Creer lleva a encontrar, quizá no lo que se busca exactamente pero siempre algo de interés: un almirante cartógrafo zarpa de Europa rumbo al Oeste convencido de que navegando en esa dirección alcanzará Asia, y se encuentra con América. Un etnólogo que busca al yeti recorre 4.600 kilómetros y mientras avanza por el antiguo reino tibetano de Nangchieng, a 5.000 metros de altura, descubre una raza de caballos que se había vuelto invisible desde que unos archivos chinos del siglo VI constataran su existencia. Un zoólogo valenciano se propone demostrar que aún hay leopardos en el norte de África y mientras explora se cruza con un lobo, animal que también se daba allí por perdido.
«Eso es un lobo», dijo Vicente Urios al ver la imagen captada por una cámara de fototrampeo. Le respondieron que se trataba de un chacal robusto, que el lobo había sido exterminado en la zona. «Es un lobo», insistió Urios, que había firmado su tesis doctoral sobre el lobo en España después de capturar a siete de estos animales, cifra pasmosa dada la habilidad de los lobos europeos para esquivar la presencia humana. (La presión poblacional les ha convertido en singularmente huidizos, en contraste con, por ejemplo, sus congéneres estadounidenses, amos de grandes espacios y por eso mucho más confiados. La evidencia está en que los investigadores de Estados Unidos que vienen a Europa rara vez son capaces de atrapar a un lobo autóctono.)
Es decir, Urios sabía de lo que hablaba y aquel depredador era un lobo, así que reunió a su equipo para estudiar el rastro… Hasta dar con él. El hallazgo coincidió con el de unos investigadores franceses que localizaron a otros especímenes en territorios de Argelia o Senegal, y unos y otros publicaron casi al unísono artículos que resucitaron públicamente al animal para el norte africano. La ciencia demuestra a menudo que la fe posibilita la resurrección.
Al margen de estos más o menos llamativos «retornos a la vida», se cifran en 5.000 las especies y subespecies animales que se encuentran cada año en un planeta que aún tiene, dicen, un octavo de sus tierras emergidas lo bastante mal exploradas como para procurar sorpresas. No hay registros de cuántos descubrimientos se deben a la voluntad de perseguir un objetivo específico y cuántos a la casualidad pero, sea como sea, la clave del hallazgo radica en estar ahí, desplazándose en busca del sueño, del tesoro, del animal.
De todas formas, lo primero es lo primero y aunque Urios encontró un lobo, al principio buscaba al leopardo, y no iba a distraerse. De hecho, la búsqueda continúa. «Sabemos que está ahí», dice. «Hemos visto burros semidevorados y arrastrados como solo puede hacer un leopardo, restos que confirman su existencia… Pero no podemos publicar nada hasta que no tengamos la prueba, la foto que lo demuestre». Mientras esa prueba no aparezca, el leopardo no existirá, y Urios lo sabe. La ciencia es así.
Su currículum estrictamente profesional incluye desde la marcación (por emisiones satelitales) de águilas harpías a la suelta de un jaguar en la selva colombiana o la detección de nuevos parásitos en el tigre siberiano, pero más allá de los datos objetivos y las pruebas necesarias, Urios forma parte de ese restringido club de exploradores con historias memorables pero muy desconocidas. Historias que ayudan a entender las circunstancias que rodean a los animales que investiga, a veces incluso los porqués de su supervivencia o desaparición. Historias que a su vez ilustran sobre lo que pueden arriesgar los zapadores de verdad. Y aquí es donde emerge su aventura boliviana: agárrense.
En Bolivia existe un macizo montañoso que hace frontera con Brasil. En la primera década del siglo XX, el coronel Percy Fawcett —aquél que murió en la selva buscando una ciudad perdida—, fue comisionado para trazar precisamente la frontera entre estos dos países. Hacia 1911, Fawcett contó al escritor Arthur Conan Doyle que había encontrado una serranía alucinante y la describió con suficiente detalle como para que el creador de Sherlock Holmes imaginara el espacio, lo puliera un poco por su cuenta y terminara escribiendo la novela El mundo perdido basándose en el inverosímil lugar.
Muchos años después, el gobierno boliviano declaró parque nacional a esa misma serranía, si bien la enorme meseta que lo distingue estaba tan olvidada y yerma que se decidió enviar una expedición científica a ver qué de interés podía sobrevivir allí.
Bolivia pidió a España que desplazara a algunos especialistas para ayudar en la observación del territorio. La estación biológica de Doñana se implicó en el proyecto y así es como Vicente Urios emprende en 1986 su primer gran viaje de exploración. Tiene la ilusión de los 26 años y la ignorancia —compartida por sus compañeros— de los tejemanejes entre ciertos narcotraficantes autóctonos y la Administración para el Control de Drogas de los Estados Unidos (DEA). Desconoce que una parte del dinero con el que los Estados Unidos apoyan en aquel momento a la contra nicaragüense proviene de los beneficios derivados del tráfico de drogas fabricadas, por ejemplo, en un recóndito paraje de la desolada serranía que le ha traído al país.
Si alguien está en condiciones de advertir a los científicos de que se dirigen —el símil parece una broma, visto el historial de Urio— a la boca del lobo, prefiere enmudecer. A ver quién es el listo que destapa un pastel así. De modo que el grupo avanza hasta instalarse en un aserradero habitado por leñadores que buscan maderas preciosas.
