Acompáñame a almorzar y te enseño a caminar en tacones— dijo Edith.

Adriana se puso roja y comenzó a voltear hacia los lados. Sentía que todo el mundo la estaba mirando. Por fortuna, el sombrero era tan grande que le cubría el rostro.

Edith la tomó de un brazo y bajaron con cuidado la rampa de entrada (o de salida) de la Escuela de Letras.

Me trata como si fuera mi madre, pensó Adriana. Aquello le molestó, pero sólo un poco.

Adriana no sabía mayor cosa de la vida de Edith. Era una señora que aparentaba unos cuarenta y cinco años, pequeña, de una hermosa cabellera negra que apenas mostraba las primeras canas.

—No me gusta comer sola— le dijo, cuando ya estaban sentadas en una mesa del cafetín.

Desde la terraza contemplaban el paisaje de las piscinas. El equipo de waterpolo, a lo lejos, y más cerca, dos clavadistas primerizas, que tentaban los dos trampolines bajos, dando pequeños saltos.

Adriana puso su sombrero en la mesa. Cuando llegó el mesonero para colocar el servilletero y la sal y el aceite, este le pidió que por favor lo acomodara en una de las sillas.

—¿De dónde sacaste eso?— preguntó Edith, después de que ordenaron la comida.

—¿No te gusta? Soy fan de Audrey Hepburn.

—Se parece al de Speedy González.

Qué ignorante, pensó Adriana. Aunque sabía que más nunca se volvería a poner ese sombrero.

Permanecieron calladas y Adriana supuso que era normal. ¿De qué podían hablar una señora de cuarenta y cinco (quizás cincuenta) años y una muchacha de dieciocho? En la Escuela de Letras se daban esos cruces de edad, que a ella le parecían como atascos en la autopista.

—En Puerto Ordaz, me llevaba el desayuno al negocio para no tener que comer sola en mi casa. Claro que, también, terminaba desayunando con los borrachitos y las prostitutas que salían a esa hora.

Edith tuvo una ferretería en la calle Los Llanos, en pleno centro de Puerto Ordaz. Enfrente de su local quedaba (todavía queda) el supermercado San Tomé, el más grande de la zona, lo que le insuflaba a esa parte de la ciudad un gran movimiento durante el día. Luego caía el atardecer y la calle empezaba a cambiar, con esa velocidad imprecisa que adquiere el rostro de una mujer cuando se maquilla.

En esa época, la ciudad aún era relativamente pequeña y la mayoría de los bares importantes (de acuerdo a los distintos apetitos) se encontraban en la calle Los Llanos. A la izquierda de la ferretería estaba el Rossi Bar y a su derecha estaba el bar La Estrella. De ambos antros emergían, entre las seis y las siete de la mañana, borrachos, prostitutas, chulos, mesoneros, porteros, vendedores y consumidores de drogas. Fardos que la última noche entregaba al sol, para que la luz del día y los lejanos vientos de la costa restañaran sus heridas.

¿De qué podían hablar una señora de cuarenta y cinco (quizás cincuenta) años y una muchacha de dieciocho?

Todos conocían a Edith y a todos ella les dedicaba una parte de su tiempo. A veces la sobremesa del desayuno se prolongaba y los primeros clientes del supermercado San Tomé alcanzaban a contemplar aquella escena que parecía salida de una película de Buñuel (Viridiana, por ejemplo, que sólo vería muchos años después durante su primer semestre en la Universidad) o de Pedro Almodóvar (Tacones lejanosTodo sobre mi madre y, en realidad, el resto de su filmografía, que vería en los semestres siguientes).

Anselmi, dueño del San Tomé, estaba convencido de que esas «meriendas de canallas» (como las llamaba) las hacía Edith a propósito, por aquel litigio interminable que mantenía con Assanti, el padre de ella, por la propiedad de los terrenos donde se construyó el supermercado.

El viejo Assanti tenía muchos años viviendo en Caracas y le dio a su hija, como regalo de bodas, la administración de la ferretería de Puerto Ordaz. El novio de Edith era un ingeniero que había conseguido trabajo en Sidor, en medio de los cambios que se estaban dando por la privatización de la siderúrgica, con un paquete de beneficios muy prometedor.

—El hombre me salió muy malo. Ni siquiera fue capaz de darme un hijo. A los cuatro años nos divorciamos. Estuve en Puerto Ordaz durante trece años. Ahí aprendí a bandearme completamente sola. O casi— dijo Edith, llevándose un pequeño trozo de milanesa a la boca.

