«¡Iaaa, iaaa, iaaa!….. ¡Vaaamos vaca!» Otro día más las voces espolean a la manada. Otro día más los graves cencerros envuelven el ambiente. Otro día más los bramidos no dan respiro. Otro año más amanece la trashumancia, que ha marcado la vida de miles de cabeza de ganado en el mundo, aunque cada vez tiene más difícil llegar al anochecer.
Aquellos caminos milenarios por los que circulan desde hace décadas, de abajo arriba y de arriba abajo, siempre la misma ruta, idénticas paradas y similares pisadas, se retuercen hoy entre carreteras, fincas, alambradas, pantanos e incluso las obras de un tren de alta velocidad que nunca llega. Las vías pecuarias, anacrónicas pero que siguen cumpliendo con su recorrido, se retuercen para no morir. Las pisadas, dos veces al año, de Sera, Félix, Federico, Carlos y sus cerca de 500 vacas nutren a esas rutas que marcan el interior de la península ibérica de una vida que se agota entre el empeño de los pocos vaqueros (las mujeres sólo acompañan algún tramo) de seguir siendo trashumantes. A pie. Paso a paso. Zancada a zancada. Trote a trote sobre los caballos. Dolondón a dolondón.
La velocidad es algo trasnochado. Aquí el ritmo lo marcan las becerras: madrugadoras, tenaces, lentas pero infatigables. A más de 20 kilómetros al día. La vista hacia delante, como todos los años. Porque las vacas no sólo miran pasar los trenes, fijas, sino que la métrica de sus horas avanza cual vagón. Constante. Entre la quietud y el desplazamiento.
El tiempo y el espacio pierden su sentido habitual y contemporáneo en esta vida nómada de cañadas reales. La necesidad de encontrar los mejores pastos para el ganado marca la no-rutina de unos vaqueros sempiternos que no hablan de trabajo, sino de vida. De oficio. De un camino que se saben como la palma de su mano, pero en el que cada amanecer es diferente al previo y al posterior. Nacidas en tiempos indocumentados y consolidadas legalmente en 1273 con el rey Alfonso X de Castilla, las cañadas son hoy una suerte de incunable donde se vertebra un rico patrimonio que aúna no sólo ganadería, sino cultura, tradición, economía, ecología y, recientemente, también turismo.
Las vías pecuarias, anacrónicas pero que siguen cumpliendo con su recorrido, se retuercen para no morir
«Yo no me aburro. Al contrario, se me pasa el tiempo volando. Estoy con las vacas mientras comen, me cojo un palo y me pongo a hacer cualquier cosa, y se han pasado las horas sin darme cuenta.» Serafín o Sera, nacido en Ávila pero ya mitad cacereño, lleva más de 30 años moviendo sus vacas avileñas entre tierras de Cáceres, Toledo y Ávila, entre las comunidades españolas de Extremadura, Castilla-La Mancha y Castilla y León, en una esquina del mapa en la que la omnipresente sierra de Gredos marca los latidos, las dehesas dan cobijo en invierno y las laderas montañosas son el mejor refugio en el estío.
«Mi hermana me dice que vaya trabajo esclavo que tengo… ¡Pero si ella tiene un bar!», comenta Sera sobre su caballo, entre sorprendido y burlón. Vive de aquí para allá, bajo su perpetuo sombrero de paja, la sonrisa siempre puesta, la piel color tierra marcada por el aire, la faja bien prieta a los riñones. Con los pies soldados a los estribos y las manos camufladas en el ramal habla lento, sin pausa. Son muchos años durmiendo (o intentando conciliar el sueño) al sereno, haya estrellas, sean las nubes amenazantes o llueva. Son muchas historias guardadas en las alforjas de los primeros tiempos o en el remolque que les acompaña ahora a modo de coche de apoyo.
La innovación ha llegado, pero sólo de reojo. Tienen móviles que facilitan la comunicación entre los de la vanguardia y los de la retaguardia del hato de animales, pero los problemas llegan a la hora de cargarlos. Tienen bebidas, pero hay que conseguir hielos cada día para enfriarlas y hacerlas soportables. Tienen sacos de dormir, pero una vieja lona y una manta son las mejores aliadas para aislar del traicionero suelo. A veces hacen sopa en un pequeño infiernillo que cargan para poder comer caliente, pero la dificultad de lavar los trastes obliga a compartir plato. Pozos, arroyos y pequeñas charcas, cuya ubicación conocen como si fueran un GPS en constante actualización, ayudan en el aseo diario. La navaja, siempre en el bolsillo. Cosas del ayer. Cosas también de hogaño.
La carretera como alternativa
Miles de cabezas de ganado, principalmente vacas y ovejas, se mueven cada año buscando el mejor alimento. Pero el violento viaje en camión, también caro, ha sustituido de manera casi completa al vetusto rito de la trashumancia. «La gente lo hace en camión. Yo no quiero eso, las vacas sufren mucho, es mucho estrés para ellas… Las que están mochas es porque algún año han viajado en camión.» Así justifica Félix su decisión de vida. «Y si van en camión, ¿qué hacemos nosotros? Esto es lo que yo tengo que hacer», sentencia sin dejar espacio a una nueva pregunta. Hay cosas que son porque sí. Son escasos los que continúan apostando por una labor que tiene muy poco y a la vez mucho de museo, de estudio costumbrista.
