Cuando J.A. Bayona y Mario Torrecillas entraron el aula de la escuela Corail-Cesselesse de Haití quedaron impresionados. «No había nada. Nada —dice Mario—. Unas cuantas sillas y una pizarra. Nada menos. Porque en aquel vacío, la pizarra se extendía como un lienzo». Los dos directores se miraron. Enseguida desenfundarían las cámaras. Era hora de filmar Haití.
J.A. Bayona, director de películas como El orfanato o Lo imposible, preparaba un par de superproducciones cinematográficas cuando la ONG Oxfam le propuso que les ayudara a concienciar a la gente sobre la importancia de la colaboración para el desarrollo, sobre todo ahora que el gobierno español había reducido en un 92% la ayuda exterior. A Bayona le interesó. Y al imaginar un hilo para su historia, pensó en Mario, su amigo desde hacía casi veinte años.
En 2008, Mario había impulsado Pequeños Dibujos Animados (PDA), un proyecto para acercar la animación a los niños permitiendo que ellos mismos diseñaran y ejecutaran cortometrajes con el asesoramiento de animadores profesionales. Pero, ¿qué tipo de pelis iban a hacer unos mocosos? Resultó que muy buenas. Tanto, que PDA saltó de los talleres municipales de Barcelona al circuito del Instituto Cervantes y el Ministerio de Educación español. De ese modo, el equipo viajó desde Polonia a Pekín; de Santo Domingo a Albuquerque, donde el propio Bayona se había animado a intervenir en un taller.
Como Bayona es un hombre convencido de las saludables propiedades de la creación artística, creyó que un terremoto de 7,3 en la escala Richter que había dejado 220.000 muertos y 300.000 heridos — además de un millón y medio de personas sin hogar— podía servirle para comunicar de manera muy gráfica algunas ideas fundamentales. Entonces pidió a Mario que ahora fuera él quien se sumara a su proyecto. «Tú haces tu pieza y yo la mía», le dijo Bayona. Es decir, PDA realizaría un corto con niños de entre nueve y trece años mientras el cineasta filmaba el trabajo de los animadores con la intención de contar la coyuntura en Haití desde una perspectiva original.
Al ver que el aula de clases estaba formada sólo por unas cuantas sillas y una pizarra, los directores decidieron que ya era hora de filmar Haití
De modo que ahí estaban, julio de 2015, con nueve días por delante, una enorme pizarra y quince chavales voluntarios esperando olvidarse un rato del campamento donde la mayoría se hacinaba, una especie de campo de desplazados diseñado para acoger a cinco mil personas y que ya concentraba a cien mil.
El pigmento zanahoria
El primer día, Mario observó unos papelitos hechos por los propios niños. «Era su carnet de identidad —dice—. Si no tenías identificación no podías salir a la calle y como allí no había instituciones que se encargaran de producirlos, la gente se hacía sus propios carnets». La primera jornada, Mario pidió a los chicos que continuaran dibujándose a sí mismos. Por la noche, los extranjeros volvieron a su hotel en Puerto Príncipe.
La mañana siguiente, a las puertas del colegio aguardaba una cincuentena de niños. Había corrido la noticia de que daban de comer a los alumnos del taller. «Pedí que se abriera la escuela a todos —dice Mario—. Dejarlos fuera era como negarles la comida». Así que unos cincuenta niños, los tres componentes de PDA (los animadores Emilio Martí y Abel del Castillo, porque Unai se quedó en España) y los siete del equipo Bayona empezaron a buscar historias.
Encontraron a Tigga. Tigga fue un reconocidísimo pintor de los años 70, famoso por estimular el interés artístico entre los campesinos haitianos. Bayona entrevistó a alguno de sus discípulos, como ese albañil que en el documental rememora el día en el que tras recibir una serie de instrucciones de Tigga, le dice al maestro:
—Usted no me ha dado pintura.
—Si los extranjeros no te envían pintura —cuenta que le respondió Tigga—, ¿qué vas a hacer?
