Tarde o temprano iría a Srebrenica.

Era, de hecho, una de las pocas paradas indiscutibles en ese arranque emocional convertido en viaje que me llevó a los Balcanes aquel mes de Julio. Quería descubrir, responder, profundizar, ¿huir?… y me fui a ese enclave con el que siento una conexión irracional que aún a día de hoy sigo sin poder justificar.

«Mi niñez terminó de golpe una mañana cualquiera a principios de verano de 1991», escribía el esloveno Goran Vojnović en el inicio de su brutal novela Yugoslavia, mi tierra. Mi niñez empezó pocos meses después (desconozco si de golpe), y supongo que en algún rincón de mi cuerpo —¿Cabeza?, ¿Corazón?— me sentí interpelado por aquello de que, cuando una historia termina, otra empieza. Y yo vine a este mundo en un momento en que tantos balcánicos lo dejaban.

Tarde o temprano iría a Srebrenica.

Aunque parecía claro que mi viaje ahí debería esperar: yo aterrizaba en Sarajevo cuando ya caía el sol del 10 de Julio, víspera del día en que el memorial se convierte en punto de reunión de diez mil bosnios. Celo Mujetekić, un hombre muy fibrado que se sentaba a mi lado en el avión, me invitó a encajarme en la parte trasera de su Seat León junto con sus dos hijos, Melina y Ahmed, para acercarme al centro de la ciudad. Fue entonces cuando me anunció que llegar hasta Srebrenica sin transporte propio un 11 de julio era misión imposible.

Hay casualidades inexplicables en este mundo. Y lo que me ocurrió en ese momento sólo consigo describirlo así. Deslizaban paseantes por la ribera del Miljacka, y yo hacía lo propio con mi dedo sobre la pantalla del móvil. En esas vi una foto tomada en una carretera bosnia, subida por Maria, una chica con la que coincidí en un curso tantos años atrás. Contacté con ella y sí, se encontraba en Sarajevo; y sí, iba al memorial al día siguiente.

Muy temprano iría a Srebrenica.

 

 

Entre el 9 y el 11 de julio de 1995, el ejército serbio —comandado por Ratko Mladić— llevó a cabo una operación militar para ocupar la ciudad de Srebrenica. Sus habitantes se refugiarion en Potočari, una pequeña población situada a unos seis kilómetros al norte, donde las Naciones Unidas tenían una base. Las milicias serbias se hicieron con el control del improvisado campo de refugiados, separaron los miembros de las familias por género, mataron a más de 8.300 hombres y niños musulmanes bosnios y los enterraron en cientos de fosas comunes repartidas por los bosques de Kravica.

22 años más tarde me dirigía hacia Potočari en un coche conducido por Leila, una traductora de cuarenta y tantos años de edad y carácter muy seco. Hablaba de su gato de ocho kilos mientras comprobaba con brusquedad la viabilidad del enésimo adelantamiento imposible en plena curva. De milagro llegamos a Gostilj, el término municipal que separa Srebrenica de Potočari. A través de la ventanilla leí en un cartel escrito a mano: «5 km». Pensé que cinco kilómetros era una distancia considerable, hasta que me di cuenta que las siglas «km» hacían referencia al marco convertible bosnio. Cinco marcos era lo que cobraba un señor para que otro aparcara en su jardín, justo pasado el arcén de la carretera. No era el único: todos sus vecinos habían llegado a la conclusión que destrozar sus jardines les valía la pena; por el precio, pero sobre todo para facilitar la llegada de los miles de desplazados.

Nos encontrábamos en plena ola de calor, y sin ser aún las 10 de la mañana los rayos de sol hacían presagiar un ambiente asfixiante. La zona del memorial de Potočari es una enorme explanada que se extiende al margen diestro de la fina carretera; un área entre montañas casi sin cobijo. Identifiqué al llegar una fila de árboles que seguía el margen del camino, bajo la cual muchos se resguardaban por unos instantes del sol abrasador. Sufrían sobre todo las mujeres, religiosamente tapadas de la cabeza hasta los pies; algunas de ellas inventaban su propio cobijo bajo un paraguas y aprovechaban para sentarse entre las idénticas lápidas blancas, lo más cerca posible de algún ser querido asesinado más de veinte años atrás.

Había una mujer sin paraguas: sentada en cuclillas, tenía las dos manos ocupadas abrazando con fuerza el prisma rectangular de mármol bajo el cual descansaba su hijo, Mustafa Jahić. Lo ejecutaron a los 17 años de edad, con lo que —con mucha probabilidad— llevaba más tiempo bajo esa lápida que el que pasó con vida.

 

 

Es importante remarcar lo de «con mucha probabilidad». Mustafa Jahić murió en julio de 1995, pero esa no tiene porque ser la fecha de su entierro. Se lo intenté preguntar a su madre, pero no hubo manera de entendernos. Lo único claro es que los restos de su hijo fueron identificados con éxito en algún punto entre su asesinato y 2017, una suerte mayoritaria entre las víctimas del genocidio pero que para nada es tarea fácil. Según datos de la Comisión Internacional de Personas Desaparecidas (ICMP por sus siglas en inglés) aún quedan unos 800 cuerpos por localizar. Algunos de ellos se encuentran entre las 600 bolsas con restos humanos que descansan en los laboratorios de Tuzla, ciudad donde se desarrollan las tareas de identificación. La validación no es completa hasta que la concordancia entre los restos del cuerpo y los familiares vivos supera el 99,95%. Un proceso lento, costoso e incesante que ofrece a los más afortunados la posibilidad de enterrar, por fin, a sus familiares muertos, en un funeral multitudinario que se celebra cada 11 de Julio.

