Cuando su abuela le colocaba la mochila de Spiderman sobre los hombros, Tshepiso no tocaba el suelo. Después del tazón de leche del desayuno ya era un superhéroe. Caminaba con los pies a tres centímetros de la tierra, deslizándose por la calle hacia su escuela, en un barrio humilde al este de Johannesburgo, con el porte invencible de cualquier niño de seis años que viste de hombre araña.

Como era Spiderman, Tshepiso estaba listo para enfrentarse a todo; menos que dos tipos blancos le llevaran por primera vez al zoo.

No nos vio venir porque jugueteaba entre las piernas de su padre como si fuera un ratón. Habíamos quedado con ellos un sábado por la mañana en el Market Theatre del centro de Johannesburgo, frente al Gramadoelas («lugar remoto», en idioma afrikaans), uno de los primeros restaurantes de Sudáfrica que sirvió a clientes negros. Abierto desde 1967, en pleno apartheid, si los dueños excepcionalmente tenían reservas de personas negras o mestizas debían llamar a Pretoria para pedir autorización. Y no se la daban. La casualidad inició su desacato. En una reserva de un grupo de políticos estadounidenses blancos y negros, el dueño, Eduan Naudé, llamó a la capital sudafricana para pedir permiso, pero nadie contestó: ante la falta de respuesta, los anfitriones decidieron servir por primera vez su bufé panafricano a todos sus comensales, sin importar el color de piel. Situado junto al teatro, en el Gramadoelas comieron personalidades como Nelson Mandela, la Reina Isabel II de Inglaterra o las actrices Charlize Theron y Catherine Deneuve. 

En el parking del teatro esperaban Mophethe y Tshepiso bajo un sol radiante. Hacía calor, pero al chaval le habían encasquetado un gorro de lana azul en la cabeza. En cuanto salimos del coche, a Tshepiso le abandonó el valor de Spiderman.

«¿Pero qué demonios? ¡Los amigos de mi padre son blancos!», pensó.

Como era Spiderman, Tshepiso estaba listo para enfrentarse a todo; menos que dos tipos blancos le llevaran por primera vez al zoo

Mhopethe me había hablado mil veces de su hijo. Lo tuvo con una exnovia sudafricana cuando él tenía veintidós. Se hartaron de divorciarse a peleas hasta que se divorciaron de verdad y, cuando Tshepiso no tenía ni siquiera un año, lo enviaron a vivir con su abuela en una barriada negra a la otra punta de la ciudad. La madre, apenas una adolescente, no quería ni podía hacerse cargo de un bebé y Mophethe por entonces trabajaba todos los días del mes, sin un día de vacaciones, en una tienda de zapatos de Soweto regentada por un sudafricano indio. Así que enviar al pequeño con la abuela materna fue una salida natural.

Allí, Tshepiso nunca interactuó con blancos. Por supuesto vio a algunos en la calle o en la televisión, pero el barrio era pobre y allí todos sus vecinos eran negros o mestizos.

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A diferencia de la época del apartheid, cuando había distritos vetados a los no blancos, en la Sudáfrica actual todos los ciudadanos tienen libertad para moverse por donde quieran. Pero hay decenas de miles de personas negras que jamás han entablado una relación normalizada con blancos y, de igual modo, blancos que han vivido prácticamente ajenos al resto de razas, especialmente si ocupan las clases sociales más bajas. El escritor irlandés Bernard Shaw, irónico y astuto, decía que en el momento en el que un inglés empieza a hablar ya se sabe el sueldo que cobra. En Sudáfrica ni siquiera hace falta escuchar el acento, normalmente basta con ver el color de la piel. Aunque empieza a aparecer una incipiente clase media negra, veinte años después del fin del apartheid, una familia blanca sudafricana ingresa de media seis veces más que una negra.

