El viaje de Esteban empezó en la primera parte
En el cuarto de hotel —idéntico a todos los que me tocarán: calculado, mínimo, aséptico— lo primero que hago es examinar mis pies. Por fortuna no hay ampollas: las medias tirantes y las botas Quechua aportaron lo suyo. Preparo un baño de inmersión en una bañera en la que entro doblado en dos y en un baño revestido íntegramente en plástico (y, como en casi todo Japón, con un inodoro cuya tabla levanta temperatura y emite sonidos relajantes). Luego me predispongo a bajar y clasificar el material filmado, enchufar los equipos electrónicos, cargar las múltiples baterías, reservar el hotel de mañana y vestirme para salir a comer. Nunca pensé que vestirse fuera tan difícil, me siento un muñeco de Lego con las articulaciones oxidadas. Vuelvo a mirar el mapa en el teléfono y no doy crédito: once horas para cubrir 32 kilómetros a pie.
A las 7 en punto doy el primer paso. Dormí poco y mal, pero no acuso dolores. La ruta, plana, se estrena por una ciudad no muy grande que me recuerda, en tren de buscarle un parecido, a un suburbio de Los Ángeles. Carteles de neón, tiendas de autos usados (son como de juguete, se estacionan en sitios imposibles y los modelos se llaman Pajero, Cocoa, Trueno o Moco) que exhiben guirnaldas y afiches fosforescentes, pocos semáforos y casi ningún peatón. Reconozco por enésima vez algo que me llama la atención: la ausencia de tachos de basura en la vía pública. Eso me suena a la frase de un amigo español que vive en Tokio: «Aquí, lo que no está previsto no sucede». Es simple, no hay cubos porque la gente no ensucia. Otro parámetro rotundo: no está previsto que las madres trabajen, entonces no se suele ver a mujeres de entre 30 y 60 años atendiendo un local o vestidas de policía.
En un estacionamiento filmo sin pruritos a un hombre que tarda 15 minutos en desenredar una bandera que está atada a su mástil para luego izarla. Lo hace con una sutileza, una parsimonia y una dedicación magníficas, como si en ello le fuera la vida. Así como registro esa escena, me animo a hacer lo propio, un poco a la manera de Hiroshige, con otras impresiones pastoriles que florecen a la vera del camino. Un niño jugando al béisbol en la puerta de su casa, una anciana limpiando los yuyos de su jardín, adolescentes uniformados yendo al colegio, un monje barriendo la entrada de un templo sintoísta, un señor pedaleando su bicicleta fija en el balcón, un vendedor ambulante ordenando los hongos… Poco a poco voy dejando atrás la civilización amesetada —las distancias son cortas entre ciudad y ciudad, entre pueblo y pueblo— y me acerco al Satta Pass, otro hito del viaje.
Se larga un aguacero que me obliga a refugiarme bajo un techito y prepararme para la ocasión. Ataviado con una capa de caucho me meto en la montaña y camino entre naranjos con sus frutos relucientes y mil arbustos forrados de papelitos blancos. El mar asoma y se oculta dependiendo de las parábolas del sendero. Estoy solo. Otra vez el cuerpo al borde de sus límites, mis piernas desplegando corajudamente su ingeniería eficaz, testaruda y analógica. En el ápice del hambre mi curiosidad descubre dos casitas que hacen las veces de restaurante y de criadero de anguilas y truchas arcoíris. Me honro con un almuerzo opíparo, eligiendo a dedo casi todo lo que figura en el menú y no comprendo (las célebres «unagi» con semillas de sésamo son una exquisitez grasosa). Como soy el único comensal, el cocinero deja su hábitat para saludarme y, al adivinar mis dolores de espalda, me masajea los hombros ante las risas espasmódicas de sus colegas.
Puesto a condensar el relato, pego un salto elíptico hasta dentro de unos días. Corte a: una plantación de té neuróticamente tusada. Avanzo a velocidad media en un entorno de sierras y arbustos rastreros de «matcha», en total silencio, habiendo aprendido a dosificar la energía. Doy con un lugar especializado en pastas con cangrejo y café. Suena un disco de Dave Brubeck, en vinilo, a través de unos Technics quirúrgicos. La camarera, una viejita pícara y radiante, me trae la cuenta (la costumbre es colocarla boca abajo) junto a una nota escrita a mano: «What do you need?». Le explico mis planes y queda absorta, con esa cara de pudoroso pasmo que sólo los japoneses ponen, redondeando la boca y emitiendo sucesivos «oh, oh, oh» mientras se la tapan con ambas manos en un mohín de respeto.
A la hora de despedirme —el lugar se llama Komorebi, que quiere decir algo así como «los rayos del sol filtrándose a través de las hojas de los árboles»— aparece el dueño y sin ambages se propone llevarme a dar una vuelta, cosa que por supuesto acepto. Subimos a su Honda Fit y partimos. Primero, a un templo sintoísta que luce vacío. Me lo muestra con tanto entusiasmo, que pensé que era uno de los feligreses, pero no: sólo me lo estaba mostrando. El inglés de Matsumoto es muy básico, así que la comunicación progresa en saludable mutismo.
