Desde que crucé el océano sabía que Iquique sería para mí un destino especial. La última vez que había visto a mi abuelo nos habíamos pasado la tarde en el despacho entre cartas y fotos, hablando sobre ese familiar que se había marchado a Chile a hacer fortuna. Lo que sabía de él era que había adquirido un hotel en unas termas muy al norte, en medio del desierto, y que había permanecido ahí muchos años.
Era casi verano austral y me disponía a gastar los cuatro duros que me quedaban para irme en plena semana de exámenes a Iquique, la capital de Tarapacá. Quería buscar lo que quedaba de este hombre que una vez vivió en mi casa. Hermanastro de mi bisabuelo, se escapó del país a sabiendas de que no heredaría nada. La correspondencia que conservamos data del periodo anterior al golpe de estado y, como toda guerra, el conflicto español truncó la comunicación transoceánica.
Con esta historia en la cabeza, me enfrenté a la primera impresión que tuve de la ciudad. Fue saliendo del aeropuerto, en un taxi compartido. Y puedo jurar que en ese momento hubiese afirmado que Iquique tenía de especial lo que esas pequeñas ciudades que aparecen en películas del Far West estadounidense: nada. El clima postindustrial convivía con la pobreza y despoblación entre naves industriales medio abandonadas donde se arreglaban camionetas oxidadas. Los letreros, vistosos en otra época más gloriosa, colgaban a duras penas de las paredes de madera.
Mientras el conductor me preguntaba que qué hacía allí, la manta peluda de detrás del manillar que protegía el coche del sol ardiente iba meneándose de un sitio a otro. Fue en medio de una conversación poco fluida cuando la gran duna del desierto se abrió paso a mi mirada escéptica. No me esperaba ver algo así, y es que ni siquiera me había tomado la molestia de buscar la ciudad en Internet. Las casas y los edificios se sostenían sobre una capa de arena fina entre un océano que olía a pescado podrido y algas secas —más adelante sabría que también eran las focas las que apestaban así— y una montaña rojiza, una pared altísima que parecía infranqueable y en la que no se veía el final.
José, así se llamaba el taxista, sonrió. Como la mitad de los habitantes, venía de familia de pescadores, y no estaba acostumbrado a recibir turistas. Iquique, como ciudad portuaria, vive del mar y del comercio, además de la minería al otro lado del gran dragón de arena, donde empieza el desierto. Antes de pertenecer a Chile, toda la región era parte del Perú. Fue después de la explotación salitrera que la ciudad perdió gran parte de su esplendor, y la decadencia, como en muchas otras urbes, golpeó la economía y la sociedad iquiqueña.
Y aunque José me había indicado dónde encontrar el minibus que me llevaría a las termas donde supuestamente mi familiar se había establecido, no fue hasta la mañana siguiente que decidí salir del hostal. Desde la plaza principal tenía que ir directa hacia el paseo y atravesarlo. Después de desayunar me dirigí a la Plaza Arturo Prat. Dos tranvías estaban parados en medio del camino. Tuve la sensación persistente de vivir en un decorado teatral; parecía que la dramaturgia iba a empezar de un momento a otro. Y aunque es cierto que este sentimiento fue bastante recurrente en diversas partes del país, Iquique tiene especialmente esta aura. Los edificios más importantes tienen una arquitectura colonial marcada, con paredes blancas y delgadas, todo de nueva construcción. No sorprende, si tenemos en cuenta que Chile es un país con un alto riesgo sísmico y la ciudad parece hecha a medida para los tsunamis. Aún recuerdo los carteles rojos, que se erigían en todas las calles y que marcaban claramente las vías de escape. Muchos de ellos, como simples símbolos de «Stop», estaban llenos de pegatinas.
Los habitantes de Iquique, menos de 200.000, son muy variopintos pero con algo en común: han decidido quedarse en una ciudad que ya no puede ofrecerles demasiado. Es curiosa la facilidad con la que identificas quién se dedica al mar y quien al subsuelo. Unos, pantalones por encima del tobillo y gorro a media cabeza, olían a mar. Otros, con las manos negras y sin camisa, eran los mineros. Las mujeres, pocas vi, servían en el bar, vendían en el mercado o andaban arriba y abajo.
