Para Scott Stossel volar no es fácil, y cuando debe hacerlo acude a lubricantes de choque: durante una buena temporada fue fiel al whisky escocés doble combinado con un Xanax y un Dramamine, aunque la fórmula históricamente más eficaz y a prueba de modas farmacológicas es la de los dos whiskies dobles consecutivos. Pim. Pam. No es que el miedo se volatilice pero se le acolcha lo bastante para hacerlo soportable. Y vuela. Y viaja. Y así reúne historias que afianzan su reputación periodística —es editor jefe de Atlantic Monthly, comentarista de CNN…— mientras escribe libros como por ejemplo Ansiedad (Seix Barral).
Avalado por un asombroso abanico de angustias, fobias, desasosiegos, etcétera —el miedo a volar es uno de sus padecimientos más vulgares—, que le han llevado a consumir todo el catálogo de terapias y medicamentos antiestrés, ansiedad y depresión hasta convertirse en una eminencia de semejante infierno, Stossel ha escrito este volumen de casi 500 páginas porque mientras pulsa teclas se desquicia menos. Y porque suponía que su dilatada experiencia como paciente podría servir a alguien. Y, sobre todo, porque necesitaba enfrentar su historial poco menos que inaudito de una forma más o menos ordenada, vinculándolo a estadísticas reveladoras y a personas que hubieran pasado por algo similar, esperando que quizás el ejercicio le ayudaría de paso a sacudirse algún trauma.
Stossel suma tantos años en el averno ansioso —su primera visita a un doctor especializado en enfermedades mentales fue a los diez años y ya supera de largo los cuarenta— que hasta le ha encontrado la gracia al problema y puede bromear sobre sus inoportunas cagaleras, los presuntos amagos de infarto o el pánico que se apodera de él cuando piensa que va a vomitar… algo que no ocurre desde hace treinta años. Con sentido del humor ha sido más capaz de buscar el lado bueno a su condena y entre los casos que ha elegido para ilustrar simbólicamente algún tipo de ansiedad, hay varios que incumben al hecho de desplazarse.
Entre los ansiosos, viajar o no viajar es un dilema común que un señor de 45 años trató de resolver acudiendo a una clínica mental en Kalamazoo, Michigan. Este señor juntaba «veinte años padeciendo una aguda ansiedad a los viajes desde que un ataque de pánico lo llevó en una ocasión a vomitar y perder el control de sus intestinos. Desde entonces no había sido capaz de viajar a más de quince kilómetros de su casa sin experimentar vómitos y diarrea incontrolables».
Por no hablar de Darwin, que después de superar el horror y las náuseas, embarcó en el Beagle, navegó en él durante cinco años y al regresar le embargó una agorafobia paralizante que le martirizó el resto de su vida con episodios físicos de lo más desagradables. Los encierros obligados por la enfermedad le permitieron, eso sí, escribir sus obras capitales. Emily Dickinson, Proust, Kafka, T.S. Eliot o David Foster Wallace son otros ilustres beneficiarios de este flagelo, y quizás por él son inmortales.
Stossel insiste en destacar el lado positivo de esta dolencia, recuerda la habitual ansiedad en los genios y, fuera del ámbito sublime, rescata historias como la de Giuseppe Pardo Roques, el líder de la comunidad judía de Pisa en la Segunda Guerra Mundial. Pardo no podía viajar «por el temor a que los perros lo atacaran». De ahí que no abandonara la ciudad en sesenta años, ni siquiera cuando los alemanes ocuparon parte de Italia. Mientras sus vecinos hebreos huían despavoridos, Giuseppe estaba prácticamente tranquilo porque lo que de veras le aterraba era marcharse de las calles que, él creía, le amparaban.
Como, por otra parte, podía dominar los miedos «reales», durante la ocupación nazi Giuseppe auxilió a numerosas personas en actos de auténtico heroísmo. Un caso muy parecido al del joven Pietro, vecino de Giuseppe, que no podía alejarse una manzana de su casa debido a la agorafobia. Sin embargo, tras los bombardeos, Pietro corría a liberar a las personas atrapadas entre los escombros y así salvó varias vidas. Ahí tenemos un par de memorables ejemplos de héroes por enfermedad.
En el otro extremo de la angustia se situaría la escritora y corresponsal de guerra que Stossel presenta como E. Autora de gran éxito, E. sufre una retahíla de síntomas depresivos y ansiosos que incluyen la tricotilomanía, trastorno que impele a arrancarse el pelo compulsivamente bajo los efectos del estrés. Para calmarse, E. va a la guerra. Le gustan singularmente las de África y Oriente Medio. «Yo me siento más tranquila en zona de guerra», dice E. a Stossel. «Ya sé que suena perverso, pero me siento más tranquila bajo un bombardeo: es uno de los pocos momentos en los que no siento ansiedad.»
Giuseppe, Pietro y E. forman parte de la legión de ansiosos que pueblan la Tierra, sobre todo desde que la ansiedad fuera diagnosticada como tal… no hace mucho más de ¡treinta años!