Edith no recordaba cuándo Carolina comenzó a frecuentar la ferretería. La había visto protagonizar una que otra pelea callejera, con botellas partidas, sangre y vestidos desgarrados. A veces Carolina le pedía para completar la botella de aguardiente que iba escanciando a lo largo de la jornada, tomando pequeños y continuos tragos. En algún momento se incorporó a los desayunos y entonces Edith pudo conocer algo más de ella.

Hubo un día en que Carolina apareció más temprano. De hecho, estaba sentada en la acera del negocio, como esperando a que Edith abriera. Edith le ofreció un café y le preguntó:

—¿Qué te pasó?

—El hombre mío. Se pierde una semana y después llega como un demonio, pidiendo cuentas.

Carolina tenía la boca partida y un moretón en uno de sus ojos.

—¿Y por qué sigues con él? Para estar así es preferible andar sola.

—Eso nunca. Cualquier cosa es mejor que estar sola.

Edith sacó una arepa que traía en un papel de aluminio. Carolina extrajo una bolsita de papel, grasienta, de su cartera y comenzó a masticar con lentitud su empanada.

Se quedaron calladas mientras el mundo se acomodaba. El embrague brusco de una camionetica, una santamaría que sube o baja con estruendo, un yesquero que enciende al tercer intento. Esos sonidos eran los ajustes de último minuto, nerviosos, antes de que se corriera el telón del día.

—¿Y esas bellezas?— preguntó Carolina, con los ojos de pronto encendidos.

—Me los regalaron. Quiero ver si les puedo cambiar el tacón, porque son muy altos.

—¿Qué importa que sean altos?

—Que si me caigo me mato.

—No les cambies los tacones, sería un pena. Yo te enseño a usarlos.

Edith dejó de hablar. Adriana observó los rasgos tan marcadamente italianos de Edith. Parecía una de esas bellas actrices de reparto de El Padrino (también era fan de Al Pacino). No lo había notado hasta ahora. De hecho, no había notado casi nada de sus compañeros de clases, ni siquiera de los personajes de los libros que leía, ocupada como estaba entonces en no caerse desde sus altos tacones, coordinando el vuelo del sombrero con la falda demasiado corta y las piernas demasiado largas.

Edith parecía encerrada en aquel paréntesis y Adriana volteó a ver lo que sucedía. Los muchachos del waterpolo estaban afuera de la piscina. Algunos bromeaban cerca de la tribuna principal, persiguiéndose y golpeándose con el cuero de secarse. Otros, la mayoría, se habían acercado a la piscina de clavados para contemplar el espectáculo (o la tragedia).

Las dos muchachas estaban brincando al mismo tiempo en sus respectivos trampolines. Una subía mientras la otra bajaba, como un tiovivo. O como las teclas de un piano que probaba los primeros acordes de un pasodoble. La imagen, al principio, fue divertida. Luego, a medida que fueron ganando altura, a medida que los rostros de las muchachas mudaban la risa hacia una mueca que parecía de miedo, la escena ganó en tensión. El sonido de los trampolines se impuso sobre todos los demás y los presentes esperaron en silencio.

Una subía mientras la otra bajaba, como un tiovivo. O como las teclas de un piano que probaba los primeros acordes de un pasodoble

Uno de los muchachos del waterpolo hizo el amago de acercarse a ayudar. El entrenador, un hombre mayor, de piel bronceada y prominente barriga sobre la que reposaba en ángulo inclinado un silbato, lo detuvo con el brazo.

Las muchachas continuaron con los saltos unos segundos más, ganando cada vez más altura, hasta que una de ellas (Adriana después no recordaría cuál) tomó un último impulso, en el ascenso arqueó el cuerpo y culminó el salto con un clavado casi perfecto. De manera simultánea, la otra muchacha, como jalada por una cadena invisible, hizo el mismo movimiento que su compañera y entró en el agua unos segundos después, límpida.

Una salva de aplausos recibió a las clavadistas cuando emergieron del agua y salieron de la piscina.

—Vamos— dijo Edith, después de pagar la cuenta.

Fueron hasta el acceso a las piscinas, una larga rampa que después conducía al edificio de Comunicación Social.

Estuvieron toda la tarde subiendo y bajando de la rampa, Edith enseñándole a Adriana los secretos de ese engranaje en apariencia tan simple (talón, punta, talón, punta), cuyos efectos en una vida podían ser definitivos.