Mophethe no le había dicho nada, así que cuando giramos por la calle que transcurre paralela al Zoo de Johannesburgo y empezaron a aparecer carteles con animales, Tshepiso dio un brinco en su asiento y abrió la boca por primera vez: «¡El zoo, el zoo!», gritó. Tshepiso había nacido en África, pero como la mayoría de chavales de su edad en cualquier rincón del mundo, sólo había visto elefantes, leones o jirafas en los libros de dibujos o en la televisión.

Aunque empieza a aparecer una incipiente clase media negra, veinte años después del fin del apartheid, una familia blanca sudafricana ingresa de media seis veces más que una negra

Como la emoción de ir al zoológico le había desatado la lengua, aproveché para preguntarle.

— ¿Cuáles son tus animales preferidos?— dije.

—Mis preferidos son el elefante, el león y la vaca —respondió—; pero quiero ver tigres.

Teníamos que correr para no perder a Tshepiso de vista. Brincaba de un lado al otro para ver a las gacelas, los rinocerontes o los elefantes.

—¡Mira papá, son muy grandes! ¡Mira papá, cocodrilos! ¡Mira, papá…!

Alucinó con el gorila de espalda gris, persiguió sin descanso a un pavo real macho y se lanzó cien veces por un tobogán en una zona de picnic. En cuanto descendía y ponía los pies en el suelo, corría con todas sus fuerzas hacia la escalera. Todas y cada una de las veces, se aseguraba de que su padre le estaba mirando antes de volverse a lanzar.

Mophethe le observaba desde un banco y adiviné un punto de tristeza en su mirada. Se había perdido demasiados años de su hijo, me confesó.

En Sudáfrica, no era raro que un niño se criara con las abuelas, aunque a menudo el motivo era más jodido. La epidemia del sida en el país, combatida con torpeza y lentitud por las autoridades, Mandela incluido, había dejado dos millones de huérfanos. África tuvo que salir al rescate. Miles de tías, abuelas o vecinas habían remplazado a los padres desaparecidos por la enfermedad y cuidaban a sus nietos o sobrinos, o a los hijos de amigas sin suerte. Algo similar ocurría en otros países golpeados por el VIH como Suazilandia, Lesoto o Zimbabwe, donde las abuelas del sida eran legión. Una vez conocí a una anciana suazi en Nkambeni, una aldea al norte de Suazilandia, que a sus 81 años, viuda y pobre, cuidaba de sus nietos de cinco, nueve y diez años. De sus nueve hijos, todos menos uno habían muerto de sida; así que ella vendía pasteles de calabaza en la calle para mantener a los chavales.

Otras veces, cuando había salud, era el trabajo, la distancia, la maternidad precoz o el desinterés paternal lo que llevaba a colocar a los niños en casa de los abuelos. Tampoco era extraño que dos hermanos se criaran con abuelas distintas en la misma ciudad y crecieran sin apenas verse. Tshepiso veía a su madre y a su padre muy de vez en cuando, pero había aprendido que, si su padre le recogía el sábado, algo bueno iba a pasar.

Por la tarde, después de devorar un perrito caliente ahogado en ketchup, Tshepiso se abalanzó contra la valla del foso de los guepardos. Escudriñaba con alma de Sherlock Holmes todos los rincones del recinto para ver si los veía. Pero nada.

—Tigres, tigres— repetía en voz baja, ansioso.

—No son tigres, son guepardos. Y son los mamíferos terrestres más rápidos del mundo — le expliqué con un punto de aguafiestas.

—Pues yo quiero ver tigres replicó.

—Sabes que en África no hay tigres, ¿verdad?

En cuanto acabé la frase, Tshepiso arrugó las cejas y miró a su padre.

—Está mintiendo, ¿verdad? —le preguntó.

Mophethe le acarició la nuca y, sin alterar ni una nota de su voz, respondió pausadamente:

—Xavi es blanco y europeo, y ellos no saben de animales africanos. ¿Tú qué crees? —dijo. Y luego me guiñó un ojo.

—Yo creo que en Sudáfrica sí hay— contestó Tshepiso.

Al fin y a cabo, Spiderman también existe porque los niños quieren; y porque creen.


IMÁGENES DE JÚLIA BADENES

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