El experimento se realizó con escolares de España y Alemania. Se les pidió que dibujaran la boda entre una cuchara y un tenedor. Todos los dibujos de la escuela española eran similares: a la cuchara la vistieron de novia y al tenedor, de novio. También los dibujos de la escuela alemana eran idénticos. Con una diferencia. En este caso, la novia era el tenedor y la cuchara, el novio. El experimento lo contó Álvaro García Meseguer en julio de 2007, en uno de los últimos cursos de verano que impartió.

Él fue uno de los pioneros en hablar de sexismo y lengua. Su libro ¿Es sexista la lengua española? fue publicado en 1994. Pero la especialidad de este profesor del Centro Superior de Investigaciones Científicas no fue, como podría imaginarse, la Filología, sino el hormigón armado. Meseguer era ingeniero y una de las referencias del movimiento feminista en los años ochenta.

Pero, ¿cómo se explica que en un país la cuchara fuera la novia y en el otro, el tenedor, y viceversa? En alemán, «löffel» es «cuchara» y «gabel», «tenedor». Pero, contrariamente a la norma española, «löffel» es masculino, mientras que «gabel» es femenino. El experimento no dejaría de ser un divertimento si no fuera por la importancia que parece tener el género, también el gramatical, a la hora de configurar nuestra forma de concebir el universo que nos alberga.

El gramático Ignacio del Bosque elaboró en 2012 un informe sobre las muchas guías para usos no sexistas de la lengua, en el que hablaba de la falta de correspondencia entre género (gramatical, claro) y sexo. Ese informe fue ratificado por cuantos académicos acudieron al pleno que la Real Academia Española (RAE) celebró el 1 de marzo de aquel año. No seré yo quien enmiende la plana a los miembros de tan importante institución. Aunque es cierto que hay muchas palabras de género femenino que se aplican a varones —alteza, eminencia—, también es cierto que no es inhabitual, como en el caso de los escolares, relacionar las palabras de género femenino con las mujeres y las de género masculino con los varones.

De ahí la importancia de que uno de los primeros pasos que se dieron en este mundo de los lenguajes inclusivos tuviera que ver con las profesiones. En la primera mitad del siglo XX, las mujeres salieron de los espacios privados, de los hogares en los que vivían con «la pata quebrada» y se incorporaron al mundo del trabajo, primero tímidamente, y en profesiones consideradas «femeninas» y propias de su sexo. Pocos años después, y de forma más decidida, lo hicieron al mundo de la universidad y del trabajo, y ahí surgió la necesidad de enunciar las profesiones en femenino. No sólo las profesiones; también los cargos y la práctica de otras actividades.

La mujer tenía conquistadas ciertas parcelas: había lavanderas, enfermeras, costureras, bordadoras, cocineras, remendadoras… En esos primeros momentos, se crea la necesidad, hasta entonces inexistente, de expresar en femenino ciertas profesiones y oficios que antes ejercían ellos en exclusiva: carpintero, minero, juez… Y cuando las mujeres alcanzan esas plazas, se produce un chirrido en nuestro viejo oído castellano: esos oficios en femenino suenan raro —carpintera, minera, jueza—, pero suenan peor cuando se produce la falta de concordancia entre el artículo femenino y el nombre en masculino: «¡La carpintero!» Aquellas palabras que acaban en «o», dan el salto al femenino con absoluta rapidez y agilidad: carpintera, minera, herrera.

Otras, por el contrario, producen dudas que pueden confundirse con la timidez: ¿la jueza o la juez? ¿La presidente o la presidenta? El uso de este término en femenino es viejo, se introduce en los diccionarios de la Real Academia Española en 1803. Sin embargo, las juezas no son incorporadas al DRAE hasta 1992.

A pesar de ello, hace casi una década que se difunde un texto, de muy diferentes firmas pero siempre idéntico, con argumentos sobre la incorrección del término «presidenta». Es sorprendente la capacidad de quienes usan las redes para apropiarse de textos ajenos, atribuírselos y poner su firma en ellos, sin siquiera comprobar si son ciertos los datos que en ellos se exponen (lo vemos en este blog y en este diario). Por su parte, la Fundéu avala el uso de «presidenta» en este artículo.

A principios del XIX, la presidenta es «la mujer del presidente, o la que manda y preside alguna comunidad». Esto de que los términos femeninos en su primera acepción estén ya ocupados con otros significados, distintos a los de las palabras en masculino, lo vamos a encontrar en muchas ocasiones: «gobernadora» es la esposa del gobernador; «cancillera», una cuneta o canal de desagüe en las lindes de tierras de labrantío y «alcaldesa» es la mujer del alcalde.