Volvemos al auto y vamos derecho —nadie alrededor— hasta un museo liliputiense que jamás habría descubierto porque no parece un museo sino, como mucho, una oficina de correos. Con una reverencia grácil nos recibe el encargado, que conoce de memoria a Matsumoto. Me saco las botas y entro. Katuhiko tiene los dientes molidos, una sonrisa ancha y el pelo canoso levemente teñido de azul. En la sala de exposición hay originales de Hokusai y de Hiroshige dedicados al Tokaido. Mis dos anfitriones miran los fantásticos dibujos y se ríen a carcajadas: Matsumoto señala a un granjero e insinúa que se parece a él, mientras Katuhiko me presta una lupa para que mire las obras de cerca. Los detalles en el papel son impresionantes, no exentos de humor, cargados de un lirismo apenas presente.
Ya en el Fit, nos detenemos frente a un añoso cerezo en flor, luego frente a un grabado en una piedra y por último frente a una plantación de frutillas blancas. El camino por el que desfila el auto es tan angosto que mi guía se baja, se para en medio, estira los brazos en cruz y dice: «To-kai-do». Por acá mismo, entiendo, pasaba el antiguo trillo que surco ahora, su ristra de epopeyas y viandantes. Con un movimiento de manos Matsumoto me indica que hasta acá llegamos. «Now, you walk», balbucea señalando sus pies. Bajo del Honda con todos mis petates, los apoyo en el piso y le doy un abrazo. Silencio. Agradezco con mi mejor «arigato gozaimasu» posible. Silencio. Creo que está llorando. ¿O es la lluvia? Porque llueve bastante y a él le preocupa que me moje. Emocionado doy la media vuelta y enfilo hacia Kakegawa a través de un cementerio aterrazado, cavilando en la relación de los japoneses con la naturaleza y en las horas que me quedan hasta recostar el esqueleto.
El dolor corporal se acentúa día tras día, de a momentos con ramalazos en algún músculo, pero ya vislumbré que no me impedirá llegar a Kioto. El hotel de esta noche tiene su onsen propio; o sea, un baño termal cubierto, en el subsuelo, con el agua a 40 grados. Dejo mis pertenencias en un vestuario, me desnudo, me lavo las partes sentado en una ducha, me enjuago con un balde, me hago de una toalla minúscula que se dobla en cuatro, me las arreglo para llevarla apoyada en la cabeza como hacen los demás y me deslizo en una pileta vaporosa que comparto con tres o cuatro catecúmenos mudos. Intento esconder mis tatuajes —están prohibidos— y me distiendo un rato entre bostezos. Por la mañana, en la TV del restaurante sólo hablan del florecimiento de los cerezos, que causa furor en esta época del año. El timbre de voz de los conductores, vestidos estrambóticamente, se mezcla con los aspires de mis vecinos taciturnos, que succionan la sopa miso vestidos con el pijama y las pantuflas que provee el hotel. Marco la ruta y me pongo en marcha sin circunloquios.
En los primeros minutos de caminata —particularísima condensación del tiempo— me percato de que un olor ha ido gobernando mis pasos. Podría describirlo como tirando a agrio y desabrido, pero no en extremo, oculto detrás de un velo, solapado, dificultando su reconocimiento espontáneo. Todos los ramen que comí lo emanaron, también algunas plantaciones que atravesé, incluso los pasillos de los hoteles, los mercados, diversos encurtidos y las estaciones de tren más pobladas. Inevitable traer el umami a colación, vocablo que compendia ácido, amargo, dulce y salado en una suerte de mágico y misterioso quinto sabor. Constituye un ejemplo paradigmático el té verde, que al principio parece no saber a nada y uno le va agarrando la mano hasta volverse, como en mi caso, adicto. Ojo, que el jamón de bellota es otro digno espécimen de umami, pero en clave occidental.
Me despierto al alba con este texto en la cabeza garabateado «a la española» en mi nictógrafo: «Es muy poco lo que voy a deciros porque poco es lo que soy y deciros poco forma parte de mi estructura fundacional; deciros poco es ser honesto con mis orígenes y es muy poco lo que tengo en mis orígenes, por no decir casi nada. Casi nada voy a deciros porque casi nada es todo lo que puedo daros (y eso si me esfuerzo mucho, muchísimo: por mucho, muchísimo que me esfuerce, siempre termino dando poco, casi nada, para terminar agotado y por el piso de formas como no se ha visto y sin exagerar, de modo que la recuperación me demanda días, quizá meses, y luego volver a empezar). Son las cosas que me pasan, no hay mucho que hacer. Tampoco hacerse mala sangre. Poco es lo que voy a contaros. Ya lo he dicho y lo vuelvo a decir porque no quiero que se generen falsas expectativas; se sabe, es muy probable que la vida no se ponga mejor que esto». Hay algo japonés en esa parrafada. En un rato, posiblemente al mediodía, estaré llegando a mi Norte y no me lo creo.
