(O cómo no usar las guías para trotamundos)

La globalización y la sociedad red han generado unas formas de viajar y de conocer que obligan a contar desde otros puntos de vista y con una motivación diferente a la de «descubrir». En las crónicas de viajes lo importante ya no es el destino, sino la mirada del cronista que debe encontrar un tema clave y desde este punto de partida recuperar un territorio y reconstruir un espacio. El lector actual, también viajado, globalizado y leído, busca en una crónica mucho más que un itinerario de museos y locales. El cronista debe contarle los territorios desde sus conflictos, con la superposición de ficciones y no ficciones, lecturas (también cinematográficas, televisivas, virtuales, documentales) necesariamente presentes para entender los espacios que se transitan.

Lo importante de las crónicas no es el desplazamiento, sino lo que abordan, cómo lo tratan, cómo nos representan un territorio; cómo nos hablan del Otro y, por un juego de espejos, de nosotros mismos. Qué preguntas se nos plantean, qué nos preocupa, cómo revisan la historia, cuáles son las historias de vida que nos rescatan, la memoria, los testimonios; por qué suceden ciertos desastres no necesariamente  naturales; cómo trabajan y cómo se divierten otras gentes, nuestras gentes. En Níger, en Calcuta, en Hong Kong, en Moscú, en Lima, en Puerto Príncipe, en la provincia de Corrientes, en Argentina, en Nueva York, en Sidney, en Rabat, en Madrid, en Nueva Orleans, en Oslo, en Hawai… El cronista se nos presenta como una máquina de hacer y de hacerse preguntas porque, tal y como señaló Tomás Eloy Martínez (1997),

De todas las vocaciones del hombre, el periodismo es aquella en la que hay menos lugar para las verdades absolutas. La llama sagrada del periodismo es la duda, la verificación de los datos, la interrogación constante. Allí donde los documentos parecen instalar una certeza, el periodismo instala siempre una pregunta. Preguntar, indagar, conocer, dudar, confirmar cien veces antes de informar: esos son los verbos capitales de la profesión más arriesgada y más apasionante del mundo.

«No hay temas, hay autores. El punto es tener una mirada. La mirada de un tipo que sabe contar.» Así concluía la periodista argentina Leila Guerriero el debate sobre si hay temas específicos para tipos de periodismo. Otro argentino cronista fundamental, Martín Caparrós, subraya en «Por la crónica» que «mirar es central para el cronista» pero aclara una cuestión básica:

Mirar en el sentido fuerte. Mirar y ver se han confundido, ya pocos saben cuál es cuál. Pero entre ver y mirar hay una diferencia radical.

Ver, en su primera acepción de esta Academia, es «percibir por los ojos los objetos mediante la acción de la luz»; mirar es «dirigir la vista a un objeto». Mirar es la búsqueda, la actitud consciente y voluntaria de tratar de aprehender lo que hay alrededor (y de aprender). Para el cronista, mirar con toda la fuerza posible es decisivo. Es decisivo adoptar la actitud del cazador.

Digo: mirar donde parece que no pasara nada, aprender a mirar de nuevo lo que ya conocemos. Buscar, buscar, buscar. Uno de los mayores atractivos de componer una crónica es esa obligación de la mirada extrema.

Para contar las historias que nos enseñaron a no considerar noticia.

Lo importante de las crónicas no es el desplazamiento, sino lo que abordan, cómo lo tratan, cómo nos representan un territorio; cómo nos hablan del Otro y, por un juego de espejos, de nosotros mismos

Y lo cierto es que no existe un hecho que encuentre su forma narrativa; lo que existe es la mirada del periodista que detecta un asunto, un argumento, una trama. Que encuentra una historia fundamental, reveladora, donde el común de los mortales no ve nada más allá de anécdotas. O como dice el cronista mexicano Sergio González (ganador del premio de ensayo de Anagrama 2014): «Uno no elige los temas, los temas lo seleccionan a uno». Descubre un tema y se lanza a la calle, porque viene la labor del reportero, el trabajo de campo, el proceso de inmersión, la faceta etnográfica: estar, estar y estar en el terreno hasta hacerse invisible, hasta dejar de ser perturbador para ese otro, hasta convertirse, si es posible, en parte del paisaje. Estar, observar, entrevistar. Alberto Salcedo Ramos lo dice bien claro: «El cronista se forma ensuciándose los zapatos de polvo en su trabajo como reportero, se forma ejercitando la curiosidad y renovándola cada día, se forma sacando lecciones de la experiencia que va acumulando a través de los años».