En los descansos, Edith retomaba la historia de Carolina. Adriana se esforzaba por mitigar el sonrojo y el sudor prestando atención a lo que Edith le contaba. Pero no era fácil, pues sabía que las estaban observando. Incluso llegó a reconocer a uno de sus compañeros de clase, deteniendo la marcha sólo para ver qué estaban haciendo. Por eso sólo recordaba la historia de una manera borrosa, como un sueño.

Adriana recordaba, o creía recordar, la sorpresa de Carolina al descubrir que los zapatos le quedaban perfectos. También veía (o le parecía ver, pues ella nunca había estado en esa ciudad) el amanecer en Puerto Ordaz, los colores alisándose en esa franja que comparten el mar y el cielo, limpiados de brumas como por una mano gigantesca y hacendosa. Vio la larga caminería del malecón (aunque en Puerto Ordaz no hay ningún malecón parecido) que se iba transformando, con cada paso de Carolina, en una pasarela. Los transeúntes se detenían para entender el prodigio de aquella mujer maltrecha, una prostituta más golpeada al amanecer, convertida por obra y gracia de unos tacones y su caminar en una Miss Venezuela sin corona.

Adriana tomó esta imagen como por el brazo y empezó a caminar con seguridad y con gracia. Edith la veía ir y venir desde arriba, asintiendo, con la satisfacción de una madre. Después descendió hasta donde estaba Adriana, al comienzo de la rampa.

—Haz un último viaje— le ordenó.

Okay— dijo Adriana.

Hizo perfecto el camino de subida. Al llegar al descanso, dio la vuelta como una modelo y comenzó a bajar, contenta, contoneándose, saludando a un público imaginario. A la mitad del recorrido, pisó mal y cayó. Permaneció en la misma posición de cervatillo, despatarrada, un par de minutos. Primero, para cerciorarse de que nadie la había visto caer. Luego, con una vergüenza total, cuando comprendió que Edith no se iba a mover ni pensaba ayudarla.

Adriana se puso de pie, se limpió el polvo de la falda y llegó hasta donde la esperaba Edith, con pasos temblorosos.

—Y supongo que al final le regalaste los zapatos— dijo Adriana, como si nada hubiera pasado.

—Sí, se los quedó. Pero así no termina el cuento.

Carolina detuvo, literalmente, el tráfico. Y de uno de los carros que se detuvieron a verla, se bajó un hombre que, por el modo tan familiar que tuvo de golpearla, sólo podía ser el hombre de ella.

El hombre la llamó «puta de mierda». Luego fue una bofetada. Luego, la infaltable agarrada por el cabello para tirarla al suelo. Y una vez en el suelo, dos puñetazos y una patada.

El hombre se levantó, trastabilló con pasos ebrios hasta el carro, lo puso en marcha y arrancó con violencia.

—¿Y tú qué hiciste?— preguntó Adriana.

—Nada. En esos casos, nadie puede hacer nada— dijo Edith.

—¿Y ella?

—Pues, se levantó, se acomodó el vestido y el cabello y se fue. Cojeando, adolorida, seguramente, pero hermosa. Se fue caminando, con mis zapatos puestos, alejándose por la calle hasta que se perdió de vista. No la volví a ver.

Regresaron a la Facultad de Humanidades. Adriana tenía que esperar para ver una clase a las siete de la noche. Edith ya se marchaba a su casa.

—Gracias— dijo Adriana, en el portón de la Facultad.

—Tranquila. Sólo recuerda una cosa: una mujer puede no tener hijos o puede no saber caminar en tacones. Pero las dos cosas no.

Adriana se la quedó mirando, esperando que agregara algo.

—¿Entiendes lo que quiero decir?— dijo Edith.

—Sí, claro.

Adriana subió por la rampa, con una puntada de dolor en la cadera, coordinando los movimientos, en cada pie una clavadista arriesgándose al salto perfecto.

En el pasillo, conversando con un profesor, estaba el muchacho que unas horas antes se había detenido a observarlas. Le pareció que lo veía a él también como por primera vez.

No había manera de no pasar frente a él.

Adriana tomó aire y caminó lo mejor que pudo. Cuando estuvo cerca, lo vio sonreír. Entonces volvió a escuchar las palabras de Edith y pensó que (quizás) sí había entendido lo que ella le quiso decir.


Foto de cabecera: CC John St John