La isla de Bali, según el propio Lawrence Osbourne en su novela El Turista Desnudo, «es, probablemente, el destino más descontextualizado del mundo». Miles de turistas —algún millón que otro— acuden cada año en busca del paraíso, pero ¿es realmente Bali un edén? Porque, a día de hoy, ¿podría alguien dar una definición precisa de lo que es esta isla? Probablemente no. Ni siquiera los lugareños. Muchos de ellos aprovechan el tirón de este lugar sin creérselo demasiado. Bali es hoy un teatro en el que todos los actores conocen al dedillo el papel que deben interpretar: desde los famosos Kuta Cowboys que consumen sus horas complaciendo a mujeres australianas entre McDonald’s y pubs irlandeses hasta las bailarinas del Palacio Real de Ubud que representan el Barong Bengkal —danza clásica balinesa que explica el equilibrio de fuerzas entre el bien y el mal, aunque el primero siempre sea el vencedor en estas piezas— al ritmo de una melodía hipnotizante.

Como espectador de lujo se sitúa el turista, también el viajero. En este lugar no hay espacio para distinciones semánticas o literarias. Bali constituye un viaje en sí mismo, ejerce una fuerza magnética e incluso geográfica —muchos visitantes están convencidos que es un país— que todos quieren experimentar.

La realidad es que Bali forma parte de la República de Indonesia, formada por más de 17 500 islas y alrededor de 240 millones de habitantes y que cubre una distancia de más de cinco mil kilómetros de este a oeste, algo así como la que separa Londres de Teherán o la mitad del camino que tuvo que cubrir Walter Spies desde su Alemania natal hasta la ciudad de Bandung, en la isla de Java.

Spies, hijo de un diplomático alemán residente en Moscú durante la turbulenta segunda década del siglo XX, perdió su vida bajo las bombas japonesas en un buque de prisioneros que le conducía a la antigua Ceilán. Era el año 1942 y la tripulación tenía indicaciones de no evacuar a los pasajeros alemanes bajo ninguna circunstancia. Muerte por ahogamiento y botín de guerra para un ejército nipón que había invadido ese mismo año las Indias Orientales Holandesas (VOC según sus siglas en inglés) y había expulsado a todo aquel sospechoso de simpatizar con la cleptocracia instaurada por los holandeses durante tres siglos y medio en la Indonesia de hoy.

Como espectador de lujo se sitúa el turista, también el viajero. En este lugar no hay espacio para distinciones semánticas o literarias

La vida de Spies transcurrió en paralelo a los dos grandes conflictos bélicos del siglo XX: desde que durante la I Guerra Mundial fue arrestado por soldados rusos y confinado en Sterliamak, cerca de los Urales, pasando por el momento en que dejó atrás la inestable e insegura Europa de entreguerras poniendo rumbo al Lejano Oriente en 1923 hasta que se le perdió el rastro en el Océano Índico a la edad de 46 años.

El pintor y musicólogo, cuyos talentos habían sido plenamente reconocidos entre la aristocracia europea, alumbró Bali como una supernova. Durante casi dos décadas, Spies fue la persona que dio forma a la percepción orientalista que la gran mayoría en el mundo occidental tiene acerca de ella.

Spies recogió el testigo de Warren Hastings, un alto funcionario del Imperio Británico que a inicios del siglo XIX  trabajó en la recuperación del hindú como lengua primaria de comunicación entre la población de la isla, tal y como había hecho en Calcuta unos años antes.

Fueron las habilidades musicales las que permitieron a Spies llegar a la antigua capital de Java, Yogyakarta, y trabajar para el Sultán dirigiendo a una orquesta europea mientras fusionaba los sonidos del Viejo Continente con la música clásica tradicional indonesia, conocida como gamelan cuando se ejecuta mediante una orquesta, por la cual sentía tanta fascinación como por la fotografía y el tango.

Pero ¿qué conduce a nuestro protagonista a dejar su privilegiada posición y embarcarse rumbo a Bali? La respuesta, al margen de la invitación recibida por el Rey de Ubud tras un encuentro en el Palacio del Sultán, quizá resida en el hecho de que esta isla había sido la menos afectada por la colonización holandesa y aún mantenía viva gran parte de su cultura tradicional, «era considerada una especie de depósito museístico de la cultura javanesa ancestral» en palabras de Lawrence Osbourne. Es decir, tras la invasión árabe de la isla de Java y la conversión forzada de los residentes al Islam, las familias más prominentes huyeron a la cercana isla de Bali y reiniciaron la fe que habían desarrollado durante siglos, el hinduismo. Esta corriente filosófica se conoce como hinduismo balinés y, en la actualidad, es una versión suavizada de la que se practica en la India, aunque aún siga existiendo una división por castas y una fuerte resistencia a los matrimonios entre personas de diferentes estratos sociales.

Pero ¿qué conduce a nuestro protagonista a dejar su privilegiada posición y embarcarse rumbo a Bali?

Durante su reclusión forzada en los Urales de la que escaparía un año más tarde vestido como campesino, Spies perfeccionó las técnicas en el arte de la pintura que tiempo atrás había aprendido en Dresden. En su etapa de formación se inspiró en Klee, Hagard o Rousseau y expuso en salas de Ámsterdam y La Haya con cierto éxito. Fueron sus cuadros los que inmortalizarían por siempre a Bali como un vergel salpicado de cascadas, arrozales y danzas ancestrales con obras como El hombre sentado o El paisaje y los niños. Instalado en Ubud, en el corazón de la isla, fundó junto a nobles locales la Pita Maha Society, una suerte de cooperativa en la cual se fomentaban actividades y concursos para potenciar a los pintores locales y otorgarles cierta relevancia internacional exportando sus trabajos. Como dice el especialista Adrian Vickers «Spies convirtió Ubud, él solito, en la zona alternativa para el turismo más refinado, en el epicentro de un estilo de vida artístico». Hoy en día Ubud ofrece una estampa fragmentada, como un enorme puzzle imposible de encajar: un laberinto majestuoso de templos ocres fortificados por un millón de dioses que se levantan entre camisetas «Hard Rock Café» y sangrientas peleas de gallos en las que, como en el salvaje oeste, tan sólo puede quedar uno. La sangre ha de correr para evacuar a los «buta» —diablos— y calmarlos. Al fin y al cabo la gente debe tener una existencia pacífica y de paso llevarse unas cuantas rupias con las apuestas. Tradición y modernidad. El signo de los tiempos parece ser.

Spies, junto a otros artistas de su tiempo como Margaret Mead o José Covarrubias, siguieron el haz creativo iniciado por unos cuantos bohemios europeos que llegaron a la isla para envolverse de mística oriental en los años que Hastings era el gobernador pero acabaron ahogados en alcohol, fumando un cigarrillo tras otro y viendo la vida pasar con indiferencia. La danza, el cine o la pintura junto con la voluntad de la VOC de atraer cada vez más turistas, fijarían para siempre la imagen de Bali en nuestras mentes.

Siete décadas después, ni la inexistencia de largas playas de arena blanca con cocoteros inclinados sobre las aguas turquesas y cristalinas, ni la música ensordecedora que disparan los bares de Kuta desde la caída del sol hasta el amanecer, ni siquiera los asesinatos en masa de la década de los sesenta dirigidos por Suharto han hecho mella en la reputación de Bali como El Último Paraíso en la Tierra.


Imagen de cabecera, CC Dennis Sylvester Hurd