Me pasa que me quedo en blanco a menudo, esto es, necesito una palabra, miro en mi cabeza y tropiezo con la nada. Creo que lleva tiempo sucediendo, me di cuenta hace unos meses, al final del verano. Es ridículo, una pasa su vida hablando y un buen día se descubre desconfiando de las palabras, mirándolas con el mismo recelo que una emplearía con alguien que no le cae muy bien.
Empiezo estas líneas en un aeropuerto secundario. Un asiento en el autobús que me ha traído hasta él cuesta más o menos lo mismo que un asiento en el avión a la ciudad de mi infancia. Todavía la llamo mi ciudad a veces, aunque ya no la siento así. El aeropuerto está en obras desde hace tres años, pero antes el exterior ya era gris y estaba desangelado. Cerca de la única puerta de embarque no hay pósters de palmeras que prometen la felicidad en otra parte y, a mi derecha, una pareja le quita el papel Albal al bocadillo y chica y chico muerden el pan. Reconozco sin esfuerzo el acento y el tono de voz.
Mi casa es ...


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