«Cada persona lleva consigo un mundo hecho de todo lo que vio y amó,

donde entra sin cesar, incluso cuando recorre y parece habitar un mundo extranjero.»

Johann W. von Goethe

 

Escribimos sobre lugares donde viven o vivieron seres humanos. Y, demasiadas veces, donde malviven o malvivieron. Describimos lugares repletos de personas que deambulan, transitan, o impiden que otros lo hagan. El periodismo cuenta lo humano, aunque a veces lo que nos pasa y lo que hacemos sea increíble, aterrador y muy inhumano. Lo dijimos: escribimos de aventuras y de desventuras. Caminamos y descaminamos. Buscamos historias. Solo algunas. Las contamos. Las describimos. Elegimos y, al elegir, excluimos. Somos sujetos seleccionando palabras para explicar lo que creíamos que era importante, que valía la pena. Y esto que hacemos —sea desde Heródoto, sea desde el Acta Diurna que Julio César colocó en el foro romano o sea desde que la imprenta impulsó las gacetas del Mercurius Gallobelgicus en Colonia; sea antes o sea después— no es solo necesario. Es imprescindible.

El periodismo nunca ha estado en crisis. La crisis —de la que tantas veces nos han advertido— es una crisis de la manera de hacer. El periodismo fue y es importante. Irremplazable. La repetida crisis no solo eclosionó cuando cayó la publicidad. Primero nos alejamos de nuestros lectores. Luego lo convertimos todo en cruces de palabras. «Dijo que…». «Respondió que…». «Rebatió que…». «Amenazó con…». Ya lo dijo Caparrós cuando escribía, apenado, sobre el Periodismo Gillette: «Es ese periodismo que llega con ínfulas de superioridad moral porque les preguntan las cosas a dos o tres personas y balancean lo que dicen las unas y las otras y usan mucho la palabra fuente y, en general, escriben como si se aburrieran. Disculpe, señora Rosenberg, ¿usted qué opina del señor Hitler? Perdone, señor Hitler, ¿usted qué opina de la señora Rosenberg?». Este periodismo superficial, condescendiente, repetitivo, autómata y letárgico nos puso en el brete de tener que reflexionar sobre el cómo y el qué de nuestro oficio. Y, entre muchos errores, habíamos olvidado lo humano. Lo más sencillo y lo más importante: contar historias de personas. Cuando decimos que el periodismo que viaja para contar debe apostar por lo humano, lo decimos muy en serio. No se trata solo de quiénes hablan en los textos sino también de cómo hablan. Y se trata asimismo de los que no hablan. Aquellos a los que tornamos invisibles.

Me dice Xavier Aldekoa que el dolor y la alegría tienen algo en común: son muy difíciles de impostar.

«Quienes sufren injusticias o quienes se sienten felices, enamorados o eufóricos suelen expresarse con una transparencia inusual. Quienes aplastan al otro o quieren dominarlo son los primeros en buscar el silencio o el engaño para evitar responsabilidades. El horror de una guerra está en los gritos, que siempre dicen más que las corbatas de los despachos. Svetlana Aleksiévich cambió el periodismo porque empezó a preguntar por la vida.»

Para Aldekoa, las personas comunes, anónimas, son las más generosas en compartir ese tesoro —su historia y sus historias— con un periodista. El escritor Xavier Moret me cuenta que en sus textos viajeros el factor humano es básico. «No hay que contentarse con la descripción del paisaje, sino buscar historias humanas que enriquezcan el reportaje. En un tiempo en que, a través de la televisión y de internet, las imágenes de los lugares más lejanos ya son accesibles, hay que insistir en el tema humano».

Para Ander Izagirre, los periodistas solemos reducir a las personas, solemos encajarlas en algún arquetipo que nos viene bien para la narración.

«Por ejemplo: la pobre víctima sufriente. Eso también son orejeras. Si pasamos más tiempo con esas personas, aprenderemos que quizá son muchas otras cosas, además de víctimas sufrientes. La niña minera que protagoniza mi libro era una víctima, pero muchas cosas más: una persona que peleaba por los derechos de los menores trabajadores, una persona con inquietudes, esperanzas, peleas, ilusiones, una visión propia del mundo muy poderosa.»

La reflexión de Izagirre invita a entender que, en ocasiones, el periodista «no toma en cuenta otros detalles que se salgan del retrato en el que quiere encajar a sus protagonistas, pero la niña minera también va al cine cuando puede, también se lo pasa bien, también tiene planes. En definitiva, el periodista debe huir de relatos esquemáticos, simplificados, fáciles, y debe estar atento para recoger la complejidad de la vida».

Contar la vida no es una tarea fácil. Contarla sin dar protagonismo a lo humano puede parecer una haraganería o algo peor: una negligencia premeditada que busca silenciar. Y contar la vida es justamente lo contrario: es dar voz.

 


Fotografía de portada de Jordi Brescó

Pieza publicada en el marco del ciclo ‘Periodismo y viaje’

Fragmento del libro Periodismo y viajes, de Santiago Tejedor (Ediciones UB, 2021)