Yo lo había visto.
Había visto los contornos suaves de sus playas. También había dormido en posadas destartaladas, rezado en capillas y caminado por muelles de madera que crujían bajo mis pies. Había visto a los indios wampanoag caminar desnudos, como acariciando el suelo, y a un capitán con pierna de marfil que gritaba, poseído por la ira, «¡hijos de la oscuridad!».
Había estado entre grandes tempestades y había sido engullido por lametazos de olas gigantes. Había visto una maraña de arpones y lanchas y maldiciones. Había ido a los Mares del Sur y holgazaneado en la cubierta del Pequod. Había remado hasta la extenuación con marineros de medio mundo con quienes había trabado amistad. Y había visto colas y lomos centelleantes de ballenas que a veces resoplaban a lo lejos y otras demasiado cerca.
Yo había visto arder lámparas de aceite de ballena en callejuelas adoquinadas. A hombres que fumaban en pipa y a otros que se zampaban con ansia guisos de chowder para desayunar, para comer y para cenar.
Yo había visto todo eso.
Cuando el ferry atravesaba la noche viscosa y se acercaba a las costas de la isla de Nantucket, donde el faro Brant Point guiña su luz roja cada cuatro segundos, todo eso regurgitaba en mi cabeza como una danza pegadiza: yo ya lo había visto.
***
Nantucket es una erupción de arena de 23 kilómetros de largo y tres kilómetros y medio de ancho apuntalados por tres faros. De aquí partió el Pequod, el barco imaginario en el que Herman Melville vertió las desventuras del Essex, el ballenero —real— que salió de estos muelles en 1819. Un año después, a casi cuatro mil kilómetros de la costa y en el ombligo del océano Pacífico, un inmenso cachalote de 27 metros y 120 toneladas lo embistió y astilló.
Owen Chase, uno de los 21 marineros que lograron sobrevivir al ataque del cetáceo, había relatado aquel episodio en Narración del más extraordinario y desastroso naufragio del ballenero Essex. William Henry Chase, el hijo de aquel náufrago que volvió a echarse a la mar poco después, le entregó una copia a Melville. Leyó y absorbió los tuétanos de la experiencia, y quedó tan fascinado por la historia que comenzó a entretejer la trama de Moby Dick aunque no hubiera pisado Nantucket nunca antes.
Lo hizo al año siguiente y junto a su suegro, un eminente juez de Boston. Porque cuando Melville descendió las escalinatas del barco en el puerto de Nantucket en 1852 aún no había caminado por sus muelles ni entre sus calles empedradas donde brotan los edificios firmes de los capitanes ni había visto los inmensos arenales que rodean los 130 kilómetros de costa. Pero su experiencia en un barco ballenero, las historias que había escuchado y las punzadas del texto de Chase le habían servido para describir todo aquello que había visto sin tocar. «Ved el punto exacto que ocupa en el mundo, cómo se halla lejos del litoral, más solitaria que Eddystone», escribió sobre la isla en Moby Dick. «Miradla: un simple collado y un brazo de arena; todo playa, sin fondo alguno».
Melville nació en Nueva York un 1 de agosto de hace 200 años. Su padre murió muy poco después de arruinarse y él, un joven que apenas se valía por sí mismo, trató de buscar una vida corriente. Trabajó en un banco, dio clases en un colegio y escribió en un periódico, pero pronto escuchó la voz de su sangre y tras una experiencia de cuatro meses como marino mercante —viaje a Liverpool, y vuelta— pensó que las aventuras en alta mar esquivaban los días laborables.
En diciembre de 1840 llegó a New Bedford, en el sur de la costa dentada de Massachusetts, y se enroló en el ballenero Acushnet, que partió al mes siguiente. La ciudad había tomado el relevo a la vieja capital mundial de la caza de la ballena, obsoleta en tecnología y profundidad para los nuevos barcos que la industria demandaba. Los toneles con espermaceti —el aceite extraído del cráneo de los cachalotes que servía como combustible para alumbrar el país— requerían de un mayor espacio en barcos de mayor calado y las eternas travesías languidecieron a partir de 1859, cuando el suelo de Pensilvania comenzó a supurar petróleo, sustituto del aceite de ballena.
En New Bedford el tiempo ha imprimido un carácter industrial poco agradecido a pesar de que su cogollo histórico sea National Historic Landmark District. Los coches rugen a escasos metros de las calles empedradas. Sí, el Museo de la Ballena está surtidísimo y el puerto, atragantado de barcos pesqueros y gaviotas, recuerda lo que sucedió aquí. Pero su perfil de chimeneas que arañan el cielo y el paisaje también sugieren (¿sugieren?) que el pasado se disolvió con saña.
