La Humanidad es joven. La mayor parte de los habitantes del planeta aún no ha cumplido 30 años, pero en las noticias occidentales es otro dato el que se repite. «En cada vez más países desarrollados, grupos más pequeños de población joven deberán asumir gastos más elevados por persona para costear las pensiones y los servicios de salud de los grupos de población de mayor edad.» Lo dice el Fondo de Población de las Naciones Unidas y lo repica el Instituto Nacional de Estadística, que informa de que España está a la cabeza de los países más envejecidos: el 18% de su población supera los 65 años. Fernando es uno de los 8.442.427 españoles que engorda la «tasa gris», proporción de jubilados en relación a la población activa.

En la prensa de los años ochenta leo artículos donde aún los llaman «poder gris», pero la crisis que empezó en 2007 arrasó con muchas cosas, también con la calidad de vida de los pensionistas. Otra conquista arrasada fueron los viajes del IMSERSO, vacaciones subvencionadas que implantó el Gobierno socialista en 1986. Ese ocio a precio reducido permitió que mucha gente, por ejemplo mi abuela Concha, conociera el balneario de Lanjarón. Fue el primer viaje que hizo por gusto, a 145 kilómetros de su casa. «Mis primeras vacaciones las hice con 41 años», recuerda Fernando mientras esperamos un autobús en Guadalajara, donde de Alfanhuí no queda más que una guardería con su nombre. «Siempre te fijas en los más raros», dice mi padre al ver mi chasco y hurga en la herida al encontrar por su cuenta un busto de Camilo José Cela y ni un rastro de Ferlosio.

A la parada, bajo la que nos refugiamos de un sol que pica como un sarampión, llega un anciano a quien, sin dudar, dirijo la palabra. Antonio, de 88 años, contesta a todo como si hubiera venido hasta aquí no a coger un autobús sino a hacer una entrevista. Su aspecto, chupado y tostado, con boina y bastón, es muy normal, pero no su forma de expresarse: «Me falta un cacho de corazón», suelta sin temblar y mi padre me da un codazo con el que me recuerda mi olfato para lo excepcional.

***

«No perdono a Dios», afirma Antonio en referencia a la muerte de su hija, ocurrida hace unos meses. «Poco antes, se llevó a mi nuera. Con lo que yo la quería». Habla con un brío juvenil y no es lo extraño, lo es que exprese sus sentimientos con tanta apertura. «Hay una parte de la inversión emocional masculina que siempre ha sido dirigida hacia la épica, ya sea la guerra propiamente dicha o sus extensiones en la vida civil: la competición laboral, las rivalidades personales». Esta es una de las formas con las que el escritor Eloy Fernández Porta contrapone las viejas masculinidades con las nuevas. La vieja forma de ser hombre es la de Antonio que aún así, habla sobre su corazón desguazado con dos extraños. También lo es la de mi padre, a quien sólo he visto llorar cuando murió su hermano hace ya tres décadas. Mi madre también llora poquísimo, pero habla mucho. Fernando sólo si se le pregunta, por eso le pedí a mi padre una entrevista.

En ella me ha contado cosas como esta: «Los amigos más cercanos los tenía de chiquillo a más de medio kilómetro de casa. Mariano, Manolín y Toribio. Siempre íbamos los cuatro». No frecuenta a ninguno casi desde entonces. Antonio, que siempre ha vivido en Guadalajara, me cuenta que sigue viendo a sus amistades. «Con los que quedan, claro», dice sonriendo. Mis padres quedan con otras parejas que recuperaron cuando volvieron de una emigración que duró diez años, pero ninguno de ellos es amigo de Fernando en exclusiva. Cuando se jubiló, intentamos amarlo con más ahínco, pero no sirvió de nada. Ignorábamos entonces que la familia es, a su edad, insuficiente. Lo dice el New York Times basándose en un estudio que asegura que en la jubilación, pareja e hijos son importantes, pero lo es más tener amigos. «Alargan la vida un 22%». Mi madre tiene un círculo donde no es «mama», ni «cariño», ni «usted». Es Chelo a secas. Fernando tenía ese sitio en el trabajo.

Habla con un brío juvenil y no es lo extraño, lo es que exprese sus sentimientos con tanta apertura.

«¿Le costó a usted jubilarse?», le pregunto a Antonio, que trabajó de los 14 a los 65 años en un taller mecánico como chapista. «¡Qué va! Ya trabajé bastante y así tuve tiempo para mi huerto y mis nietecillos». Mi padre lo escucha y calla. Y yo, mirándolo con culpa, recuerdo a Luca.