Y ahora, no sé por qué, vuelvo al pasado. A punto de entrar en el sendero que une Otsu y Kioto conocí a Tsujimoto. Estiraba las piernas cuando lo vi venir. Iba pausado, las manos amarradas sabiamente por detrás. En ese instante trinó un pajarito que había venido oyendo desde temprano. «Jisu», dijo el hombre cuando intuyó mi interés. Y «jisu» de vuelta y una vez más: carcajadas niponas. Se sorprendió con mesura cuando supo que mi viaje estaba por concluir. Miró mis piernas y dibujó un gesto de OK como lo hacen acá, formando un círculo con el pulgar y el índice. Me contó que se dirigía al Paseo del Filósofo para apreciar los sakuras recién florecidos y me invitó a acompañarlo.
Caminábamos juntos a dos por hora y en admirable silencio, cercados por un bosque de bambú y de la inefable copla de los jisu. Parecíamos salidos del guión de un anime, maestro y discípulo topándose al final del camino y recorriéndolo a dúo. Los bambúes eran altísimos y, apiñados, se rozaban entre sí escenográficamente creando una música serena como de flautas. En la ciudad nos esperaban cientos de cerezos en eclosión, su acechada lluvia blanca salpicando el río Sanjo —última parada del Tokaido—, japoneses montando picnics debajo de los pétalos, recién casados posando junto a una rama rosa y miles de turistas armados hasta los dientes con celulares y cámaras y teleobjetivos y flashes y trípodes y selfie sticks.
Desde que imaginé este viaje supe que la vuelta, desandando el camino desde Kioto hasta Tokio, sería a bordo del Shinkansen, el famoso tren bala, a 300 kilómetros por hora. Me trepé al vagón número 8 y me instalé en una butaca sobre la ventanilla, al lado de un hombre de negocios que bebía café frío sin cesar. Quería ver cómo desfilaban ante mis ojos los 500 kilómetros que separan una ciudad de la otra. Sin preámbulos la máquina se puso en marcha y sin preámbulos entré en estado de trance: reconocí acá o allá, entre serpenteos, un puente, la entrada de un templo, la cima de una montaña y no mucho más. Instantes epifánicos, imposibles de fijar o retener, que proporcionaban fruición.
Se me vino a la mente un documental en el que Werner Herzog sigue a dos compatriotas que hacen cumbre muy cerca del cielo, en la cadena montañosa de Gasherbrum, frontera de China y Pakistán. La estrella de la película es el alemán Reinhold Messner, primer alpinista del mundo en escalar los 14 ochomiles sin oxígeno. Después de tocar la cima deseada en condiciones adversas, Messner y su compañero, Hans Kammerlander, vuelven al campamento a encontrarse con el cineasta, que los espera nerviosamente desde hace una semana. El encuentro, de emoción teutona, ofrece algunas genialidades. En un sigiloso zoom in vemos a Messner desnudo, secándose al sol como un oso polar luego de bañarse en un glaciar. Herzog se acerca y le pregunta algo así como «¿cuál es el objetivo de todo esto?». El tipo no lo sabe, no se lo ha preguntado y no quiere conocer la respuesta. Enseguida cuenta que puede escribir líneas imaginarias sobre las enormes paredes de hielo, «así como un profesor lo hace con tiza en un pizarrón». Con modestia dice que él solo es capaz de ver esas líneas en la blanca inmensidad y que quedarán ahí para siempre.
La analogía se anuncia del todo abrupta, pero, aun así, mutando la osadía vertical de Messner por mi primerizo viaje horizontal, sentí algo afín. Miré cómo volaban ante mí algunos campos sembrados de té verde, los cables de la electricidad, el mar o la silueta esfumada y fantasmal de un tren de pueblo, y advertí cómo en ese paisaje que caminé con lentitud de caracol quedará por siempre, dibujado sólo para mí, un bellísimo trazo invisible. Líneas erráticas en el mapa de la tierra, líneas erráticas y perfectas.
En el plano siguiente Messner está de frente, vestido con su campera azul y rodeado de nieve. «A veces me imagino caminando durante años, de un valle del Himalaya al otro, a través de bosques o desiertos, sin mirar atrás ni adelante, siguiendo camino hasta el extremo del mundo», dice. Entonces Herzog, que acecha detrás de cámara, le cuenta que soñó lo mismo, que podía caminar y caminar junto a un husky «hasta haber estado en todas partes». El alpinista sonríe con su sonrisa de hielo y explica, moviendo las manos a la altura del pecho, que se imagina caminando sin destino hasta el fin del mundo, que no sabe si ese lugar será redondo o plano y si terminará ahí, pero inevitablemente parará y entonces parará también su vida.
Messner se frota las manos. Su felicidad es única, distinta de lo que uno está acostumbrado a ver en los demás o a sentir en carne propia. La cámara se acerca a su cara tostada y nos muestra sus ojos color de cielo. Dice que escalar resulta cada vez menos importante para él: «Lo importante es caminar, caminar, caminar». Lo dice con tal asombro y alegría, que creo estar modestamente cerca, muy cerca de esa sensación.