El aserradero se sitúa a unos cincuenta kilómetros de la enigmática meseta de 150 kilómetros de largo por 50 de ancho que pretenden estudiar. Farallones y acantilados de entre 50 y 100 metros de altura han contribuido a su aislamiento. Los expedicionarios logran ascender a pie pero juzgan imposible transportar la carga de 400 kilos y recurren a dos avionetas. Les han hablado de una pista de aterrizaje abandonada en medio de un claro, habrá que comprobar su utilidad.
Optan por enviar a un primer grupo formado por el presidente de la Academia de Ciencias de Bolivia, Noël Kempff, el biólogo español Vicente Castelló, un guía boliviano y el piloto de la Cessna monomotor, que tras 28 minutos de vuelo identifica la pista. Aterriza sin problemas.
Desde el aire han divisado una serie de caminos y algo así como grandes bidones de modo que el guía y el piloto deciden echar un vistazo a los alrededores mientras Kempff y Castelló aguardan junto a la Cessna. Al poco, el guía y el piloto regresan acompañados por dos hombres que les encañonan con ametralladoras mientras sostienen escopetas al hombro.
Hay un breve diálogo que Castelló no entiende, por la lengua y el aspecto cree que esos hombres podrían ser guaraníes. El guía gesticula y uno de los desconocidos le dispara. Kempff se incorpora, dice «Pero no hagan esto, señores». Castelló y el piloto han empezado a correr. Escuchan disparos a sus espaldas. Por algún motivo, los criminales se centran en perseguir al piloto, quizá porque su carrera es más lenta. Castelló se adentra en la selva.
Pasa el día y la noche enterrado entre maleza y lianas, martirizado por los insectos, oyendo pasos de los hombres que le buscan. Al amanecer, sale de su escondrijo. Encuentra el cadáver del piloto y la avioneta quemada. Comienza a evaluar rutas de escape cuando percibe el sonido de otra avioneta. Son los suyos. Supone, espera, desea que los criminales se hayan largado al temer que alguien acudiera en busca de la avioneta extraviada… Pero, sea como sea, debe alertar igualmente a sus colegas… ¡y largarse de ahí! Salta a la pista con un trapo, empieza a hacer señas.
Los tripulantes son conscientes de algún peligro porque, en efecto, esto es una misión de rescate alentada por la falta de noticias. La avioneta semivacía sobrevuela la pista con los restos de la Cessna. El joven Urios aguarda novedades en el aserradero mientras el biólogo Curro Braza ve a su amigo desde el aire. En cuanto aterrizan, Castelló corre hacia la nave gritando «¡Pichicateros! ¡Pichicateros!», embarca y vuelven a despegar asustados por el ratatatatá que todos están escuchando. Tranquilos, no pasa nada. Es el cinturón de seguridad que, con las prisas, se ha quedado fuera y golpea el fuselaje.
Han descubierto algo muy inquietante y están en el Mato Grosso rodeados de leñadores mercenarios e inclinados a pensar que a pocos kilómetros rondan a saber cuántos tipos dispuestos a acribillarles por no entienden qué razón. Comunican los hechos por radio, el gobierno decreta toque de queda. La noche siguiente los científicos viajan de vuelta a la ciudad.
Luego comprenderán que se trataba de un laboratorio de narcos, y que la DEA está metida en el ajo. Hay asuntos demasiado turbios que podrían implicar a los gobiernos boliviano y estadounidense en el negocio de la cocaína y aunque se ha reclamado la intervención del ejército, nadie recupera los cadáveres de la meseta. Como la embajada española también da largas, el director de la estación biológica de Doñana, Javier Castroviejo, se desplaza a Bolivia para al menos recuperar los cuerpos y proteger de algún modo a su equipo en lo que se ha convertido en un asunto político de alcance internacional que ya ha dejado tres muertos.
Están en el Mato Grosso rodeados de leñadores mercenarios; a pocos kilómetros rondan a saber cuántos tipos dispuestos a acribillarles por no entienden qué razón
Ah, la política. Urios no tardó en asimilar que biólogos, zoólogos, arqueólogos y todo tipo de naturalistas están más expuestos de lo imaginable a las contiendas por el territorio. Y lo que tiene el concepto “territorio” es que dentro cabe todo. De hecho, Urios se ha visto involucrado en enfrentamientos muy serios. Para los anales queda su defensa del Parque Natural del Marjal de Pego-Oliva, que terminó con el violento alcalde de Pego entre rejas.
Uno pretende dar vidilla al samarugo o al camallón y se encuentra en medio de una batalla ancestral por los recursos naturales, con amenazas de muerte incluidas. Ya ven. Pero sobre el caso del Marjal de Pego-Oliva -que Urios dirigió durante quince años- nos extenderemos en otra ocasión. Hoy se trata de señalar cuánto puede aportar la simple búsqueda a una vida: desde la visión de caballos aparentemente esfumados a aventuras de indiscutible épica. Hoy se trata de confirmar que, más allá del objetivo, lo que nutre es el camino.
Hay pocos placeres mayores que escuchar historias narradas por gente que confía en existencias imprecisas pero lo bastante perfiladas -al menos en sus cabezas- para salir ahí fuera a encontrarlas. Luego, estos exploradores regresan con insólitas fotos de lobos; con entrañables o exóticos libros sobre leopardos de las nieves (Peter Mathiessen) o el mokele mbembé (Redmond O’Hanlon); con pruebas de la realidad de los pigmeos, a los que en el Congo llaman wambutti (Stanley); con relatos que asombran a las audiencias más escépticas… señales en cualquier caso de que el mundo aún es tan grande como una vez imaginamos. De que la magia todavía es posible y hay señores y señoras capaces de sacarse hasta mamíferos de la chistera zoológica. Y es que, si hoy el lobo “existe” en Marruecos, es porque una vez hubo alguien que creyó.