Los expertos aseguran que esta nueva plaga es el resultado de una modernidad mal digerida. Lo mismo señalaba el filósofo William James en 1884, sugiriendo que nuestras primitivas reacciones de «lucha o huye» no son adecuadas para la civilización moderna. Las actuales sociedades no nos ponen en aquella vieja tesitura —sostenida a lo largo de milenios— de luchar o correr para salvar la piel, pero continuamos recibiendo estímulos, emociones intensas, que tienden a confundir a nuestros disparadores de adrenalina. Ante la falta de peligros «reales», de miedos genuinos, el cuerpo tiende a reaccionar como en los viejos tiempos cuando enfrentamos presuntas amenazas. A falta de peligros más serios, la reacción biológica de emergencia se activa igual cuando intuyes un peligro —la mirada de desaprobación del jefe, el desplome de la economía, un misterioso whatsapp de la antigua pareja de tu chica—, de modo que las personas crónicamente ansiosas viven torpedeadas por una agotadora sucesión de momentos «lucha o huye» y terminan adobadas, como dice Stossel, «en un caldo de hormonas del estrés que resulta perjudicial para la salud». Por decirlo de otro modo, la modernidad nos ha volcado a un agotador sinfín de reacciones de «lucha o huye» artificiales. «Tal vez el organismo humano no esté equipado para vivir la vida tal y como la ha diseñado la sociedad moderna», desliza el autor que tan bien sabe de lo que habla.
p class=»p1″>Según la Organización Mundial de la Salud, el trastorno de ansiedad es la enfermedad más común del mundo. Al margen de los antibióticos, el fármaco más exitoso de la historia ha sido el Valium. Teniendo en cuenta que atravesamos una época de riqueza sin precedentes en la historia de la humanidad, ¿cómo se explica tanta angustia en la bonanza? Los especialistas apuntan a la libertad de elección, «que genera una gran ansiedad». Cuanto más hay para elegir, más duda, más incertidumbre, más angustia. «Tal vez la ansiedad sea en cierto sentido un lujo», azota Stossel: «una emoción que solo podemos permitirnos cuando ya no estamos preocupados por el miedo “real”».
La OMS también indica que los estadounidenses son cuatro veces más propensos a padecer un trastorno de ansiedad que los mexicanos. Y que éstos se recuperan el doble de rápido que los estadounidenses de un ataque de pánico. «Curiosamente», dice Stossel «cuando los mexicanos inmigran a Estados Unidos, sus índices de depresión y ansiedad se disparan».
Porque la ansiedad se contagia. Hablar de ella la extiende y engrandece (escribir este estupendo libro habrá servido a Stossel de terapia pero también le ha convertido en el Ansioso mundial por antonomasia… aunque desde luego que antes de escribirlo ya era uno de los principales acreedores al título).
Al margen de que se hayan impuesto las tesis biomédicas que atribuyen a la enfermedad un componente sobre todo físico y de que se crea casi con toda seguridad que existe una base de transmisión genética, el «contagio» al que aquí nos referimos es de raíz ambiental. Es decir, alguien ansioso puede inocular su ansiedad a las personas con las que comparte atmósfera, sobre todo si éstas no se hallan moralmente preparadas para encajar las oleadas del desasosiego ajeno. Los niños, por ejemplo, son de lo más susceptibles a «heredar» la ansiedad paterna, como numerosas pruebas con simios han demostrado. Tres generaciones anteriores a Stossel sufrieron distintos tipos de angustia, y su abuela se suicidó.
No en todos los lugares se recibe la angustia existencial del mismo modo, y aquí el libro de Stossel regala un par de momentos deliciosos. Uno, cuando al analizar las interpretaciones cambiantes sobre el origen de la ansiedad a lo largo de la Historia, se pregunta sobre si estas oscilantes interpretaciones «¿reflejan el avance del progreso y de la ciencia o simplemente las formas variables y a menudo cíclicas que asumen las distintas culturas? ¿Qué nos dice sobre las sociedades respectivas el hecho de que los estadounidenses que acuden a urgencias con ataques de pánico suelen creer que sufren un ataque cardíaco, mientras que los japoneses suelen temer, en esa situación, que van a sufrir un desmayo? Los iraníes que padecen “mal de corazón” como ellos lo llaman, ¿sufren en realidad lo que un psiquiatra occidental llamaría un ataque de pánico? ¿Los ataques de nervios que experimentan los sudamericanos son sencillamente ataques de pánico con una inflexión latina? (…) ¿Por qué los tratamientos con ansiolíticos que tan bien funcionan en los estadounidenses y los franceses no parecen ser efectivos entre los chinos?».