Al concienciarse de que debía hallar alternativas para paliar la escasez, el albañil fabricó su propia pintura mezclando pulpa de remolacha, zanahoria, jugo de tomate, almidón e índigo. Hoy, ese alumno de Tigga ha visitado 61 países gracias a sus exposiciones artísticas.
Mario, otro virtuoso de la precariedad, históricamente amamantado por las ubres de una fantasía que le ha convertido en aguerrido superviviente —demostrando el alto contenido nutritivo de las ideas, porque hoy Mario vive literalmente de ellas— debía encontrar una solución a lo Tigga para realizar su taller y su película. ¿Qué tenía? Una pizarra. Decidió convertirla en pantalla de cine. La animación se realizaría directamente sobre ella. En cuanto a la historia… había detectado que, ante la ausencia de pelotas, en la calle se jugaba a fútbol-botella.
—¿Qué os parece —le dijo a los niños— si organizamos un campeonato mundial de fútbol-botella? El mejor equipo del mundo de este deporte es sin duda Haití. Así que haremos un telediario en el que se anuncie que Haití ha ganado el campeonato del mundo de fútbol-botella. ¿Qué os parece?
Las sonrisas simultáneas desvelaron cientos de dientes blancos, como si alguien hubiera apretado un interruptor.
«La idea —dice Mario— es que se den cuenta de que con nada se puede hacer algo. Que animando unas piedras puedes hacer la cabeza de un pez». Se les ofrecieron papeles, lápices de colores, material para dibujar. Los niños perfilaron jugadores, montañas, casas, botellas, porterías. Los recortaron. Los pusieron a actuar en la pizarra. «Messi está desolado porque no sabe jugar con botellas», escribió un chaval.
Decidieron convertir la pizarra en una pantalla de cine. Contarían la historia del campeonato mundial de fútbol botella. Se anunciaría que Haití lo había ganado
En el documental para Oxfam, Bayona pregunta a Mario dónde aprendió a hacer eso, a manejar a los niños tan bien.
—No sé —responde Mario—, voy haciendo. Gente con la que voy también me va enseñando.
Y es que, siempre que puede, el capitán de PDA incide en que «la cooperación no está muy bien entendida. Se tiene la idea de que tú das y ellos reciben. Pero en realidad ellos te dan muchas cosas y las recibes tú».
PDA empezó a asomarse al exterior de España en Jordania, donde los niños narraron la vida de un legendario beduino con fama de no haber salido nunca de Wadi Rum, y que seguía habitando en el desierto. Cuando el beduino escuchó que unos pequeños habían rodado un cortometraje sobre él, acudió al estreno en Ammán. Los animadores —que suelen ser tres por expedición y han ido cambiando a lo largo del tiempo— siguieron viajando a Cracovia, Tetuán, Santo Domingo… En Perú descubrieron a Flor Margarita, una niña de siete años «que era como Heidi —dice Mario—. Trabajaba en el campo y venía siempre con un perro que la esperaba en la puerta hasta que salía. Dibujaba increíble».
Como los niños de PDA disponen de absoluta libertad para crear, algún profesor, por ejemplo pekinés, quedó atónito ante el desmelene de su alumnado mientras en la argelina Orán un periodista señaló que lo que los chicos explicaban en su corto hubiera resultado impensable en cualquier informativo nacional. Orán: la ciudad sucia y maravillosa fue el título de una obra con aires de documental de denuncia —«No me gusta rezar» es una de sus frases estrella— que sitúa a los niños en una posición de informadores capaces de hurgar donde muchos adultos no se atreven o adonde simplemente ya no saben llegar.
Mario subraya que PDA se ha revelado como una ventana para mostrar la actualidad infantil global. Ahí está su taller con hijos de trabajadores de Airbus en Toulouse, donde a la mayoría de participantes se les habían separado los padres. En un hospital cordobés trabajaron con chavales que esperaban transplantes de médula. Y en Washington comprendieron que a seis kilómetros de la Casa Blanca también puede levantarse un barrio de barracas habitado por salvadoreños. PDA recoge la diversidad del mundo en unas imágenes manufacturadas por las almas más limpias sobre la Tierra. Y entonces es cuando Bayona pregunta a Mario cómo ha llegado hasta aquí. Cuál es su relación con el cine, la creatividad; los motivos de su devoción por la pureza.