Dos años antes del hallazgo del petróleo, sin embargo, New Bedford había tocado el cielo: en 1857, sus muelles esparcieron noventa y cinco balleneros por los mares de todo el planeta, la riqueza empapaba la ciudad y los padres «daban ballenas a sus hijas como dote». Un periódico escribió en 1861 que, de haberse repartido las fortunas del negocio entre todos los pobladores, cada habitante —cada hombre, cada mujer, cada niño— tendría mil dólares. Otro cálculo de 1852 afinó cómo quemaban el salario los marinos en la ciudad: en 37 licorerías y 21 prostíbulos.
Después, claro, encomendaban su suerte al cielo.
La Sociedad Portuaria de New Bedford para la Mejora Moral de los Pescadores, preocupada por esta Sodoma y Gomorra terrenal, había levantado la Seamen’s Bethel en 1832, pues las pasiones de los marinos suponían una amenaza para el puritanismo de un país en ciernes. Hoy, esa capilla es un edificio resplandeciente que mantiene su actividad religiosa. También su memoria: su interior está sembrado de placas que honran a quienes nunca regresaron. A Daniel Burns se lo tragó la mar a los 26 y a William Jay, a los 29. A Henry A. Swasey se lo llevó la fiebre amarilla a los 28 y el Capitán Swain se ahogó con 49 años.
Melville tuvo más suerte, y tras regresar del mar, pudo fabular lo que también había vivido en la capilla antes de embarcarse con 21 años. Y fue aquí, en esta sala de bancos pálidos, donde desmenuzó el histérico y lúgubre sermón del pastor Mapple a los marineros, anunciando así el sentido —la lucha contra el bien y el mal, las resonancias bíblicas— de Moby Dick:
Y Dios había dispuesto un gran pez para tragarse a Jonás.
En su viaje, el barco de Melville llegó a las Azores, cruzó el Cabo de Hornos y se detuvo en las Galápagos. Continuó hacia los Mares del Sur, donde él desertó y fue retenido por una tribu caníbal. Huyó, se volvió a embarcar, se amotinó, consiguió embarcarse de nuevo y alcanzar Hawái, donde trabajó hasta regresar a Boston tres años y medio después de su partida de New Bedford. El zurrón de su experiencia rebosaba. «Este es mi sustitutivo de la bala y la pistola», confesó en la novela, donde empleó el alter ego de Ismael para verterse a sí mismo en 135 capítulos (y un pequeño epílogo).
Melville tuvo más suerte, y tras regresar del mar, pudo fabular lo que también había vivido en la capilla antes de embarcarse con 21 años
Sus primeras novelas, Taipí y Omoo (1846 y 1847), donde escanció sus salvajes experiencias marinas, tuvieron un gran éxito. Pero fugaz. En Mardi (1849) ahondó en planteamientos filosóficos y el público, que solo buscaba aventuras rasas para huir de sus rutinas plomizas, no respondió igual.
Aquel éxito que planeó sobre sus primeros libros se alejó como el bamboleo de las olas que empezaban a mojar su nuevo proyecto. Empezó llamándolo «Ballena» y en sus páginas volcó en tromba, hasta vaciarse, sus últimos años de lecturas filosóficas, sus experiencias y su estudio de Shakespeare, además de un estilo y un carácter sombrío que empezó a esculpir y el cual confesó a Nathaniel Hawthorne, su maestro literario. «Lo que me impulsa a escribir está vetado: no da dinero», le escribió en junio de 1851, cuando trataba de rematar su obra magna. «Y sin embargo, por lo general», añadía «escribir de otro modo no puedo. Así que el resultado final es una chapuza, y todos mis libros son un estropicio».
Moby Dick fue un desastre comercial cuyo stock, por cierto, ardió en el almacén del editor dos años después de publicarse. En vida apenas vendió cuatro mil ejemplares, pero el tiempo, ay, el tiempo recompensó aquella indiferencia legendaria y el primer centenario de su nacimiento sirvió para –empezar a– reivindicar la novela.
A Melville, que había muerto amargado y enfermo, se le empezó a desempolvar el talento. Y a Nantucket, la isla encallada frente a las costas heladas de Massachusetts, le empezó brillar su pequeño barniz de gloria.
***
Durante siglos, los pobladores de la isla fueron los indios wampanoag, para quienes Nantucket encerraba su verdadero significado: «Tierra lejana». A cincuenta kilómetros de Cape Cod todo el mundo sigue repitiendo, como una cualidad única y exagerada, que este es un sitio «remoto».