Si trabajabas en el puerto, formabas parte de la escenografía. De sus colores. Fue cerca de allí donde compré mis pasajes. Las barcas, varadas, rojas o azules, esperaban a sus propietarios que negociaban a gritos el precio último del bacalao. El mar de Iquique es actualmente zona franca, o lo que es lo mismo, tiene los derechos comerciales de puerto libre. Esto lo hace especialmente atractivo para los pescadores. Las aves y las focas, a sabiendas de lo que vendría después, esperaban impacientes en el muelle los restos que no se habían podido vender.
El desierto, en cambio, era otro mundo. Ya a la mañana siguiente subí al minibus y remontamos el dragón de arena a primera hora de la mañana. Allí, en medio de las dunas de Tarapacá, se erigía un oasis en la nada. Se trataba de las termas, llamadas de Mamiña, un pueblo fantasma que estaba habitado por menos de cincuenta personas en lo que antaño fue el motor económico de Chile. Como este, decenas de asentamientos mineros parecidos siguen luchando por sobrevivir en unas condiciones extremas de aridez y calor. Allí era donde tenía que encontrar indicios de mi familiar.
Una veintena de voces, la mayoría de ancianos, se sobreponían unas a otras en un cántico que distaba mucho de parecerse a una conversación. El ambiente cargado, el calor aplastante y el sol del mediodía habían sumido el pueblo, durante unas horas, al descanso. Las calles desiertas y la plaza vacía contrastaban con el bullicio del bar Cholacao, el único del pueblo y lo primero que vi al bajarme del minibus. Fue allí donde me dispuse a encontrar información. Cada día, los habitantes de esta comunidad se reunían para charlar, para pasar las horas más cálidas del día en compañía. Una vez a la semana, los viernes, la charla se centraba en el gran tema que asolaba la aldea: la despoblación y su propia aniquilación.
Y es que tanto unos como otros, tanto en el puerto como en el desierto, el norte grande de Chile está desapareciendo. Y junto a ello, también los vestigios del pueblo quechua. En este contexto encontré el hombre que me ayudó en mi búsqueda. La libreta de Octavio Herrera asomaba desvergonzada detrás de la mesa que hacía esquina con la despensa, al lado de un grupo reducido de hombres que tomaban té negro. El abogado indígena fue, durante muchos años, el presidente de la comunidad. Actualmente centraba sus esfuerzos en revivir el cadáver de este pueblo, que agonizaba en medio de la arena quemante del desierto, y que no encontraba consuelo ni tan siquiera detrás del dragón de arena, en la ciudad.
Después de contarle mi propósito, me dejó diez volúmenes con actas de nacimiento y defunción escritas a mano encima de la mesa. Muchas letras del abecedario y algunos años completos faltaban en el registro, pero no dije nada. Mientras desempolvaba los álbumes, Octavio me iba contando sus proyectos. Contrariamente a sus ojos que brillaban y a su timbre de voz grave y seco, sus soluciones parecían destinadas al fracaso.
La relación de la comunidad quechua con la minería era un poco turbia, como todas las historias de colonización y explotación del territorio en América latina. Las empresas extractivistas habían usado el subsuelo para abastecerse en el pasado, y, después de que el salitre dejase de ser rentable, abandonaron muchos pueblos a su merced. Según Octavio, después de despojar a personas indígenas de su tierra y hacerlas vivir en sociedad, el motor económico se fue, y, con ello, gran parte de la población. Si bien es cierto que la industria del cobre sigue teniendo cierto peso, los mineros ya no viven en pleno desierto. La conversación tomó muchos tonos distintos, pero era claro que cuando el exlíder hablaba, nadie le contradecía.
Y así se hizo oscuro. Con la instintiva certeza de que no había mucho más que buscar, me fui con el mismo minibus de vuelta a Iquique. Mientras desmontaba la gran duna y bajaba a latitudes cero, me autoconvencí. Lo más probable, eso es lo que quería pensar, es que ese hermanastro de mi bisabuelo hubiese muerto sin descendencia en otra ciudad después de emigrar huyendo de la pobreza y la desindustrialización. Quién sabía. A lo mejor se hizo minero. O pescador.
Foto de cabecera: Vista de Iquique con el dragón detrás (CC Mariano Mantel)