La primera experiencia «científica» (¿o fue religiosa?) que recuerdo tuvo lugar en clase de preescolar, en el viejo Grange Hall. Cuando los copos de nieve empezaron a caer, cautivadores, todos corrimos a pegar la nariz contra el cristal helado de las ventanas. La maestra, la señorita Hopkins, fue lo suficientemente sensata como para no frenar la emoción de unos niños de cinco años ante su primera nevada. Salimos al exterior, con botas y mitones, y nos reunimos en torno a ella. Sacó una lupa de las profundidades del bolsillo del abrigo. Nunca olvidaré la manera en que, en la lente de diez aumentos, los copos de nieve se esparcían por la manga de lana del abrigo azul marino, como estrellas en el cielo de medianoche. Su complejidad y detallismo me resultaron insólitos. ¿Cómo podía algo tan pequeño, tan corriente como la nieve, poseer una belleza tan perfecta? Era incapaz de apartar la mirada y aún hoy recuerdo la sensación de misterio y posibilidad que acompañó a esa imagen. Fue la primera vez, pero no la última, que tuve la sensación de que en el mundo había mucho más de lo que se mostraba a simple vista: contemplaba la nieve posarse suavemente sobre ramas y tejados con la certeza inédita de que esa blancura estaba formada por un universo de cristales estrellados. Maravillada, me pareció que atesoraba un conocimiento secreto de la nieve. La lupa y el copo fueron para mí un despertar, el comienzo de la visión: el momento en el que entreví que el mundo, espléndido ya, se volvía aún más hermoso cuando lo observamos de cerca.

Cuando los copos de nieve empezaron a caer, cautivadores, todos corrimos a pegar la nariz contra el cristal helado de las ventanas. La maestra, la señorita Hopkins, fue lo suficientemente sensata como para no frenar la emoción de unos niños de cinco años ante su primera nevada

Aprender a contemplar los musgos tiene mucho que ver con ese recuerdo. En los límites de la percepción ordinaria hay otro nivel de belleza. Allí se encuentran hojas tan diminutas y perfectamente ordenadas como un copo de nieve, vidas complejas y hermosas que pasan desapercibidas. En realidad, solo hace falta prestar atención, saber mirar. He comprobado que el musgo es un medio para trabar intimidad con el territorio, una suerte de conocimiento secreto del bosque. 

La lupa y el copo fueron para mí un despertar, el comienzo de la visión: el momento en el que entreví que el mundo, espléndido ya, se volvía aún más hermoso cuando lo observamos de cerca.

Tres décadas después de mi primer contacto con los musgos, llevo casi siempre al cuello una lupa de mano. El cordón se entrelaza con la correa de cuero de la bolsa medicinal, tanto metafóricamente como en la realidad. Mis conocimientos botánicos proceden de fuentes diversas: las propias plantas, una educación científica, la afinidad intuitiva hacia los saberes tradicionales de mis antepasados: el legado potawatomi. Consideré a las plantas mis maestras mucho antes de que la universidad me enseñara sus nombres científicos. Allí se entrelazaron los dos enfoques posibles para acercarse a ellas, sujeto y objeto, espíritu y materia, como el cordón y la correa alrededor del cuello. La botánica que estudié en la facultad arrostró los saberes tradicionales a los márgenes y la escritura me ha permitido recuperarlos, devolver esa forma de conocimiento al lugar que le corresponde.

En los límites de la percepción ordinaria hay otro nivel de belleza. Allí se encuentran hojas tan diminutas y perfectamente ordenadas como un copo de nieve, vidas complejas y hermosas que pasan desapercibidas

Nuestros relatos sobre el pasado remoto nos hablan de un lenguaje común compartido por la totalidad de las criaturas: los zorzales, los árboles, los musgos, los humanos. Hace mucho que olvidamos ese idioma. Por eso, para conocer las historias del resto de seres, tenemos que mirar, observar su forma de vivir. He querido contar la historia de los musgos, revelar la perspectiva de una especie distinta a la nuestra, pues sus voces apenas se oyen y tenemos mucho que aprender de ellos. Poseen mensajes importantes que han de ser escuchados. La científica que llevo dentro deseaba conocer la vida de los musgos y la ciencia constituía un instrumento esencial para contar esa historia, pero no suficiente. En la historia de los musgos han de aparecer también las imbricaciones. Nos tratamos desde hace mucho, ellos y yo. Al contar su historia, he llegado a ver el mundo del color del musgo.

Según la sabiduría indígena, una cosa no puede comprenderse hasta que no la conocemos con los cuatro elementos de nuestro ser: mente, cuerpo, emoción y espíritu. El saber científico únicamente confía en la información empírica del mundo, recopilada por el cuerpo e interpretada por la mente. Para contar la historia de los musgos, necesito ambos enfoques, el objetivo y el subjetivo. Estos ensayos dan voz deliberadamente a ambas formas de conocimiento, permitiendo que la materia y el espíritu caminen de la mano y en armonía. Permitiéndoles, incluso, bailar juntos.


Fragmento del libro, Reserva de musgo. Una historia natural y cultural de los musgos (Capitán Swing, 2023)

Imagen de cabecera, CC Giurgiu