Esta reflexión evoca la de Jan Morris cuando, mientras se hormonaba rumbo al cambio de sexo, se encontró con su propio cuerpo genéricamente indefinido. ¿Era de hombre o de mujer? Vestida con tejanos y camiseta podía pasar por uno u otra, y en su memorable libro El enigma la escritora deja constancia de lo que sus interlocutores decidían que ella era, dependiendo de su país de origen. «Los estadounidenses daban por hecho que era una mujer y me halagaban con pequeñas atenciones (…) Los ingleses de las clases ilustradas encontraban cautivadora la propia ambigüedad (…) Los franceses eran curiosos y tendían a buscar métodos indirectos de sonsacarme información (…) Los italianos, francamente incapaces de concebir el significado de semejante fenómeno, se limitaban a mirarme con grosería o a darse codazos en las piazzas. Los griegos tendían a encontrarlo divertido. Los árabes me invitaban a dar paseos con ellos. Los escoceses parecían sorprendidos. Los alemanes parecían preocupados. Los japoneses no se daban cuenta. (…) Los africanos, tanto hombres como mujeres, me hacían sentir como si mi condición fuera un privilegio». Resulta apasionante observar cómo podemos definir un cuerpo o la ansiedad en función de nuestra cultura.
Queda claro que muy a menudo interpretamos desde el prejuicio, y ahí va el otro ejemplo delicioso que propone Stossel. En los años 80, los psicoterapeutas occidentales solían considerar la fobia social como un trastorno primordialmente asiático, propio de las «culturas de la vergüenza» de Japón y Corea del Sur, donde se concede un alto valor al comportamiento correcto. En 1985, el psiquiatra Michael Liebowitz denunció que en Estados Unidos existía esta dolencia y no se trataba de modo suficiente. En 1995 seguía sin haber casi prensa sobre la fobia en los EE.UU. Cinco años después, los casos se multiplicaron. ¿Por qué? Porque la Agencia de Alimentos y Medicamentos aprobó la venta del Paxil para el tratamiento de la ansiedad social. «Imagínate que eres alérgico a la gente», rezaba el texto de un anuncio de Paxil. A partir de entonces, la fobia «asiática» encontró más de diez millones de pacientes estadounidenses en menos de veinte años. En cuanto el mal recibe un nombre, los enfermos se multiplican, sea en Chicago o en Pekín.
Ah, el mundo. Cuánta ansiedad. Otra razón deslizada por Stossel para argumentar tanto desajuste mental es la necesidad de futuro. Nos pasamos el tiempo mirando adelante. Es verdad. Yo al menos crecí en una época en la que apretaba el carpe diem, todo quisque insistiendo en que había que exprimir el momento y después ya veríamos. La gente parecía atender entregadamente a un mandato que llegaba incluso desde El club de los poetas muertos si bien, con el paso de los años, muchos de mi generación se olvidaron de aquel eslogan y empezaron a pedirle respuestas al día de mañana. Empezaron a imaginarlo desde sus espacios generalmente controlados. Pero pasa que el futuro está, por definición, fuera de control, y eso los urbanitas y teleadictos lo llevamos mal, acostumbrados a nuestros espacios tan acotados, a la programación casi casi inalterable, a la agenda de la ciudad. El resultado es una —otra, en realidad—generación enganchada a los ansiolíticos y los antidepresivos, incapaz de asimilar la avalancha de información y aspiraciones que nos está cayendo, abochornada por todos los objetivos que jamás alcanzara, abrumada aún por el cambio de ritmos naturales de este último siglo y medio… Y jaleada por las farmacéuticas que periódicamente descargan millones de nuevas pastillas tranquilizadoras.
Volver al carpe diem cuasiadolescente no es una solución pero cabe reconocer que agobia menos: vivir el presente no estresa tanto como vivir el futuro, una empresa que te obliga al imposible de estar en dos sitios a la vez. Estás aquí mientras te piensas allí. Buf. De todos modos, como es innegable el deseo de superación inherente a nuestra especie, tan proclive a soñar, a las proyecciones más o menos grandilocuentes, a los planes de jubilación, a la necesidad de prever, vale la pena entrenar a nuestra cabeza para que al menos pueda imaginar lo que desee en las condiciones más saludables, y un buen entrenamiento es viajar. ¿Por qué?
El futuro y el viaje son conceptos que nos recuerdan nuestra maravillosa impotencia y fragilidad porque nos expulsan de los márgenes familiares entregándonos a lo (aún más) incontrolable. Fuera de nuestro sitio habitual es fácil que se acelere la respiración y a menudo se disparen las alertas y los latidos del corazón… Qué bien. Vamos hacia algún lugar. Pero ocurre que al futuro nunca llegaremos —siempre es presente— mientras que el viaje aparece como una posibilidad real. Practiquémosla. A fin de cuentas, incluso el propio Stossel conoce los benignos efectos de viajar, aunque sea al resguardo de los whiskies dobles. Esta es la idea: el viaje como forma de prepararse para imaginar el futuro y reducir la ansiedad en el intento. Aunque es verdad que esta propuesta no serviría de mucho al señor de Kalamazoo.