***

Luca es el pequeño Alfanhuí que yo también fui un día. Luca es el hijo de mis amigos Braulio y Cecilia. Es un niño tan real que a algunos les parece mágico. Dice cosas en las que me reconozco y digo cosas en las que se reconoce y lo único que nos diferencia es que él no se sorprende porque no piensa en los 34 años que nos separan. Él entiende que aquí, hoy, estamos juntos y no necesita más porque no es poco. «¿Te gusta o te encanta?» me pregunta al ofrecerme una fresa recordando que un día yo le contesté así a una pregunta que me hizo cuando él apenas tenía edad para matices. «Me apasiona», le he dicho para que sume otra expresión a su vocabulario y así, la próxima vez que me dé algo, su pregunta se alargue de este modo: «Silvi, ¿te gusta? ¿Te encanta? ¿O te apasiona?» Y nos reiremos.

Ese día me despido de él estrujándolo, besándolo y pidiéndole por favor que no crezca tan rápido, pues cada vez que lo veo es un niño distinto y yo me hago un lío. Me mira, calla, achina los ojos anunciando una risa y me contesta: «Es que no te has dado cuenta, Silvi, pero yo no soy Luca». Sí, Luca es Alfanhuí, como yo lo fui un día y lo es porque hace cosas como ofrecerme piedras que ha puesto al sol para que me las lleve y me den calor cuando nieve. Yo tuve a su edad ideas parecidas. Creía que en el estómago había un apartado donde la comida podía volver a la forma que tenía antes de ser masticada. Pensaba sobre todo en muslos de pollo, que en mi imaginación volvían a ser redonditos y a tener piel. Era un espacio usado a voluntad y por eso creía que ese trozo de barriga debía ser la barriga en la que yo me cuajé.

«Toma, Silvi, guarda las piedras, que pronto hará frío». Recuerdo la cara de Luca diciendo eso convencido pero con un ademán cómplice, como si en su verdor intuyera que son los conscientes los que mejor imaginan. Lo veo en ese recuerdo, con su pelo rubio de bebé mutando en niño, creciendo ante nuestros ojos y sin decirlo en voz alta, pido perdón a Fernando por no creer ya en mis dos barrigas y darle un nieto.

***

«No consiento que a los inmigrantes se lo den gratis», dice Antonio sobre el tíquet de autobús que a él le cuesta 30 céntimos. Mi padre se suma porque desde hace un tiempo cree que la subsistencia se merece. «Toda la vida cotizando y tus hijos no tienen nada», dice Antonio. Fernando apenas ha hecho trampas y nunca nos deja sucumbir al victimismo. Siendo hijo de viuda pudo librarse del servicio militar y no lo hizo. La ayuda se solicita sólo si es necesaria, da igual que sea a un amigo, a la familia o al Estado. Esa era su idea hasta hace poco, pero la jubilación, la crisis y la corrupción política se conjugaron hasta hacerle sentir estafado. Por eso, hay días en que cambia sus ideas por otras como la que hoy arroja Antonio. Tiene salud, pensión y una casa hipotecada. Alguien pensaría que es suficiente, también él, si no fuera porque no es dinero lo que le quitaron su circunstancia personal y la histórica: fue la confianza.

Es un niño tan real que a algunos les parece mágico. Dice cosas en las que me reconozco y digo cosas en las que se reconoce

Fernando aprendió lo que era el ramadán en una obra. Sé cómo se comporta con sus vecinos, inmigrantes sobre todo. Y cómo se comportaba con los muchos compañeros que tuvo nigerianos, pakistaníes y marroquíes. Sé que Fernando no es lo que dice a veces, pero temo que alguien lo crea. Su discurso se ha nutrido estos años de tertulias de televisión de donde sacaba ideas como que el trabajo escaseaba por culpa de los extranjeros. Por suerte le duraban poco, generalmente lo que tardaba en toparse en la panadería con Mohammed, vecino suyo y ex compañero de trabajo, que ha padecido el desempleo, el subempleo y el empleo en negro con tres críos a su cargo. Para colmo, se estrenó en Internet, donde encontró sucedáneos de la información cuyas consecuencias los sociólogos temen para niños y adolescentes pero no para los mayores. Nunca lo vi más vulnerable que ante el ordenador portátil que le regaló mi hermano. De él sacaba medias verdades y aun y remedios para males que se agravaban cuanto más leía sobre ellos: calambres, ronquidos y también miedo. Por eso compró una taser, uno de esos aparatos que dan descargas eléctricas.

En plena crisis, con una televisión agarrándose mucho al drama y poco al dato y una red de redes manejada sin más herramienta que un teclado, vi a ese hombre de izquierdas escorarse a la derecha en su naufragio. Criticar con rabia, descreer de la justicia y buscar enemigos dentro y fuera de casa fueron sus válvulas de escape. Eso y amenazar con comprarse una moto.

