Creer que los habitantes de un territorio de más de 30 millones de kilómetros cuadrados son homogéneos es tan absurdo como, desgraciadamente, real. Es habitual leer o escuchar sentencias que se refieren a África como un conjunto único. Son ideas basadas en estereotipos que suelen esconder componentes racistas. Por suerte, contamos con la pluma de Boubacar Boris Diop, uno de los intelectuales referentes de este continente que contiene 54 países e innumerables matices.


En los años 60 hablábamos de buena gana de una África que se extendía del Cairo a Ciudad del Cabo. La expresión hacía referencia en el imaginario colectivo a un continente gigante pero uniforme a pesar de su extrema diversidad cultural. Nuestro profesor de geografía nos decía con orgullo que África podría contener a China, Estados Unidos, la India y Europa del Este, además de Italia, Alemania, España y Francia. Y añadía que por sí sola la propia República Democrática del Congo es tan grande como toda Europa Occidental. 

Es cierto que esta unidad se ha ido agrietando por todas partes a lo largo de las últimas décadas, amputando, para empezar, su componente árabe. Yo mismo viví algún tiempo en Túnez, y pude comprobar que allí me consideraban como un venido de la conocida como África subsahariana, un continente radicalmente distinto. Habría ocurrido lo mismo en otros lugares del Magreb, pero también en Libia y en Egipto. Estos países que muestran con todo su derecho su «sentir árabe», parecen más fascinados por una Europa que, aunque muy próxima, les está prohibida. ¿Este rechazo de su africanidad tiene que ver con el color de la piel? Sin duda, porque la negrofobia continúa siendo virulenta en las sociedades árabes. Las noticias de Catar o de Arabia Saudita nos lo recuerdan a menudo y sigue confirmándose trágicamente en el caos libio. 

Pero no es la única razón, porque los procesos de dislocación son menos raciales de lo que en principio podríamos pensar. En Sudáfrica, por ejemplo, a toda la parte del continente situada al norte de Limpopo (empezando por el vecino Mozambique) se le supone una pertenencia a un universo lejano y extranjero. Una anécdota ilustra perfectamente esta forma de pensar: en agosto de 2010 una sudafricana a quien pregunté en una cena si había tenido la ocasión de visitar Senegal me respondió con total espontaneidad —antes de rectificar— «No, nunca he estado en África». Esto no es todo: ¿quién tiene en cuenta que Madagascar, las islas Mauricio y Cabo Verde son miembros de la Unión Africana?

Estos alejamientos, inconscientes o deliberados, no deben, sin embargo, resultarnos chocantes, pues expresan la vuelta a lo real después de un largo periodo de romanticismo revolucionario. Durante las luchas de liberación nacional, la memoria de las dificultades vividas en común provocó que fuese imposible cualquier tipo de lucidez. Habiendo sufrido juntos la trata negrera y el colonialismo pero también racismo —que ha sido su causa y consecuencia— los africanos han debido seguir siendo solidarios contra el enemigo común. Han olvidado sus propias diferencias, a veces colosales. Esta amnesia, en cierto grado provocada, es tan destacable que no hace tanto tiempo que África, que era más un ideal afectivo que un conjunto físico, se expandía mucho más allá de sus límites geográficos. «África, guardo tu memoria» cantaba el poeta comunista haitiano Jacques Roumain. Las Antillas también se querían africanas y los negros americanos se rebautizaron como afroamericanos.

Hoy, medio siglo después del final de la noche colonial, la situación ha cambiado del todo. La evolución de las mentalidades es tal que podemos afirmar sin exagerar que sin una competición de fútbol —la Copa Africana de Naciones— los habitantes de los países africanos no oirían casi nunca hablar los unos de los otros. Sin embargo, nosotros seguimos percibiendo y siendo percibidos como los habitantes de un solo país. Me ha ocurrido que un europeo, después de saber que soy senegalés, me diga con una gran sonrisa que su yerno vive en Chad, pareciendo creer que por fuerza debo conocerlo.

¿Debe parecernos divertido? Sí, si nos apetece, pero no demasiado porque esta imposibilidad de distinguir los contornos de una realidad humana compleja implica los peores prejuicios racistas. Estos se fundamentan en estereotipos como «son todos iguales» que pueden convertirse en mortales. Esto es lo que hace de África, en el imaginario de muchas personas, el símbolo de la corrupción, las violencias sistémicas contra las personas vulnerables y de las luchas tribales particularmente sangrientas.

¿No es bien estúpido pensar así? De entre los países que componen África, podemos encontrar, como en todas partes, lo mejor y lo peor. Una persona incapaz de entender una idea tan sencilla debería empezar por cuestionar su propia inteligencia.