Veamos la evolución del termino «alcaldesa» con detenimiento. La palabra se introduce en los diccionarios académicos en 1780. En un principio, la definición se refiere a «mujer del alcalde». La primera alcaldesa, Matilde Pérez Mollá, a quien por cierto se llamó «alcalde femenino», fue nombrada en 1924 en Cuatretondeta (Alicante, Quatretondeta en la actualidad). En 1936, los académicos introducen en el diccionario una segunda acepción en la entrada «alcaldesa»: «Mujer que ejerce el cargo de alcalde». Puede parecernos que esa definición, en la que la alcaldesa es presentada casi como una usurpadora que ejerce un cargo masculino, es fruto de la época, el primer tercio del s. XX. Sin embargo, se reprodujo sin cambio alguno hasta la edición de 2001, en la que el DRAE invierte el orden: 1. Mujer que ejerce el cargo… y 2. Mujer del alcalde. En la vigésima tercera edición, la última, la de 2014, por fin se recogen en la misma entrada «alcalde, desa» y comparten definición.

En otras ocasiones, el término o la locución están ocupadas por significados peyorativos. El «hombre público» es quien tiene proyección social o profesional, mientras que hace dos o tres décadas, cuando la presencia de la mujer en los espacios públicos no era tan habitual, la «mujer pública» era una prostituta; una «sargenta» era una mujer corpulenta, hombruna. A medida que las mujeres se han ido incorporando a la escena de lo social y a estas tareas, los términos se han ido desposeyendo de sus viejos significados, que han sido sustituidos por los usos actuales. Se han conquistado para el universo femenino. Es decir, se normaliza la situación y ya nadie se escandaliza si se trata a una política de «mujer pública».

En 1995, el Instituto de la Mujer, creado en 1983, afronta la elaboración de una guía para resolver las dudas que puedan generarse: Profesiones en femenino. En el año 2006, Eulália Lledó Cunill publica otra guía, Profesiones de la A a la Z. A pesar de todo, aún hoy son habituales usos como «la técnico», «la arquitecto», «la secretario», «la jefe de Estado o de Gobierno». Todos ellos son incorrectos, esto es, subvierten las normas del castellano. Da la impresión de que a ciertas personas les pareciera que el uso de esos términos en femenino degradará la tarea, como si tuvieran muy arraigada la creencia de que la arquitecta es menos fiable que la arquitecto o de que jefa sí, pero para lo pequeño; para el Gobierno o el Estado, «la jefe».

«Lo que no se nombra no existe» es el principio sobre el que se sustentan las propuestas para erradicar los usos sexistas de la lengua o, incluso, dando un paso más allá en ese territorio, de quienes hacen propuestas de usos inclusivos.

Si la lengua fuera una república ignota, desconocida, un territorio sin explorar, nos encontraríamos con que en ella habitan muchísimas personas que la usan y se comunican con destreza, que la transitan por grandes avenidas, sin reparar en sus muchos vericuetos, pasadizos y cavernas; que aprenden un camino que les sirve para alcanzar sus objetivos sin reparar en que haya otros destinos y pueden conquistarse sin fatiga. Si nos adentráramos en la lengua con la inocencia de quien vive en otro mundo y se comunica con claves distintas, habría muchísimas palabras, expresiones, significados, usos… que nos producirán sorpresa. De hecho, es habitual que quienes no tienen al español como primera lengua, quienes lo han aprendido en la edad adulta, nos hagan reparar en cuestiones curiosas sobre ella.

Una de las primeras paradas de ese viaje nos indica que las lenguas en sí no contienen elementos sexistas y que cualquier reproche en ese sentido debe dirigirse a quien la usa y no a la lengua. Es decir, podemos hacer usos sexistas de la lengua de la misma forma que podemos elaborar un discurso racista, androcéntrico o heteronormativo.

Decía Lázaro Carreter que los hablantes siempre hallan los recursos necesarios para evitar que los interlocutores malinterpreten lo que tratan de comunicarles. Y no cabe duda de que, por lo general, parecemos entendernos y comunicar aquello que deseamos. Convivimos en esa fantasía, pero es cierto que solamente se entienden quienes desean hacerlo. Dicho de otro modo: entendemos lo que nos dicen porque conocemos los contextos en que nos movemos y las normas mediante las cuales se rige la comunicación. Aunque esas normas puedan resultar muy contradictorias.

Mercedes Bengoechea, filóloga y experta en género, suele contar cómo aprende una niña de corta edad en la escuela que las mismas expresiones no siempre tienen idéntico significado:

 

—Los niños que hayan acabado la tarea pueden salir al recreo— dice la maestra.

 

La niña, quieta en su pupitre.

 

—¿Qué haces? ¿Por qué no sales?

 

Y la niña aprende que cuando la maestra dice «niños», también se refiere a ella, a pesar de que es niña. Pero en otra ocasión, la misma maestra dice:

 

—Los niños pueden ir ahora al lavabo.