Los primeros colonos cuáqueros se asomaron por aquí en el siglo XVII, pero fue en 1701 cuando el predicador cuáquero John Richardson dio un enardecido discurso a un pequeño grupo de isleños. Mary Coffin Starbuck, a quien Richardson alabó en su diario escribiendo que su corazón saltó cuando la vio por primera vez, quedó prendida de aquel botín de palabras. Coffin se dedicó a propagar la fe en su casa, que pronto se convirtió en el primer lugar de encuentro cuáquero de Nantucket. Empezaron a llegar más amigos, como se les conocía, de las vecinas Rhode Island y Filadelfia, pero también de Inglaterra. Muchos pobladores se adhirieron a la fe, los salones de encuentro se multiplicaron —en 1750 había 1.500 cuáqueros en la isla; 2.400 una década después— y las familias de este gajo de arena, en la órbita de una religión que promulgaba un pacifismo tenaz, se enfocaron en el próspero negocio de las ballenas.
Los viejos principios de la Sociedad Religiosa de los Amigos, al final, fueron absorbidos por la modernidad rampante, pero esas huellas se mantienen en diarios de viaje, artefactos de museo, archivos, leyendas y edificios que recuerdan su dominio. Además de la Quaker Meeting House, testigo de sus reuniones y construida en 1838, hay decenas de casas de armadores y capitanes. También ese rastro de apellidos que riegan la isla –Starbuck, Coffin, Marcy– y que el escritor esparció en sus páginas. Un cantante, Moby, tomó su nombre artístico de la obra de su antepasado y unos chicos de Seattle, por ejemplo, se sirvieron de la novela para bautizar la primera de sus cafeterías. Pensaban llamarla Pequod, pero no les sonaba bien. Finalmente, abrieron el capítulo 26 del libro y leyeron que el primer oficial del barco se llamaba Starbuck. No lo dudaron.
A mí me habían traído a Nantucket los vientos gélidos entre los muelles, los parpadeos del faro Brant Point, las leyendas de los viejos cuáqueros, las fábricas de velas de la isla y el bullicioso universo de pescadores, herreros y capitanes, y en algún momento pensé que esas razones era habituales: venir aquí persiguiendo el mito. Elisabeth Oldham, la investigadora de la Nantucket Historical Association, pronto desinfló mi espejismo.
—No todo el mundo ha leído Moby Dick —me dijo, y se rio.
—¡Pero yo estoy aquí por Moby Dick! —exclamé.
Ella arrugó su morro arrugado y dijo de carrerilla:
—Capítulo 14: «¡Nantucket! Coged el mapa y mirarla».
Yo la había visto antes de venir y la llevaba dibujada en los ojos, así que al decirle a esta amable octogenaria de pelo nevado que todo tenía en mí un fragor ballenero, ella se sorprendió. Porque en las calles, me dijo, nada recordaba aquella estirpe de arponeros y buques. El único rastro de los cachalotes estaba en el Museo de la Ballena; otros la habían visto en su sangre.
—Mucha gente viene aquí a explorar su genealogía: quieren conocer sus raíces —me explicó Oldham en aquel edificio de 1904 y cuya biblioteca está forrada de carpetas, libros, archivos sonoros de la historia oral y fotografías.
—¿Gente local? —le pregunté a Oldham.
—De todo el mundo, de todo el mundo —insistió—. De California, de Canadá o de Australia. Gentes cuyos antepasados fueron capitanes balleneros que se asentaron en Nueva Zelanda y no volvieron a saber nada más. Nosotros podemos dar esa información porque tenemos unos estupendos archivos genealógicos del rastro familiar.
La Nantucket Historical Association mantiene 22 edificios abiertos al público en una de las porciones de tierra mejor conservadas de todo el país, catalogada como National Historic Landmark. Porque solo en Nantucket hay ochocientos edificios construidos antes de las Guerra Civil (1861). Las nuevas edificaciones también siguen las estrictas normas de construcción. Y asombran: asombran los edificios revestidos de pequeños rectángulos de pino que el tiempo envejece con sus zarpas grises.
Este manjar arquitectónico que motea las leves ondulaciones de la isla se puede recorrer a pie en torno a la ciudad de Nantucket, desde la Jethro Coffin House, levantada en 1686, hasta el viejo molino que aún tritura maíz a pesar de llevar erguido más de 270 años. A ello contribuyen el cuidado, las normas estéticas y el Preservation Institute Nantucket, cuyo programa académico siguen todos los veranos estudiantes de la Universidad de Florida.
