Quien ha disfrutado de un banquete en Cerdeña no lo olvida con facilidad. La abundancia sólo se puede comparar con la fuerza de los sabores, y ésta a su vez con la insistencia habitual en el anfitrión para que repitamos otra vez más, por si acaso.

Sugiere el antropólogo Gino Satta en su fantástica etnografía Turisti a Orgosolo (Liguori Editore, 2001) que, por lo menos en el campo alcohólico, la hospitalidad exacerbada con la que se acoge al visitante esconde estrategias sociales profundas de defensa e interacción medida con s’istranzu, «el de fuera», de quien no podemos saber nunca bien qué intenciones trae —así que mejor atiborrarlo y emborracharlo—.

 

 

Sea como fuere, para propios y extraños, la cocina sarda despliega una variedad incontestable de sabores, desde recias carnes de caza hasta los dulces más trabajados, en un contexto mediterráneo donde el pan y el vino sostienen todo encuentro gastronómico. Para abrir apetito aquí se propone un menú posible; para cerrarlo, como mandan los cánones, tocará un vasito de fil’e ferru y un brindis: ¡A kent’annos!