Y el siguiente paso (por establecer un orden) es encontrar una voz personal, «intimista», según la denominaba Mark Kramer en sus «Reglas quebrantables para periodistas literarios»,

Tener voz significa tener un discurso medianamente competente y autorizado sobre un territorio, sobre un hecho, sobre una materia, sobre una verdad, sobre ese tema que escogemos o que nos ha elegido, que nuestra mirada ha detectado, ha encontrado y viene a constituir el eje central de la crónica. Tener la información, saber interpretarla pero, sobre todo, saber contarla. La voz del periodista ni juzga ni adoctrina. Interpreta una información e invita al lector en este camino para el que le suministra ideas y referentes.

Su voz nos guía y nos sumerge en un viaje. Nos acerca al Otro desde la empatía, o nos distancia irónicamente. Nos cuenta su realidad: la que documenta su mirada. Es esa mirada voyeurista, deseante, la que estructura los hechos, los espacios, y nos los presenta humanos, comprensibles, atractivos. Partimos de que nuestra visión de la realidad es un retazo, un fotograma, un frame. Sabemos que no hay otra mirada que la mirada consciente y que no puede dejar de ser subjetiva. Y seguimos, sin embargo, rasgándonos las vestiduras cuando emergen los términos «subjetivo» y «sujeto» en Periodística. ¿Quién si no un individuo puede mirar y ver correlaciones, relaciones causales? ¿Quién si no puede interpretar el sinnúmero de informaciones que recibimos constantemente? Desde el periodismo narrativo, este macrogénero de autor, se asumió hace tiempo esa subjetividad y no solo no se oculta, sino que se reivindica como la única forma honesta de presentar lo real para que deje de ser un desierto y se pueble de figuras y paisajes que lo doten de sentido. Y mirar, «con la concentración necesaria para prestar atención» —como dice John Berger (Mirar, Hermann Blume, 1987)— no es sencillo, ni siquiera es un acto natural, esta mirada se debe entrenar para que «prestar atención» se transforme en «conocimiento y comprensión». Y contar, explica Juan José Hoyos (Escribiendo historias, Universidad de Antioquia, 2003), consiste en crear una poética propia completamente necesaria cuando se afronta el problema de intentar «convertir la vida y la realidad en palabras».

De lo local a lo global (glocalización)

Toda crónica es un viaje, aunque sea por nuestro barrio. Toda crónica requiere un proceso de inmersión y un desplazamiento, si no físico, al menos psicológico. Son millones los desplazamientos que se suceden a diario: la práctica extendida del turismo por la clase media internacional. En 2013, según la OMT, en todo el mundo hubo 1.087 millones de desplazamientos turísticos, 52 millones más que en el año 2012. Migraciones económicas, sociales y culturales, asilos políticos, traslados por estudios, movimientos diplomáticos, financieros, invitaciones para impartir charlas, seminarios, ponencias y congresos académicos. Encuentros literarios, giras musicales, exposiciones itinerantes, maniobras de actuación de las ONGs, rutinas laborales de los corresponsales…

Y estos viajes hay que poder narrarlos, y no resulta nada fácil cuando recorrer el mundo se ha convertido en una experiencia nuclear, cotidiana; hasta vulgar. Un movimiento que puede ir desde la belleza y exotismo del paisaje, hasta la hostilidad de las transformaciones políticas, económicas, sociales y culturales. La mirada crónica articula estos territorios y nos devuelve realidades sustanciales. No dejan de mostrarnos el poder globalizador, homogeneizador, pero también las fuerzas localistas que emergen como contrapeso. Ese movimiento pendular entre lo local y lo global. Un localismo glocalizado, como señala Jesús Martín Barbero en «Nuevos regímenes de visualidad y descentramientos culturales» (en Reescrituras, Editions Rodopi, 2004).

Estos viajes hay que poder narrarlos, y no resulta nada fácil cuando recorrer el mundo se ha convertido en una experiencia nuclear, cotidiana; hasta vulgar. Un movimiento que puede ir desde la belleza y exotismo del paisaje, hasta la hostilidad de las transformaciones políticas, económicas, sociales y culturales

Conocer los lugares y dar testimonio de ello no resulta ya novedoso ni para los periodistas ni para los lectores. La cuestión ahora es cómo narrar el desplazamiento cuando se transita por contextos fragmentados, convulsos, mediáticos y lingüísticos. Con el dilema añadido que plantea la globalización y el asentamiento de la sociedad red que difumina los límites y sustantiva los espacios. No se trata para nada de un debate nuevo. En 1955 el antropólogo francés Claude Lévi-Strauss ya nos había avisado, en una lectura atenta de Tristes trópicos de que «el viaje ha terminado». Ya no quedaban «lugares no transitados». Ya no eran posibles «encuentros con el otro». «La aventura» ya no era un lugar «deseado» y pasaba a convertirse en una «servidumbre narrativa». El viaje —como se había concebido hasta entonces en la cultura blanca occidental— moría, al menos, hace 59 años, pero, entonces ¿qué nos queda a los que llegamos después? Seguramente solo nos queda, como escribe Claudio Magris: «el relato del propio viaje» (El infinito viajar, Anagrama, 2008).

