La Habana es una ciudad llena. Hay, por todas partes, infinidad de cosas: coches, casas coloniales, pizzetas con queso dobladas entre cartones oleosos y servilletas, muchas caras del Che, muchas, muchas. Hay colores y basura que se amontona en alcantarillas y aceras rotas y que forma pequeñas montañitas de papeles, cáscaras de mamoncillos y latas de cerveza que tienes que salvar con un salto al cruzar la calle. Hay cables colgando por todo el cielo, que es muy azul, pero también negro y rallado, por los cables gordos, que van de casa en casa, de casa al palo de la electricidad. Está llena de mecedoras, todas muy iguales entre ellas, como talladas por el mismo carpintero, que se ven desde la calle porque las puertas que dan a los comedores de las casas —hay muchas casas— están siempre abiertas. Está más llena de música —porque la música llena— que cualquier otro lugar. Hay crucifijos, hay santos. Hay más coches que en otras ciudades: americanos, soviéticos, algunos repuestos con motores...


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