Un pequeño jardín y cuatro cipreses rodean las primeras tumbas del cementerio de Alcalá la Real. Las tierras son arcillosas y apenas absorben el agua, así que todas las lápidas están empotradas en muros. Juan Carrillo avanza entre ellas hasta llegar a una explanada en la que despuntan varias cruces y en la que, dice, enterraban a los niños que morían antes de ser bautizados. Pero rápidamente gira la cabeza, da unos pasos hacia la derecha y explica que entre el último bloque de nichos y la pared encalada del recinto hay cientos de cuerpos:
—Aquí no hay diez ni doce ni quince. Aquí es que se suicida mucha gente. De siempre.
Juan Carrillo, mata de pelo blanco y voz quebrada por jadeos y alguna lágrima, aún tiembla sobre el suelo de hormigón de esta porción olvidada del cementerio: debajo palpitan los huesos de su padre. Nunca podrá extirpar de la memoria el día de agosto de 1963 en que Miguel Jiménez Rueda lo recogió en el cortijo para llevarlo a Mures, su pequeña aldea cercana a Alcalá...


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