Ese año las víctimas identificadas habían sido 71. Sus cuerpos habían descansado durante las horas previas, como es habitual, dentro de ataúdes cubiertos por un manto verde, cuidadosamente alineados en el suelo de la nave industrial vacía que queda justo al otro margen de la fina carretera. Se repetía así la misma imagen de cada año, aquella que vi de pequeño, en blanco y negro, con esa nave repleta de féretros iluminados con tenuidad por los rayos que se colaban por las aperturas rectangulares de las paredes. Recuerdo cómo esa estampa me conmovió y fascinó a partes iguales: su composición, la luz, la perspectiva eran únicas; el mensaje que trasladaba era brutal.

Ahí me encontraba, en la misma nave industrial que tenía grabada en la cabeza: enorme, tétrica, vacía… fresca. El refugio de tantos en 1995 estaba ocupado ahora sólo por periodistas, quienes se resguardaban del calor infernal que caía al exterior. Un vigilante en la puerta prohibía la entrada a todo aquel que no llevase acreditación, anunciando una inminente rueda de prensa en el interior. Una rueda de prensa que jamás se celebró.

 

 

Salir al exterior fue como abrir la puerta del horno: una vaharada ardiente me golpeó el rostro. Rozaban los 40 grados y, a medida que las sombras se acortaban, los diez mil presentes se acumulaban en reductos cada vez más pequeños. Absolutamente todo el mundo llevaba la cabeza cubierta: las mujeres, con velo; los hombres, con gorras. Se repetían unas de color blanco que conmemoraban el aniversario de la masacre y que llevaban una pequeña bandera turca en el costado. Luego vi que las repartían gratis en una pequeña tienda donde también se ofrecían botellas de agua.

Comprendí entonces hasta qué punto cabía tener en cuenta la dimensión política de lo que estaba presenciando. Turquía quería ganar popularidad entre los islámicos, pero esa no fue la única bandera que vi. Cubriendo media docena de lápidas identifiqué banderas bosnias con el escudo antiguo, utilizado hasta 1998. Nunca fue aceptado por las comunidades serbias y croatas del país, y se considera un símbolo bosníaco, es decir, de los bosnios musulmanes. Reconocí también banderas iraníes en las enormes acreditaciones que llevaban dos observadores. Un hombre miraba con recelo la zona habilitada para los políticos en el acto. El enojo era abundante y dirigido hacia diversos actores: hacia Serbia por no reconocer el genocidio; hacia la comunidad internacional por el papel que jugó entonces la ONU; hacia los dirigentes bosnios por no destinar suficientes recursos económicos a las tareas de identificación.

Las fosas ya estaban cavadas e identificadas según una numeración que iba del 1 al 71. Las palas descansaban sobre los montículos de la tierra que a la postre cubriría los ataúdes. Todo estaba preparado para que 71 familias pusieran punto y seguido a su sufrimiento.

 

 

Llegó entonces el momento de la oración conjunta, y el tiempo pareció pararse por completo. Policías, fotógrafos, médicos abandonaron por un momento sus puestos de trabajo para engancharse unos con otros y clavar sus miradas hacia un mismo horizonte. Rompió el silencio una plegaria grabada que se propagó por todo el memorial, a la que siguieron todos los presentes con los ritos propios de la oración.

Coincidiendo con el final del rezo aparecieron los ataúdes, cargados en alto, por encima incluso de las cabezas de los porteadores, todos hombres. Yo clavé mis ojos en el féretro identificado con el 19; supongo que por ser el número que llevé durante mi accidentada carrera futbolística. Seguí la comitiva a una distancia prudencial hasta la fosa correspondiente, donde ya se había formado un círculo. Cada pequeño entierro tiene su propio imán y sus correspondientes parlamentos. En esos momentos hablaba el hermano del joven asesinado.

 

 

Paseantes se acercaban para mostrar su afecto, aun sin tener relación alguna con la víctima número 19. Se quedaban cerca, en silencio, mientras observaban como familiares y amigos clavaban, uno a uno, la pala en la tierra y cubrían lentamente el ataúd. Lo hacían con pequeñas cantidades, ofreciendo de esa forma a todos los presentes la posibilidad de participar en el acto. Pude ver en el rostro de un joven empapado en sudor un gesto de alivio tras pasar la pala a otro hombre. Llevaban más de veinte años esperando ese momento, aunque nunca quisieron que sucediera.

De pronto, el hermano de la víctima miró hacia mi posición y guiñó el ojo. Yo me giré y comprobé que el gesto se lo dedicaba a otro hombre, uno que se encontraba de pie justo detrás de mí. Me sentí invasor, quise apartarme, pero no pude: el hombre colocó su mano encima de mi hombro y me invitó a quedarme en el punto exacto en el que me encontraba. Presencié como la tierra caliente ocultaba poco a poco la caja, hasta hacer desaparecer el manto verde que la cubría. Me invadió una conexión con esa gente. Lo definió con acierto Guille Galván en uno de sus versos: «Fue tan largo el duelo que al final casi lo confundo con mi hogar».

La pala quedó clavada en el suelo y el entierro finalizó. Me giré justo para volver a ser parado por el mismo hombre, con el mismo gesto, esta vez con un poco más de fuerza aplicada sobre mi hombro. «Escribe bien todo esto que has visto», me dijo mientras clavaba su mirada en mis ojos.

Eso intenté.