir. Para obtener comida en el bosque, lo primero que debo hacer es crear un territorio propio que concentre alimento y protección a un tiempo. Así, durante la primera época, me propongo reproducir la organización de las ardillas. Con los ahorros de mis trabajos fotográficos, compro unas latas de conserva, agua potable y un montón de herramientas que creo necesarias para sobrevivir en un medio más bien hostil, por decirlo claramente. Escondo mis pertenencias al pie de un árbol, bajo unas raíces entrelazadas cuya existencia creo ser el único en conocer, tapadas con un manojo de ramas y hojas muertas. Por desgracia, al cabo de unos días, los jabalíes descubren el botín y dan buena cuenta de él. Así, me encuentro las latas reventadas con esas pezuñas que tienen, afiladas como cuchillas. Mi fortuna, pues, aparece destrozada, desparramada, dilapidada. Nada se resiste al potente pisoteo de la manada, que arrasa allá donde va y no deja atrás más que despojos, como para decirme: «¿Dónde te crees que estás?». Me quedo consternado unos minutos y después intento relativizar. De la manera más extraña, la naturaleza sabe ponernos en nuestro lugar cuando es necesario. A partir de ahora, para proteger mis escasas pertenencias de los voraces y los curiosos, enterraré mis paquetitos en las viejas trampas de los cazadores furtivos: agujeros excavados de unos ochenta centímetros de ancho y dos metros de profundidad que antaño servían para atrapar zorros y tejones. Bastará con quitar los cepos asesinos del fondo y cubrir la superficie con trozos de madera sólidos para así evitar que cualquier paseante caiga dentro.

Además, el incidente me hace tomar conciencia de que ir a comprar al pueblo para venir luego al bosque cargado con una mochila de cincuenta litros constituye un gasto de energía francamente desmesurado. Y la energía, cuando se vive al raso, es un parámetro nada desdeñable. De hecho, la estrategia más eficaz para sobrevivir consiste en consumir de todo cuanto tengo a mi alcance siempre que me sea posible. Hojas de zarza, abedul y carpe, bayas, frutos secos como castañas, hayucos, aquenios o avellanas, llantén, dientes de león, acederas y muchas otras plantas más o menos gustosas, pero muy ricas en nutrientes. A partir de ahora, solo recurriré a los alimentos de fuera del bosque en caso de escasez, por lo que estos acaban dando lugar a una serie de ocasiones de lo más festivas cada vez que abro una lata…, ¡incluso en el caso de algo tan vulgar como unos raviolis!

Queda una última fuente de placer gastronómico: la comida que los cazadores depositan al pie de los árboles para engordar a los jabalíes. Así consigo sandías, calabacines, tomates y demás frutas y hortalizas y a veces pan sin sal, pero pan al fin y al cabo. Conforme voy siguiendo a los animales, jabalíes, zorros o tejones, descubro las ventajas de semejante saqueo. Ellos, que tienen mucha experiencia, son los que me muestran el camino, y, así, con el paso de los días, me voy acercando a su mundo, me vuelvo cada vez más salvaje. Sin saberlo, me consagro a la etología para convertirme, poco a poco, en un habitante más del bosque. Los jabalíes, los ciervos y los zorros con los que me cruzo me van aceptando en su territorio pese a guardar las distancias. Al cabo de unos meses, tengo la impresión de haberme fundido en el paisaje más maravilloso que pueda existir, el del mundo silvestre. Justo entonces, conozco a una criatura enigmática y fascinante que me abrirá los ojos a la vida salvaje: el corzo.

Una mañana, mientras recojo unas hojas para picotear a la orilla del sendero, un corzo, al que llamaré Daguet, se cruza en mi camino y se para en seco, a solo unos pasos de donde estoy. Me levanto con gestos suaves, fascinado por sus grandes ojos negros y brillantes. Él levanta la cabeza y apunta con las orejas hacia mí. Los pelos del espejo anal se le erizan. Nos quedamos mirando durante unos minutos que me parecen horas. El corzo se vuelve hacia un lado, como invitándome a descubrir el bosque junto a él. Luego, lentamente, da la vuelta y se adentra en la espesura con elegancia. El encuentro me produce una sensación muy intensa, que no puedo controlar. He sentido la llamada del bosque. Las piernas no me responden y me falta el aliento. Ha llegado la hora de abandonar el mundo de los seres humanos para vivir entre los corzos y, así, poder llegar a entenderlos.


Imagen de cabecera, CC José Ibañez

Fragmento del libro El hombre corzo, de Geoffroy Delorme (Capitán Swing, 2022)