***

«¿Me dejarán tener el cochecito en la cárcel?», dice el protagonista de una película de 1960 con guión de Rafael Azcona. El cochecito cuenta la historia de un anciano que anhela un vehículo de minusválido para moverse a su antojo. Como no se lo dan, roba el dinero y acaba en la cárcel, pero la historia original es menos entrañable. En el cuento, Anselmo envenena a su familia, que amenaza con llevarlo a un asilo, pero la censura franquista le cercenó ese brochazo corinto a la España en blanco y negro que retrata la película. A ese hombre que interpreta Pepe Isbert y patalea por su independencia me recordaba mi padre cuando hablaba de la moto. Comparaba precios, se prendaba de una con rayos rojos luego de otra color plomo… pero nunca daba el paso de comprarla. El cacharro le procuraba peleas con mi madre, con mi hermano o conmigo y concluí que esas dos ruedas imaginarias ayudaban a mi padre a expulsar sus demonios.

Su obsesión con la moto me resultó más llevadera cuando conocí los datos sobre alcoholismo entre las personas de la edad y la situación de mi padre. Fernando sólo toma vino y cerveza a veces y siempre comiendo, pero otros, muchos, sucumben a esa esclavitud en la última etapa. El último informe sobre consumo del Ministerio de Salud dice que la ingesta habitual aumenta con la edad, alcanzando el máximo en los hombre entre lo 55 y los 64 años. También dice que el de los jubilados es, con mucha diferencia, el grupo de edad donde hay más bebedores de riesgo que bebedoras. Otros estudios basados en casos prácticos de centros de salud primaria donde se suelen detectar los casos, alertan de que es un problema infradiagnosticado por dos motivos: son hombres que, por su educación, no hablan de sus problemas y porque a ese grupo de edad es el que menos atención prestan la sociedad, los servicios médicos y también los sociales. No pasa sólo en España. Alcohólicos Anónimos de México detectó que el número de pensionistas que solicitaba sus servicios había pasado del 3% en 2003 al 10% diez años después y el Centers for Disease Control and Prevention de Estados Unidos confirma que la mayoría de los consumidores en peligro tienen más de 65 años y que uno de los factores que desencadena la adicción tiene que ver con el modo en que se produce el retiro.

El de mi padre sucedió antes de lo esperado. La burbuja inmobiliaria y la recesión pararon en seco el sector de la construcción. Con 62 años, cerró la empresa donde trabajaba. Buscó y rebuscó un empleo mientras se negaba a redactar un currículo. Nunca le había hecho falta. Lo siguió intentando hasta que se le acabaron las fuerzas y el ánimo y adelantó su jubilación. «Ante la falta de actividad, hay personas que pueden sentirse incluso minusválidas», decía el informe mexicano. Fernando, a pesar de que sabe hacer más cosas que casas, prefería decir «inútil». Y lo decía tanto, que acabó por creérselo.

***

«En el futuro, las cohortes que alcancen la vejez serán más instruidas, tendrán más recursos para afrontar situaciones problemáticas», dice el CSIC en su análisis sobre el estilo de vida de los mayores de 65 en España. Mi padre estudió lo básico, yo tengo una carrera y media, pero juro por Shakespeare, Faulkner y Keats, que no tuve ni idea de cómo afrontar su tristeza, menos aún la mía al verlo. En España, como en Italia, Grecia o Portugal, el porcentaje de mayores que viven solos es menor que en el resto de Europa debido a la importancia que aún le dan sus sociedades a la familia. El estudio no habla de la soledad que sucede en compañía, ni de la inutilidad de la sangre para conocer a alguien y ayudarlo.

Sin más herramienta que un teclado, vi a ese hombre de izquierdas escorarse a la derecha en su naufragio.

Cuando estuvo tan angustiado, quise preguntarle a mi padre si estaba bien cientos de veces. Sólo lo conseguí en un par de ocasiones y apenas tuve respuesta. Me acuerdo de Antonio y me cuestiono si ese hombre que me ha confiado su corazón despezado, lo exhibirá de igual modo ante sus hijos. Fernando y yo hablamos de ese hombre varias veces de camino a Alcalá de Henares, donde accedo a darle tareas. Guiará con el mapa, pedirá algunas informaciones y se encargará de que lleguemos a tiempo. Le parece bien y desaparece para comprarse un bolígrafo y una libreta. Su buen paso y sus ganas, hacen que encontremos la calle Rafael Sánchez Ferlosio en un suburbio desolado antes de lo programado.

Al acabar el trabajo, nos sentamos en un banco y nos hacemos un selfie. Ríe, pero en la pantalla aún veo reductos de aquella tristeza y en mi bloc, pocas citas aprovechables de la entrevista que le voy a haciendo. No es su culpa, es del latido. Seguro que usted lo conoce. Se gesta con la sangre del padre —o de la madre— si se osa hurgar en sus adentros como haría con su amigo, su primo o su vecino. En un segundo oprime esófago y laringe. No dejar hacer preguntas importantes y existe para evitarle a quien pregunta verse reflejado o sentirse herido.


Ilustración de cabecera de Martin Elfman