 

Y cuando ella se levanta, la misma docente le pregunta:

 

—¿Qué haces? ¿Adónde vas?

 

Y así, se socializa en el aprendizaje de que determinadas expresiones de la lengua en género masculino la incluyen y otras no. Lo que está detrás es el uso del masculino como genérico, según las normas gramaticales del castellano. Es cierto, y los académicos están a punto de desgañitarse con el mensaje, que cuando hacemos uso del masculino, podemos hacerlo con la confianza de que incluye a mujeres y hombres; pero también es cierto que no siempre es así y que incluso podemos hablar de ciertos usos del femenino como genérico. Ahora, ¿quién establece que el uso del masculino genérico es lo suficientemente elocuente y claro y que no es necesario especificar que cuando se usa se habla también de las mujeres? Ante la duda, quien debe tomar esa decisión es la persona que habla y que desea que se le entienda con toda claridad. Probablemente, podemos encontrarnos que en su auditorio hay personas que entienden los mensajes a la primera y a las que no hay que explicarles que cuando hablamos de vecinos estamos hablando también de las vecinas. Pero ¿y si quien habla desea dirigirse y hacer explícito que se dirige también a las vecinas? ¿Y si quiere nombrarlas?

Está absolutamente normalizado que cuando alguien en un contexto formal y de cortesía desea saludar al auditorio lo haga con una expresión como «damas y caballeros» o «señoras y señores». Y todo el mundo tan contento. A nadie le resulta reiterativo ni pesado, pero si se trata de un político en un mitin, hay quienes consideran innecesario e, incluso, insidioso, que comience saludando a vecinos y vecinas.

Las palabras, como las metáforas del cartero de Neruda, son para quien las necesita y quien habla decide cuáles necesita. Dicho de otro modo, no hay norma académica que regule la intencionalidad de quien habla y se imponga sobre ello. Durante su último discurso navideño, el rey Felipe VI concluyó deseando feliz Navidad en todas las lenguas de España. Es de suponer que quería explicitar que se dirigía al conjunto de una ciudadanía variopinta que se expresa en distintos idiomas. ¿Por qué esas cortesías se pueden tener y se consideran aceptables e, incluso, deseables cuando se trata de lenguas, pero no cuando se trata de los sexos, o mejor, cuando se trata de incluir y visibilizar a las mujeres y dirigirse explícitamente a ellas? Es difícil de sostener que una norma gramatical lo impida o lo declare incorrecto. La necesidad expresiva atañe a quien habla y a quien escucha. Sin que se precise intervención ni juicio de terceras personas.

Esta defensa de la voluntad de quienes gustan de utilizar los dos géneros debe ir acompañada, en mi opinión, de la misma dosis de voluntad por dotarse de recursos para evitar que el discurso se plague de repeticiones cansinas (un ejemplo). Además, una vez sentadas las bases, mediante la repetición, de a quién nos dirigimos, es aconsejable que reine la prudencia y se eviten sonsonetes que con certeza aburrirán a quien escucha.

En la misma línea del chascarrillo de la niña que a veces es «niño» y otras no, encontramos la definición de «hombre» en el DRAE: «Ser animado racional, varón o mujer». Particularmente, se me hace muy indigesto tener que comulgar con esta rueda de molino. No aspiro a convencer a nadie, pero en realidad quien se comunica mediante la lengua debería construir su discurso de modo que se entienda solamente aquello que desea comunicar, y no las muchas posibilidades que la imaginación de quien escucha le posibilite elaborar. Esto es, si construimos el discurso de forma que pueda interpretarse en muy distintos sentidos, siempre habrá quienes lo interpreten en esos sentidos indeseados para quien se expresa. Esa acepción de «hombre» es la que nos aparece en frases como «El hombre del siglo tal calentaba su vivienda…». Por una parte se hace difícil pensar que ellas prefirieran el frío y, por otra, habida cuenta del reparto de tareas, parece más razonable creer que quien prendía el fuego, e incluso acarreaba la leña, era ella.

Detrás de tan antiquísima, y vieja, diría yo, definición, subyace esa actitud persistente en la Historia de invisibilizar las mujeres y sus logros.

En el año 2008, la ministra de Igualdad, Bibiana Aído, en una comparecencia parlamentaria se refirió a «los miembros y miembras» de la Comisión en que se disponía a anunciar la creación de un teléfono exclusivo para maltratadores. En ese momento, se desencadenó un terremoto de impredecibles consecuencias. En primer lugar, la acusaron de ignorante —e, incluso, de «ignoranta»–; en un segundo estadio, se llegó a decir que había sido deliberado, que era una táctica; después, académicos, científicos y gente de muy distintas áreas de conocimiento elaboraron informes, suscribieron comunicados, redactaron artículos, encargaron reportajes y entrevistas. Los miembros de la RAE decretaron que era incorrecto.

