Chie parece una mujer calmada y segura de sus actos. Conduce demasiado rápido pero atenta a todos los detalles que van surgiendo continuamente a un lado y otro de la carretera. Hemos salido del centro de Kobe delante de la estación de tren, pero no sé hacia dónde nos dirigimos y tampoco se lo pregunto.

Rápido abandonamos el paisaje urbano, pero sin salir de las fronteras de la ciudad. Recorremos una estrecha carretera que sortea las montañas del norte de la región, cada tanto, gira la cabeza para buscar mi complicidad, pero yo solo puedo devolverle una mirada fugaz, estoy concentrada en los coches que se acercan precipitadamente hacia nosotras por el carril contrario.

Es profesora de Bellas Artes en un instituto, y la charla se anima compartiendo debilidades artísticas. Me confiesa su devoción por la arquitectura de Domènech i Montaner y le devuelvo el cumplido con mi admiración por los grabados de Shinsui Itô. Puede ser que el cumplido cultural suene a tópico, pero Chie habla desde el conocimiento y la sensibilidad, y esto me gusta.

—Por cierto, vamos a Himeji. Aún tardaremos un poco, ¿te parece bien? ¿Has estado en Himeji? —me pregunta de repente.

—Estuve hace doce años.

—Oh, entonces mejor vamos a la isla de Awaji.

A los pocos metros tuerce a la izquierda, tranquilamente, como si estuviéramos siguiendo el camino correcto desde el principio. Lo cierto es que tenemos que retroceder un poco para llegar al puente que une la prefectura de Hyogo con la isla. Pasamos un peaje y a los pocos minutos ya estamos encima del puente. Su perfección y el movimiento suave del coche hacen que me olvide completamente de Himeji.

A medida que nos acercamos a Awaji intento crear recuerdos con la cámara del mar que separa Kobe y Osaka de Awaji; del puente desafiando el agua oscura que pasa a toda velocidad; de la enorme estructura blanca donde estamos suspendidas. Lanzo a Chie, quizá, demasiadas exclamaciones de admiración, pues estoy disfrutando con el paisaje que van recogiendo mis ojos (y, desengañémonos, al fin y al cabo, soy una turista en Japón).

Hacemos un descanso en el área de servicio que se encuentra en la entrada de la isla, bajo una noria grandiosa. Con ganas de estirar las piernas bajamos del coche y contemplamos la bahía de Osaka, de donde venimos. El final del puente, ahora en Kobe, marca un punto de fuga que me incrusta la geografía de Japón en la mente. Chie me indica todos los puntos que le parecen relevantes: a la izquierda del puente, la ciudad de Akashi. Después, el puente y a su derecha, la única playa de Kobe, Suma. Se salta alguna que otra ciudad para resaltar Osaka y, curiosamente, también su aeropuerto, en medio del agua. A nuestra espalda, toda la isla espera.

Volvemos a la carretera y observo los cables de electricidad que cortan a trocitos el cielo y los bajos edificios. De fondo se ve un mar de color azul añil en continuo movimiento, creando múltiples destellos de un blanco brillante y agradable. Chie cuenta que en Awaji está el santuario de Izanagi, uno de los dioses más importantes del sintoísmo. Había oído hablar del mito de Izanagi e Izanami, pero no me acuerdo muy bien de la historia. Entre dudas lingüísticas me relata la historia de esos dos dioses, dos hermanos que se enamoraron y fundaron Japón.

—Ellos eran hermanos, pero se casaron. Eran dioses, no pasa nada.—Se ríe—. El día de su boda les regalaron una lanza decorada con joyas. Con ella, empezaron a remover el mar y así crearon Japón. La primera isla que crearon fue Awaji. Por lo tanto, ahora estamos en el origen de Japón—. Lo dice con el mismo tono con el que hace unos kilómetros me ha hablado de un supermercado conocido por ser muy barato. Me quedo unos segundos pensando en esta revelación.

En un momento queda atrás nuestro propósito de dar la vuelta a la isla para hacer exactamente lo contrario, dirigirnos a su centro, donde se erige el santuario considerado más antiguo de Japón, aunque solo sea una creencia tácita.

Como la isla es estrecha, en pocos minutos pasamos de largo las puertas del santuario. Mientras nos dirigimos al acceso principal, vemos por una de las entradas secundarias a un sacerdote blandiendo al aire una vara cargada de tiras de papel. Se pasea alrededor de un coche blanco, reluciente. A pocos metros, un matrimonio observa sus movimientos. La pareja ha pagado al sacerdote para que bendiga el vehículo nuevo y les aporte comodidad y seguridad. La túnica que viste es de tonos púrpuras. La luz del sol se refleja en ella creando infinitas gamas de color que van cambiando al compás de los movimientos oscilantes del sacerdote y desafían el blanco resplandeciente del coche.

Pasamos por debajo de un torii sencillo de piedra blanca (un torii es un arco tradicional japonés. Su función es marcar la entrada en los santuarios sintoístas, separando así el espacio terrenal del espiritual). Avanzamos sin prisa, disfrutando del aire que corre entre los árboles. Las personas que se han acercado al santuario se pasean tranquilamente por la zona. Tres niños tiran comida a las carpas desde un pequeño puente y veo como otra carpa hambrienta se acerca desde lo lejos. Una pareja se entretiene escogiendo un amuleto en la tienda del santuario. Un grupo de mujeres mayores se saca fotos por turnos al lado de otro torii, también blanco, que hay justo delante del edificio principal.

Chie me da unos golpecitos en el hombro:

—Este torii es muy raro de ver. Está hecho de piedra blanca y no tiene el palo de arriba curvado. Además, al palo de abajo no le sobresalen los extremos. Esto es porque está dedicado a una diosa y no a un dios. —Le hace una foto y añade: ¡Fíjate muy bien porque hay muy pocos torii de este tipo en Japón!

Observo el arco durante unos largos segundos y alcanzo a Chie delante de un árbol grandioso que parece estar observándonos. Es un alcanforero con dos troncos que nacen de una sola cepa; representa a Izanami e Izanagi y, por extensión, al matrimonio. Aunque ella ya ha estado en el santuario anteriormente, se la ve realmente emocionada al contemplar este ser majestuoso. Aparentemente inmóvil, parece un actor sosegado, interpretando su papel inconscientemente durante más de 900 años, en este complejo religioso en que cada elemento está escrupulosamente ideado. Como si de una infinita obra de teatro se tratara.

Chie da la vuelta al árbol con la mirada hacia arriba, repasando sus múltiples rostros.

Nuestros pasos se dirigen hacia el pabellón de las ofrendas, que conserva el color original de la madera. La pureza de los materiales enmascara un trabajo meticuloso, enteramente artesanal, que se ha repetido a lo largo de muchísimas generaciones y entre temblores de tierra. Esperamos nuestro turno para lanzar unas monedas dentro de la caja de oraciones y, en vez de rezar, doy gracias a un ente que solo existe en mi imaginación por este periplo improvisado hasta la raíz del archipélago. El sol, que ahora emana una luz más cálida, alarga nuestras sombras y nos invita a terminar nuestro viaje.

Dejamos el santuario por la puerta donde momentos antes hemos presenciado el ritual de bendición automovilística, llegamos al aparcamiento y nos metemos dentro del coche. Cuando Chie arranca el motor, observo su rostro. Sus ojos no se apartan de la carretera. De repente, pienso que parece como si ella hubiese viajado más allá del origen de Japón.