—Con trece años dejé de ir al cole —dice Mario—. Me refugié en el cine. Mi madre se suicidó cuando yo tenía catorce. Fue como un desastre. Un golpe tan fuerte hace que te aísles y busques una escapatoria.
PDA recoge la diversidad del mundo en unas imágenes manufacturadas por las almas más limpias sobre la Tierra: las niñas y los niños
Descubrió el taekwondo. El tres veces campeón de Catalunya y dos subcampeón de España Mario Torrecillas tuvo un entrenador que hacía cine amateur y solía ir a la Filmoteca. Él le inició en el cine. La falta de formación escolar fue compensada por una avalancha de ideas e imágenes que tardó años en decodificar de un modo práctico. Fueron años de descubrimiento e incertidumbre, de una navegación firme aunque sin destino definido, si bien las brumas se fueron despejando, las ideas se asociaban de manera natural y un día, sin darse cuenta, dio a luz a uno de los proyectos más hermosos que conozco, con la distinción, además, de ser un proyecto cien por cien Mario.
«Cuando veo a Mario veo a uno más de los niños de la clase», afirma Bayona de su amigo, al que define como «todo un personaje. Es caótico, desorganizado y un poco bruto. Pero también una persona extremadamente sensible que sabe mirar a los niños a su misma altura».
Mario no sabe dibujar «pero me gusta ver dibujar. Mi incapacidad me provoca admiración, curiosidad hacia ese talento… y pongo las condiciones para que todos sigamos disfrutando de ello».
Ahora confía que su hija Emma de cinco años empiece a ayudarle «pronto». Mientras, sueña un taller con niños refugiados y otro que muestre cómo el atletismo puede convertirse en un modo de vida para algunos chicos. Siempre guiado por el principio de «abrir la animación española a todos haciéndola participativa, y no ese lugar endogámico en el que unos cuantos, los mismos de siempre, se dedican a copiar a Pixar».
¿Qué quiere decir «participativa»? Actualmente, PDA colabora con el departamento de enfermedades tropicales de las Drassanes de Barcelona. Allí hay un médico experto en hepatitis al que le gusta dibujar y es él mismo quien está haciendo los dibujos para el audiovisual que preparan. «Que un médico pueda hacer su propia animación. Eso es participar», indica un Mario especialmente optimista después de la experiencia haitiana, porque «ese taller nos descubrió que el proyecto está tan fuerte que puede ponerse al servicio de nada». De nuevo, Mario dice un «nada» atestado de sugerencias. Un «nada» que en Haití se transformó en «algo» capaz de alegrar durante unos días la vida de medio centenar de pequeños aunque, como Bayona recuerda al final del documental que ya forma parte del patrimonio Oxfam, «el arte ayuda pero no es suficiente. Estos niños no disponen de una sociedad que les brinde las oportunidades que Mario tuvo». Y añade que «estos niños, como millones de otros niños en todo el mundo, también tienen derecho a tener su oportunidad».
Por eso, él y Mario viajaron a la isla. No es suficiente. Pero, como dice Mario, «hemos hecho un movimiento. Otro movimiento. Se trata de que los niños brillen con sus propias actitudes, al margen de unos recursos materiales que a menudo no tienen. Nuestras pelis tratan de buscar destellos. Cuando los encuentras, te entusiasmas porque lo que brilla es una esperanza». ¿Qué recuerdo te traes de los días en Haití? «Los chicos se quedaron convencidos de que Haití es la campeona mundial en fútbol-botella. Quizá nunca habían experimentado algo así: ser los mejores en algo. No sabes lo divertida que les resultaba a esos críos la sensación de ganar».