Aído se defendió —«Ha sido un lapsus»—, pero la ola del tsunami ya estaba en marcha. Ella, sin duda, hizo ese uso en el sentido de la séptima acepción: «Individuo que forma parte de un conjunto, entidad o corporación». Sin embargo, quienes más se indignaron, se preguntaban públicamente y en voz alta si debería decirse que las «piernas son miembras y los brazos miembros», en referencia a la primera de las acepciones del DRAE. Como quiera que sea, basta hacer una búsqueda en Google para comprobar que «miembra» aparece cerca de 200.000 veces. Parece algo más que una ocurrencia de una ministra. Dos años después de la polémica, la Fundéu recomendaba lo siguiente: «La Fundéu defiende que, aunque no es incorrecto y es un vocablo que se usa, es más adecuado emplear “miembro” ya que es válido para los dos géneros y su distinción aún no está reconocida».

Muy próxima a la preponderancia del masculino, encontramos el «femenino genérico». Su uso se debe a dos circunstancias: una primera, premeditada y militante, que propicia la circunstancia de una abrumadora mayoría de mujeres; y una segunda, muy cercana al lapsus de la ministra, que enuncia en masculino los colectivos relevantes y en femenino, los subalternos. El ejemplo claro es el siguiente enunciado: «Médicos y enfermeras secundaron hoy…». Probablemente, es indeliberado y difícil de percibir para quien no tiene las alarmas encendidas. De ahí que una búsqueda en Internet proporcione 6 veces más resultados en la secuencia «médicos y enfermeras», que en cualquiera de sus otras tres variantes de género.

Esa asimetría en el tratamiento de los dos sexos es otra de las trampas en que incurren quienes desatienden los usos inclusivos del lenguaje. Pueden ser de muchos tipos. En el mundo del deporte es habitual que los pares no sean simétricos. Por ejemplo, ellos son futbolistas y ellas «las chicas del equipo de balonmano»; ellos nadadores y ellas sirenas. Otra asimetría consiste en tratarlas a ellas de una forma aparentemente familiar que no denota sino superioridad: a ellas se les trata por el nombre de pila, el hipocorístico —Malena por Magdalena, Espe por Esperanza— y a ellos por el apellido, mientras que si se usa el apellido para llamar a una mujer no es infrecuente que venga precedido del artículo —la Merkel—. El par de hombre o varón es mujer; nunca hembra, que casa con macho.

En la comunicación oral, nos puede el deseo de hablar, de contar, de decir, y es casi más habitual incurrir en solecismos que estructurar las palabras de acuerdo a un orden y una concordancia. Miguel Ángel Bastenier, periodista, tiene escrito que los intelectuales franceses son los únicos que hablan como escriben. En este aspecto, una de las faltas de concordancia más habituales enlaza directamente con el androcentrismo, esto es, la creencia, consciente o no, de que los hombres constituyen el centro del universo, por lo que se mira el mundo desde esa óptica. O se narra en masculino. Por ejemplo: «Las personas de éxito… son agradecidos». En este caso es fácil de detectar, porque está muy cercano, pero no lo es tanto cuando los puntos suspensivos son una larga sucesión de características.

Mujeres y hombres aprendemos a hablar en la misma sociedad. Sin embargo, no hablamos del mismo modo. Esa niña, que a veces es niño, aprenderá desde muy pronto que sus compañeros varones toman antes la palabra en el aula, de la misma forma que invaden el centro del patio del colegio con juegos dinámicos, arrinconándolas a ellas en las orillas. Ahí conversan entre ellas y así se irá configurando una forma de expresarse. No es cierto que las mujeres hablen más que los hombres. En las reuniones profesionales, ellos no solamente hablan más veces y más tiempo, sino que interrumpen a las mujeres mucho más que a otros hombres y basta ver un debate televisivo para comprobarlo.

Las reivindicaciones de los usos no sexistas del lenguaje tienen su origen en los movimientos que reivindican los derechos de las mujeres, esto es, en los movimientos por la igualdad. Y como ha sucedido con tantas otras conquistas del movimiento feminista, una vez logradas para las mujeres, se extienden a otros colectivos. Por ejemplo, la licencia de maternidad, pensada para la crianza, la pueden disfrutar hoy papá o mamá. Del mismo modo, lo que en principio eran usos no sexistas, hoy son inclusivos, y abarcan a muchos colectivos invisibilizados en los discursos imperantes.

Les dejo con una frase de La amante de Bolzano, la novela de Sándor Márai: «Yo también he aprendido que es necesario utilizar las palabras con la mayor precisión posible para que adquieran valor. […] porque nada es más difícil que expresarnos de manera inequívoca, sobre todo si sabemos que nuestras palabras son definitivas».