La estampa de rebaños de ovejas cual nubes de polvo avanzando se puede ver aún hoy en algunos puntos de España. Cuando hablamos de vacas, la tarea es más complicada. Ante la ausencia de estadísticas, los cuadros de Excel no sirven para explicar la trashumancia; pero son buenas las estimaciones de Julio Grande, especialista en patrimonio y turismo rural, quien lleva documentando esta actividad varios años: apenas cinco familias ganaderas en todo el país recorren distancias de más de 200 kilómetros trasladando vacas de la raza negra avileña, dura, fina y acostumbrada al movimiento.
«Estas vacas avileñas son recias; por eso me gustan más, es más divertido trabajar con ellas. Te hacen moverte, estar alerta. Con otras especies es más sosegado, son más tranquilas. Y si hablamos de ovejas…. Esas tiran para adelante y ya», explica Federico a lomos de su caballo. Hace años que perdió la cuenta de los días que ha estado en el camino, pero de pequeño llegó a pasar más de un mes seguido en el cordel —la vía tradicional del ganado, «de al menos 45 varas de ancho»— desde Badajoz hasta Ávila. Las historias, como el día a día, son constantes: que si a las vacas les prohíben beber en este pantano porque anida un pájaro, que si hay que llamar para ver a qué hora pasa el tren, que si unos chotos se han quedado rezagados, que si aquélla y la de más allá quieren irse por otra ruta, que si otra está enferma, que si un toro se ha muerto, que si hay que detenerse aquí para que descansen, que si la noche es mejor acá o acullá, que si tienen todos los permisos, que si paran, que si continúan.
Apenas cinco familias ganaderas en todo el país recorren distancias de 200 kilómetros trasladando vacas de la raza negra avileña
Saben que están en peligro de extinción, pero no se sienten protegidos. Las trabas burocráticas hacen que su oficio tenga también mucho de oficinas, de licencias, de papeles… De quebraderos de cabeza muy lejanos a las vacas. Esas 500 que se conocen a la perfección. Negras azabaches las mires por donde las miras, todas son distintas, con sus nombres y rasgos dispares, evidentes a los ojos de estos vaqueros que luchan cada día por ser, como lo han sido siempre, distintos al resto.
Las nuevas generaciones
En este cuarteto de hombres quizás el más distinto sea Carlos. Con apenas 19 años es ya todo un experto en las labores de la ganadería. Su voz pesa tanto como la del resto a la hora de tomar una decisión. No hay jefes. Son compañeros, amigos y también familiares. «Siempre he visto esto, desde chico. Cuando iba al cole les pedía que esperaran a mis vacaciones para hacer la trashumancia con ellos», recuerda Carlos. Su cara, aún no tan marcada por los rasgos de la vida, su vitalidad y tal vez su timidez son las señas de su juventud. Su veteranía queda marcada en el desparpajo de sus movimientos, en su fuerza sobre los caballos, en su manejo guiando al ganado. «Jamás podría trabajar en una oficina, me ahogaría.» La sentencia tiene sentido por quién la dice y también por el dónde: un lugar indeterminado y exacto junto al pantano de Navalcán, con la imponente sierra de Gredos y su pico Almanzor, cubierto de nieve, a modo de recordatorio de por qué trashuman: los inviernos allá arriba son duros. El pasto, alimento natural, desaparece en invierno. «Si uno es feliz hay que dejarle. Y Carlos lo es», respalda Félix, su padre.
Arriba y abajo. Aquí y allí. En un lado y en el otro. San Martín del Pimpollar, en Ávila, y Berrocalejo, en Cáceres, con paso por el puerto El Pico (1.352 metros de altitud) incluido, son los hogares de estos hombres que reparten cada año sus vacas en diferentes fincas de la zona norte de Extremadura, limítrofe con Toledo. Cuestiones sanitarias obligan ocasionalmente a que parte del hato pase el invierno en la fría sierra, y entonces los viajes de ida y vuelta son constantes. Los inconvenientes también.
«Tenemos allí 50 animales paralizados. Esto es una pena porque alimentarlos con pienso es muy caro. Este año subiremos lentamente para que coman bien por el camino. En Extremadura no podíamos aguantar más porque ya no había pasto, y queremos llegar el día antes del control.» El rato de la siesta, Félix saca un cuaderno y echa cuentas: calcula los días para cuadrar la fecha de llegada. Los números también tienen su importancia entre nómadas: la venta de los chotos, ternera avileña con denominación de origen, es el principal sustento económico pero a veces no cuadra. «Nosotros matamos una vaca para comer ternera, ¡el kilo vale en la carnicería 18 euros!», exclama sorprendido Félix.
«Pero yo no quiero ser rico, yo quiero ser feliz», sentencia poco después, en una de esas frases tan suyas que sirven para abrochar toda conversación. También el relato. Otro día más, caminan.