Crónicas de viajes

La crónica de viajes, incluida por Albert Chillón (La palabra facticia. Literatura, Periodismo y ComunicaciónServei de Publicacions de la Universitat Autònoma de Barcelona, 2014) dentro de las grandes narrativas facticias, de hechos, «de dicción» en terminología de Gérard Genette (Ficción y dicción, Lumen, 1993), ha producido importantes obras en el tiempo. Es una herencia que recibe el periodismo desde la literatura testimonial y la historiografía pre-científica. Como toda mutación, el paso del viajero decimonónico al metaviajero actual no fue un proceso abrupto, sino condicionado por los tiempos. La definición de «metaviajeros» la encontramos en el escritor Jorge Carrión, en la revista Quimera de julio y agosto de 2007. Carrión aclara que hoy en día el viajero «no descubre un lugar, no ya para el mundo, sino siquiera para sí mismo. El metaviajero de nuestra postmodernidad última no va, regresa». Descendientes del flanêur decimonónico, los nuevos cronistas viajeros no descubren nada exótico: nos ofrecen una nueva posibilidad de reconocimiento de zonas del planeta que nos resultan lejanas y cercanas.

Viajar para contarlo se ha convertido hoy en un «plasmar, mediante fragmentos y episodios, la suspensión del tiempo del itinerario»  anclado en una experiencia creativa ajena al propio viaje. Los lugares y las personas solo son «etapas, pausas fugaces en un pasar por el mundo». A ese relato, a esa crónica, se le suma el movimiento del itinerario para que el viaje, ese contar historias, quede definido en la actualidad. Se trata de una «forma de atravesar el mundo y la vida haciendo experiencia» (Magris, 2008) que se comparte con lectores, espectadores o usuarios web. Una experiencia cultural. El viaje como forma de cultura. Así lo entiende y sistematiza Patricia Almarcegui en su estudio El sentido del viaje (Junta de Castilla y León, 2013).

Descendientes del flanêur decimonónico, los nuevos cronistas viajeros no descubren nada exótico: nos ofrecen una nueva posibilidad de reconocimiento de zonas del planeta que nos resultan lejanas y cercanas

Una de las tesis más completas sobre el significado del viaje en nuestra época la elaboraron en 2005 dos cronistas transterrados, Gabriela Wiener y Roberto Herrscher para la extinta revista Lateral:

El viaje de nuestra época no es de vuelta a un origen inmutable y confortable. Ya no hay Ítaca para que vuelva Ulises. En mayor o menor medida, hoy somos todos Eneas: dejamos atrás una casa y una identidad saqueadas y en ruinas, y buscamos, siempre hacia delante, un sueño nuevo y en construcción al que aferrarnos.

Y tras estas reflexiones nos asaltan las dudas, los interrogantes: ¿Cómo habla el cronista viajero de aquello que no se puede contar? ¿Cómo habla de sufrimientos insufribles, de hambres que no padece, de mitos que no conoce, de ideas que no entiende? ¿Cómo describe paisajes o situaciones o sentimientos que superan el entendimiento y que se le presentan muy a menudo cuando narra?

Miradas crónicas, miradas viajeras

Hay miradas como cronistas. Voces como sujetos. Periodistas como creadores. Crónicas que nos sumergen en lugares singulares, otras que nos trasladan a infiernos y muchas que nos cuentan los porqués de determinados territorios y vivencias, que escudriñan el entorno y nos presentan al otro que permite conocernos mejor. Algunos cronistas prefieren hacernos partícipes de la propia construcción del relato, como recurso literario para que no nos sintamos decepcionados con lo que vamos a encontrar. Y sin embargo, con esta sencillez nos embriagan, como Leila Guerriero en «Filipinas, un viaje al otro lado del mundo»:

Si alguien —si un periodista— emprendiera un viaje sin saber nada acerca de su destino salvo la temperatura promedio, la calidad de las playas y la ubicación de las zonas de alojamiento barato; si metiera en su mochila veinte libros, poca ropa y un equipo de snorkel; si eligiera la ignorancia como una performance o como una —mucho menos confesable— forma de la felicidad. Si, en fin, ese periodista se tomara vacaciones, y si esas vacaciones fueran en Filipinas, es probable que sucediera algo de lo que sigue a continuación.

