Primero pensé que sufría de una leve cojera; que quizás una enfermedad le había provocado una parálisis en parte del cuerpo. Tardé cien metros en darme cuenta de que era miedo.
Cuando aquella mañana de noviembre Benoît salió por primera vez en seis meses de su escondite, hacía rato que habían sonado las campanas de la iglesia. Sacó la cabeza por la puerta, apoyo la mano izquierda en el marco y puso la punta de la sandalia derecha en la calle, si es que se puede llamar calle a la maraña de caminos de tierra y arbustos de Bouca, una pequeña ciudad en el norte de República Centroafricana. Luego movió el pie izquierdo y empezó a andar. Estaba fuera. Vestía bien: un pantalón gris de tela fina y un polo blanco con una línea negra en el cuello. Inició una marcha rápida, sin girarse.
Durante el último medio año de su vida, Benoît había estado recluido en el patio de la iglesia, el único punto de la ciudad que no olía a muerte. Bouca era un lugar fantasma en un país desintegrado. En marzo de 2013, miles de rebeldes habían bajado desde Chad hacia la capital centroafricana para dar un golpe de estado y destronar al presidente François Bozizé. Tras alcanzar el poder, la guerrilla musulmana Seleka, y también mercenarios árabes incontrolados, provocaron el terror con pillajes y asesinatos masivos. Con la mecha del odio y la venganza encendida, parte de la población negra —que es cristiana y musulmana, en su mayoría— se organizó en tropas populares Antibalaka y armó un contraataque contra la comunidad musulmana, fueran asesinos o no.
Cuando los combates entre Seleka y Antibalaka llegaron a Bouca, el miedo conquistó las calles. De sus 27.000 habitantes apenas quedaban cien familias musulmanas en una punta de la ciudad y, en la otra, unas tres mil personas, sobre todo mujeres y niños, en el patio de una iglesia de una misión católica italiana. El resto de la ciudad estaba vacía. La iglesia servía de protección para quienes no habían huido al bosque. Muchos de los que allí se refugiaban no habían salido de aquel recinto en meses. El motivo se pudría cerca: cada día se encontraban cadáveres degollados o con un tiro en la nuca en los senderos de los alrededores. Benoît era uno de los pocos hombres que se ocultaba en aquella iglesia. El resto había desaparecido entre los arbustos por miedo a ser ajusticiado o porque le empujaba el odio. Pero Benoît no era agricultor y no tenía un huerto donde huir, ni cazador con conocimientos de orientación para perderse entre la vegetación. Tampoco tenía alma para fabricarse una escopeta artesanal, colgarse un amuleto gri gri y echarse a la resistencia antibalaka. Benoît sólo era un profesor.
— Y los profesores ya no valemos nada—, dijo.
Benoît no dijo mucho más. En el escaso kilómetro de distancia entre la iglesia y su escuela avanzamos entre casas destruidas, vehículos calcinados y un silencio viscoso. Un día antes, en mitad de ese mismo camino por donde avanzaba titubeante Benoît, un chaval de unos diez años se había parado para señalar un lateral del sendero:
— Ahí, hace unos días, había un hombre muerto.
Cuando se apagan los disparos y los gritos, la guerra no es sólo miedo. También es un recuerdo insoportable.
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Benoît aminoró la marcha a cien metros de la escuela, un edificio alargado, de una planta, con las paredes de cemento y ventanales cuadrados. En lugar de cristales, las aperturas laterales estaban cubiertas por una cuadrícula de ladrillos que dejaba pasar la luz y el aire dentro de las aulas. Después de cerciorarse de que nadie se escondía en unos arbustos cercanos, Benoît se adelantó y se detuvo frente a una puerta con una placa blanca y azul: «CM-2», se leía. Era el lugar donde había impartido clases durante años. Abrió la puerta principal, doble y de madera, y desapareció en la penumbra. Junto a la entrada había dos pupitres destrozados y, en medio del aula, varios más, uno encima del otro. Las telarañas colgaban de todos lados. En la pizarra, aún se leía la última lección en francés: «El perímetro del cuadrado».
Por un momento, Benoît se quedó mirando la pizarra, con la mirada ausente. Sólo se oía el trinar de los pájaros en unos árboles cercanos.
— Solo pienso en la paz —dijo por fin—; la paz tiene que volver y así eso permitirá a los niños que vuelvan a la escuela.
Desde que empezaron los combates, las clases se habían interrumpido en toda la República Centroafricana. Miles de niños estaban en las calles sin nada que hacer. Si los combates se espaciaban, decenas de niños jugaban a fútbol o al escondite, siempre cerca de sus casas, chozas o refugios.
En realidad, el peligro no era ir a la escuela; en aquellos días, lo peligroso en República Centroafricana era estar vivo. Días antes de llegar a Bouca, en la ciudad de Batangafo, a Joseph Laurent, director de la escuela Baga 1, se le quebraba la voz al recordar a sus alumnos perdidos. «Los alumnos desaparecieron y ahora es difícil encontrarlos. A veces muy difícil. Muchos continúan escondidos en el bosque… Eso espero.» Laurent, que no recibía su sueldo desde hacía meses, había intentado reanudar las clases de manera voluntaria, pero la llamada a las aulas fue dolorosa: aparecieron menos de la mitad de los alumnos. «Los demás no sabemos si están vivos.»
Benoît tenía en el rostro la misma expresión de tristeza que Laurent. Cuidaba de su familia, que también vivía en el patio de la iglesia, pero no sabía qué había sido de muchos de sus alumnos, a quienes consideraba casi hijos suyos también. Antes de salir del aula, Benoît señaló con la mano un punto centrado y en lo más alto de la pizarra. Allí permanecía escrita en tiza blanca una fecha:
«Jeudi 21. Mars. 2013»
Ese día empezó todo. O acabó todo.
IMÁGENES DE ÁLVARO BARRANTES Y RODRIGO HERNÁNDEZ
UNA PRODUCCIÓN DE ALTAIRMAGAZINE.COM CON MUZUNGU