Es muy difícil, estos días, en cualquier calle de cualquier pueblo de cualquier país de África, hacer fotos sin que aparezca alguno: parece que son cada vez más. Por supuesto, no podemos saber cuántos: el África y los números no se llevan muy bien. Pero, a ojo de buen cubero —qué será un buen cubero— o a mano alzada —la próxima vez que me levantes la mano…—, calculo que han de ser varios millones.
Supongamos: en África hay unos 300 millones de chicos de menos de diez años. Y yo diría —sin arriesgar ni un poco— que uno de cada veinte lleva una camiseta del Barcelona que dice, a sus espaldas, 10 y Messi. O sea que hay, en cada momento, en todo momento, sólo en África, unos 15 millones de messitos. Va de nuevo: hay, en cada momento, en todo momento, sólo en África, más messitos que habitantes tienen Madrid, Barcelona y Valencia juntas.
Muchos son analfabetos; muchos se buscan la vida como pueden, trabajan desde que cumplen seis o siete, piden por la calle, no comen suficiente, no tienen un gran futuro por delante —pero son Messi: de algún modo son Messi. Llevan su camiseta.
La camiseta de fútbol se ha convertido definitivamente en uno de los atuendos más usados. El amor a la camiseta se hizo literal: no es la fidelidad a un club, a una historia común; es el amor de millones a un tejido. Las camisetas son el verdadero uniforme del mundo pobre. Proveen un suplemento: no sólo te cubren el pecho; también te hacen alguien, hablan sobre tí. Y buena parte de esas camisetas dicen Messi.
Las camisetas, por supuesto, no son «originales». El Barcelona, Messi, el fisco español, el argentino, la Fifa y otras mafias, los infinitos intermediarios gordos, no hacen plata con ellas. Las camisetas son bellamente falsas y suelen estar gastadas o raídas o andrajosas: el chico que la lleva no siempre tiene otra. Pero la lleva con un orgullo estrepitoso.
—¿Y vos sabés quién es Messi?
—Claro, cómo no voy a saber.
Me contestó, intérprete mediante, en una calle polvorienta de un pueblo polvoriento, uno de nueve o diez años con más dientes que cabeza:
—El inventor del fútbol.
Me dijo, y se fue pateando una pelota hecha pelota. Yo había ido a Malí para caminar días y días detrás de unos pastores nómadas, sus vacas, sus ovejas. Malí es uno de los países más pobres del continente más pobre y ahora, para completar, hay guerra y Al Qaida. Pero también es bello y orgulloso y loco por el fútbol. En Malí el fútbol es una religión —con dioses cada vez más extranjeros. Uno puede pasarse días y días dando vueltas por sus rincones más recónditos sin ver una sola camiseta de un equipo local. (Que los hay, lo hay. Pero son un escalón en la trepada hacia el fútbol verdadero, el que viste a los chicos, el que todos pretenden. Cualquier parecido con mi país no es pura coincidencia.) Y, en cambio, miles de messitos.
—¿Y lo viste de verdad alguna vez?
El muchacho ya lucía crecido, quizá quince, y vendía chucherías y hablaba un poco de francés. Yo le había dicho que era argentino y entonces él me preguntó si había visto a Messi alguna vez. Yo le dije que sí, que alguna vez. ¿Y cómo es? Bueno, así como se ve, tranquilo, bajito. ¿Cómo que bajito? Sí, bajito. Qué va a ser bajito, no me mientas.
Yo intenté mantener la posición pero el muchacho se iba cabreando demasiado rápido y me llevaba media espalda. Estábamos en uno de esos cruces de caminos donde sobra gente que no tiene nada que hacer, y se fue juntando mucha alrededor. El tipo les dijo que yo decía que Messi era bajito y, en lugar de indignarse, los amables contertulios se convencieron de que estaba loco y empezaron a reírse a carcajadas, me palmeaban la espalda, mucho bonjour, mucho salaam aleko. Fue un alivio.
Tantas veces me pregunté si Messi sabe. Lo miro, vuelvo a mirarlo y me pregunto si sabe —si sabe en serio, de esa forma en que uno sabe las cosas que realmente sabe— que el mundo está lleno de messitos: que en cada rincón del mundo hay un chico con una camiseta con su nombre, un chico que quiere ser como él. Me pregunto si sabe y cómo es, si sabe, vivir con esa gloria y esa carga.