No insisto más. El tiempo se hace demasiado extenso para sostener la simpatía hasta dar en el blanco: caerles bien, ganar el crédito de la duda sobre quién soy, qué hacemos acá, por qué nos vinimos. No es personal, a Yani y a Surayma también les pasa y eso que hace dos años que están acá.
Las mamis del colegio en que anoté a mi hijo apenas llegué a España tienen la habilidad de sostener la mandíbula igual que los policías de extranjería.
Mi defensa es el camuflaje: me transformo en un poste de luz gris y ahora la que no saluda soy yo. La buena migrante está cansada, dejó de teñirse el pelo y va en chanclas a dejar y recoger al niño.
Cruzo miradas con las que somos de afuera.
Natasha es de Ucrania. Su hijo va a otro curso, pero nos saludamos desde la primera vez que nos vimos.
Hablamos con la ayuda de un traductor online. Dejó su país por la guerra. Tenía una farmacia. Vive con otras familias en un piso de dos habitaciones. Va a la Cruz Roja por asistencia alimentaria. Su marido li...
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