Otros juegan con miradas ingenuas, pretendidamente incautas, como la que adopta el cronista Martín Caparrós en uno de sus mejores y mayores viajes, en El Interior (Malpaso, 2014). Estrategia que cautiva a aquellos con los que se topa en su camino, gentes del norte de Argentina, ajenos al bullicio y a los modos muchas veces impositivos de los de Buenos Aires, y que miran con cierto recelo a los de la capital. Y recurso narrativo también rentable para los lectores, porque resta arrogancia al viajero. Su voz hace eco en nuestro interior y de este modo empatizamos con lo que nos va mostrando en su nomadismo. Nos enseña costumbres como la de tomar mate y se cuestiona sobre la identidad:

Tierra de yerba: esto es tierra del mate. A mí me gusta tomar mate, pero además me emociona: me dan ganas de cuidar esta costumbre como a un gliptodonte bebé blandengue endeble desnutrido. La globalización es, sobre todo, el proceso de unificación cultural más extraordinario que la historia recuerda. Últimamente todos escuchamos la misma música, todos bebemos las mismas aguas con burbujas, todos comemos las mismas tortas de carne picada en un pan blando, todos usamos un raro invento germano —pantalones—. Por eso es tan extraordinario que una pequeña tribu persista en un rito que nadie más practica. A los habitantes de las cuencas del Paraná y el Uruguay nos gusta chupar un fierro calentito para que el agua que ponemos en un zapallo vaciado y agujereado salga con gusto a una yerba que le metemos dentro: un líquido amargo que nadie más entiende, un rito de compartir que nadie más comparte. Ya quedan en el mundo pocas ingestas tan locales.

La peruana Gabriela Wiener combina sinceridad y poesía. Crudeza expositiva y descarnada con una aguda e hiriente sensibilidad. Una cronista que se hace protagonista de sus crónicas y que pone el cuerpo en la línea de tiro. En la extinta revista Orsai, publicaba un singular viaje, «Un fin de semana con mi muerte»:

Todos tenemos tumbas desde las que viajar. Para llegar a la mía, debo ir al encuentro de unos desconocidos que van a llevarme en coche hasta un punto en la cordillera litoral catalana. El fin de semana formaré parte del taller «Vive tu Muerte».

Si bien la cronista no se resiste a ironizar en un primer momento sobre el taller y la incredulidad de sus participantes, en poco tiempo se quita la máscara preventiva y nos muestra los porqués de esta aventura en la que ha decidido embarcarse. Sus miedos, sus enfermedades, sus miserias. Luego, finalmente, se adentra como una tallerista más a experimentar con la muerte, a realizar ese viaje último sin subterfugios, sin complejos, sin prejuicios:

Empieza a dolerme la espalda y pido que me manipule el director. Viene y me retuerce el omóplato. El dolor es intenso. Me dice al oído: «grita, Gabriela, grita, ¿qué le dirías a tu madre?». No sé de dónde habrá sacado lo de mi madre, quizá de mi dibujo o del test de los valores, lo único que sé es que es efectivo. Yo suelto mi grito de niña, el de las noches demasiado oscuras, el de la soledad y el miedo: «mamá, mamá, mamáaaa». Lloro como una desgraciada. Lloro como no lloraba hace años. Lloro en estéreo. Lloro tanto que pienso que he venido aquí para deprimirme. Lloro y discurro por mis temas tristes. Lloro y pienso si podré dejar algún día de llorar como una niña.

La ironía y la autoparodia son dos modos también convincentes para profundizar en un viaje que se nos hace cuesta arriba. Como al cronista mexicano Juan Villoro en «Escape de Disney World». Ironía de la que se sirve para burlarse de la situación, adoptando cierta distancia. El cronista adopta la misma mirada que un crítico cultural de la Escuela de Frankfurt: ve «lugares comunes», «miedos del ciudadano capitalista» y síntomas de la alienación, no ve un parque de atracciones como sí lo hace su hijo:

Una vez pagada la entrada, los juegos son para todos y los padres se ven obligados a mostrar una excepcional tolerancia ante la caída libre y el mareo. Esto suele llevar a una división sexual de la diversión forzada: el padre asume la participación en los transportes suicidas, mientras la madre contempla con paciencia budista el no siempre agitado carnaval de las hadas y los peluches. Confieso que pasé por todas estas fases del lugar común y subí con mi hijo a un vagón vagamente vaquero que subió y bajó rieles en espiral hasta demostrar que la verdadera emoción consistía en recorrer de espaldas una rueda de trescientos sesenta grados. Mientras apretaba los dientes en lo alto, también me apretaba el pecho para que no se me cayeran las tarjetas de crédito. La imagen revela algo más que los miedos del ciudadano capitalista ante el desplazamiento inmoderado: Disney World te sacude como un muñeco de caricaturas hasta sacarte el último centavo