***
Alguna vez esto fue otra cosa. Más tarde, los ejecutivos de Nueva York, Filadelfia, Washington y Boston vieron en Nantucket su lugar de descanso. En invierno apenas 10.000 habitantes mantienen el pulso de una vida que en verano se acelera hasta la taquicardia: sesenta mil personas avivan y empalagan las calles, sorben los depósitos de agua, atascan las playas y carreteras y succionan la energía de la renqueante red eléctrica.
Las mansiones se vuelcan al océano en Madaket y en Dionis Beach, aunque en realidad rodean y siembran toda la isla. Entre junio y septiembre el campo de golf de Sankaty, donde el faro de anillos rojos y blancos parece una bandera más, se llena de jugadores que después disfrutan de los festivales del libro, del cine, del baile, la comedia, del yoga y de los jardines. En apenas dos meses, todo explota: hay regatas, hay fiestas y desfiles, hay colecciones de arte y un torbellino de exposiciones de artistas. Me lo dijo Jessica Sosebee en su galería de arte entre óleos de aves, playas y praderas:
—Los ricos tienen el poder y los pobres tenemos que sacar algo de ellos.
La Artist Association of Nantucket agrupa a 250 personas que despliegan sus creaciones en exposiciones y cócteles en un verano que estira la lengua hasta finales de septiembre, cuando en un fin de semana se llegan a casar setenta parejas. El turismo bombea la economía isleña con la fuerza suficiente como para mantener el pulso todo el año de «este brazo de arena; todo playa, sin soporte».
En otoño, Nantucket se adentra en su larga hibernación: los carpinteros arreglan las segundas residencias de las élites de Nueva Inglaterra, las tiendas de suvenires ven pasar las horas en silencio, el aliento gélido del atlántico rueda por las playas sin obstáculos, los barcos repliegan sus velas, las tablas de surf se apilan en los almacenes y los isleños descongestionan los motores de sus barcos para comenzar la temporada de pesca de moluscos.
La primera mañana que pasé en Nantucket me encontré en el puerto con Michael McCnerne, cuya cara estaba estaba como un mapamundi usado. Su barco lleno de cajas de vieiras se acercó al puerto emitiendo unos eructos ahogados. Al atracar y descargar la pesca en una mañana soleada y fría, me contó que llevaba treinta años en el oficio. Después me invitó a acompañarlo a la lonja mientras conducía y se calentaba con un cigarro. Por tres mil dólares al mes, me dijo, podía apretar los dientes enfundado en mil capas.
Yo había cargado la bicicleta en su camioneta encima de las cajas de marisco que llevó a Ted Jeninson, quien lo compra al por mayor y lo vende en los mejores restaurantes de Boston. Tras hablar con él, entendí que el sufrimiento de Michael —el frío, la lluvia, los madrugones— serían más livianos si aquel hombre pagara algo más. Pero Jeninson dijo que no tenía otra opción.
—Los pescadores no me comprenden a mí y yo no les comprendo a ellos —zanjó mientras apuntaba el número de cajas de vieiras.
Me despedí del pescador y del intermediario y regresé a las callejuelas adoquinadas de la ciudad por uno de los senderos de bicicleta de esta telaraña de carriles que rasgan la isla y por los que me movía de norte a sur y sur a norte; de este a oeste, y viceversa. A veces me detenía y asomaba por los jardines y las fuentes de las casas. Pedaleaba entre dunas y yerbajos y azaleas apagadas de otoño. Paraba en tiendas de arte nativo. Traté de preguntarle a Marianne Stanton, la editora de The Inquirer & Mirror, algo sobre la isla. Fui una y otra vez al edificio de una planta donde se escribía el periódico que lleva publicándose desde 1821, pero ni la encontré ni respondió a los correos ni a las notas de su secretaria.
Al menos, me dije al final de mi estancia, los hombres con arpones, los toneles de aceite y las fondas con sopas imposibles seguían en mi imaginación y en el Museo de la Ballena, donde un retorcido esqueleto de cachalote se descuelga del techo. ¡Y en la Mitchell’s Book Corner!
Es una de las dos librerías de la isla y en la segunda planta se despliega una sección dedicada al mar. Hay mapas y biografías y una maraña de historias de Nueva Inglaterra. Hay varias ediciones de Moby Dick y el libro En el corazón del Mar, donde Nathaniel Philbrick narra la experiencia del Essex. Hay memoria, hay un refugio. Estaba, también, el consuelo de hallar lo que buscó mi fantasía vagando tantos días en los muelles de madera crujiente, entre calles adoquinadas y paredes envueltas en el gris de la madera y en el codo de arena que se adentra en el mar.
Encontré, al fin, todo aquello que ya había visto cuando descendí las escalinatas del barco y me tragó la oscuridad de Nantucket.