Otra opción pasa por la mirada taxonómica de Álvaro Colomer, que documenta, registra y ordena materiales en Los guardianes de la memoria (Ediciones Martínez Roca, 2008). Colomer se observa en el espejo para tomar aliento y narrar la historia de Auschwitz, un símbolo del horror del siglo XX. El cronista se queda estupefacto ante Zofia Posmysz, una superviviente de aquella barbarie:

En ningún momento, antes de emprender este viaje, mientras leías y leías y releías sobre el Holocausto y la invasión de Polonia, se te ocurrió que fueras a tropezar con una superviviente de un campo de concentración, y en este momento, cuando el padre de familia trata de romper el hielo haciendo comentarios sobre las delicias culinarias presentes en el menú, piensas en los motivos por los cuales no se te pasó por la cabeza la posibilidad de un encontronazo como éste.

También está la mirada doliente, compasiva y honesta de la cronista colombiana Patricia Nieto en Los escogidos (2012, Sílabas de tinta) cuando deja constancia del silencio atronador de las muertes violentas de los que llaman «pepes», los «muertos del agua» que emergen del río Magdalena:

Una vez palpados o vistos, los pepes no se olvidan. Si van entre las aguas y se quedan en la red es porque les han cambiado vísceras por piedras para que viajen a ras del fondo y nadie sepa que van por ahí. Si flotan, aunque sea en pedazos, es porque llevan un mensaje que anticipa el horror que sobrevendrá a quienes no obedezcan las órdenes de los amos de la guerra.

La discursividad homicida que nos enseñó Capote en A sangre fría y la mirada policial, detectivesca, que volcó narrativamente en la crónica Rodolfo Walsh con Operación masacre, también tiene excelentes herederos, como Javier Sinay:

Cuando llego a Palacios en busca de la historia del crimen de la familia Waisman, encuentro un pueblo de escasos seiscientos moradores, un pueblo dormido. Durante el viaje desde Moises Ville, y luego de pasar por un cementerio de autos oxidados a la vera de la ruta, escuché las quejas del remisero porque este camino, el mismo que le marcaron los agricultores italianos a los primeros podolier para que no se perdieran, necesita ahora ser asfaltado: los accidentes se suceden y los coches se dan vuelta. Ya en el pueblito de Palacios me cuesta recrear en mi mente un cuádruple crimen como el de 1897: hay tanto silencio, tanto aroma a flores (Los crímenes de Moisés Ville, Tusquets, 2013).

Un viaje gonzo
Extremar la tensión y mostrarse displicente tuvo su mayor representante en los reportajes del norteamericano Hunter S. Thompson. Periodismo gonzo es como se ha denominado esta fórmula: simbiosis sujeto-objeto, narrativa desbocada, verborrea discursiva, desfachatez, intromisión, drogadicción y desinhibición. Una actitud de enfrentamiento y una mirada cínica que perpetúa Robert Juan-Cantavella con su punkjournalism en El Dorado (Mondadori, 2008). Bajo la piel del periodista Trebor Escargot, lleva adelante un viaje comparable con Miedo y Asco en Las Vegas. Pero no a la cumbre representativa del sueño americano, sino a las profundidades del complejo vacacional Marina d’Or en el Levante mediterráneo. El Dorado rescata la psicodelia y el canalleo de la corriente gonzo y la traslada a territorio español, con las dosis de bizarrismo propio valenciano.

Y ahora, ciberperiodismo

La voz es la marca. La mirada, el sello. Visiones del mundo que cautivan nuestra atención, que se nos presentan como relatos, construidos desde los parámetros narrativos de la literatura pero con el apoyo documental y experimental del reporterismo.

Crónica, periodismo literario, periodismo narrativo, New Journalism, periodismo de largo aliento, Slow Journalism, muchas son las denominaciones para referirse a este macrogénero periodístico literario. Muchas aunque ninguna de ellas convence del todo. En cualquier caso, Internet y la comunicación digital, lejos de estar desterrando este tipo de periodismo, lo están potenciando con medios y revistas que aúnan la versatilidad digital (sus multiformatos visuales y sonoros) con la calidad de un contenido bien investigado y documentado, contado con destreza narrativa y con una mirada crónica.

Fotografía de cabecera de Laura D’Alessandro.