«Hay que venir al Sur para encontrar el Norte» nos dice un amigo por Whattsapp. Nerea y yo que estamos regresando de Caños de Meca, nos miramos con una sonrisa cómplice.

—Nere, ¿quieres conocer el paraíso?

What?

—Se llama Caños de Meca y está en la costa gaditana, entre Conil y Barbate. ¿Te apuntas? ¿Busco un lugar donde reservar para julio?

—Dale.

Este viaje empieza en Zaragoza. En un barrio residencial de nueva construcción llamado Valdespartera, en el mes de junio, en plena vorágine laboral universitaria.

Días antes, un tribunal de oposición para una plaza docente en la Universidad de Zaragoza y la amenaza de una especie de ERE en el trabajo de mi amiga, también en la Universidad, nos habían sumergido en puro estrés prevacacional.

Desde esta ubicación periférica comenzamos a soñar. A fantasear como hacen las amigas, con esa imaginación femenina que no acierto a definir como tópica. Sueños que se pueden casi agarrar con las manos y materializarse. En la calle zaragozana de Los Pájaros (por la película de Alfred Hitchcock. Ya saben el ingenio que se gastan las ciudades a la hora de nominar las calles de sus modernas construcciones del extrarradio), comenzamos mi amiga y yo a alzar el vuelo. Un viaje catártico al sur de España en mi pequeño Volkswagen Polo.

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Hay una imagen que me obsesiona. Una postal liberadora a la que acudo cuando me puede la presión laboral y la ansiedad. Es muy sencilla. La Playa de la Mangueta, de Zahora, al lado de Caños, abierta, luminosa, blanca y vacía con algo de viento soplando. Yo, desnuda, tumbada en la playa, libre, y ese mar fuerte y azul al frente.

La pareja de artistas gaditanos (uno de ellos de adopción) y madrileños de espíritu, Enrique Naya y Juan Carrero Galofré, conocidos como Los Costus (en homenaje a la labor de las costureras), realizó un viaje por Caños de Meca el verano de 1979 junto a la cantante Alaska y al compositor y bajista Nacho Canut, que habían salido ya de Kaka de luxe y daban sus primeros acordes en Los Pegamoides. Ya estaba en funcionamiento por esas fechas la llamada «Movida madrileña», que tenía como epicentro el apartamento de Los Costus en el número 14 de la calle malasañera de La Palma. Fue en esta casa donde se rodó Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980), primera película de Almodóvar, que también rondaba por allí, junto a Fabio McNamara, Tino Casal y Carlos Berlanga, entre otros. Y de este viaje por Cádiz surgieron una serie de cuadros que incorporaban al estilo pop y naif que desarrollaron Los Costus hasta desembocar finalmente en el kitsch, elementos como el paisaje y las aguas de Caños de Meca. Entre todos, destaca uno que refleja con bastante acierto mi deseo, mi sentimiento de abandono y de integración con la naturaleza salvaje de esas playas. Esa simbiosis entre lo humano con las rocas, con la arena, la sal y el mar de la playa. La pintura muestra una mujer tumbada de costado en la arena junto a las rocas y en la orilla del mar. La mujer es también roca y arena y mar. La mujer es esa playa.

Y de este viaje por Cádiz surgieron una serie de cuadros que incorporaban al estilo pop y naif que desarrollaron «Los Costus» hasta desembocar finalmente en el kitsch. CC Costus.

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He viajado muchas veces a Cádiz y a la costa gaditana desde niña con mi familia. Recuerdo un verano en el que mis padres alquilaron una casa de pueblo en Barbate y fuimos a un festival de flamenco. Era un patio abierto con un bar muy sencillo. Las mesas y sillas, de esas ruidosas de metal de chiringuito. Y el elenco de cantaores, sobresaliente: El Cabrero, Camarón… Puedo decir que estuve en un concierto de Camarón. Aunque no me acuerdo de nada. Yo jugaba entre las mesas, los alcorques y las sillas a las chapas con mi hermano mientras mis padres escuchaban flamenco y se mimetizaban con el entorno. Solo resiste en mi memoria que cantó una flamenca mayor llamada La Paquera y que una pareja de gaditanos muy salaos, cuando la aplaudían, gritaban: «Era buena», «era buena». Latiguillo que empleamos en casa a cada tanto cuando un cantante caspa no termina de retirarse o cuando a un escritor le pesan los años en las letras. «Era bueno», «era bueno». Sirve para el masculino igualmente.

La pintura muestra una mujer tumbada de costado en la arena junto a las rocas y en la orilla del mar. La mujer es también roca y arena y mar. La mujer es esa playa

Otra anécdota me sitúa en la plaza del Ayuntamiento de Cádiz. En una pensión cutre al estilo, creo yo, de la Pensión Triana de la que habla Javier Ruibal en su canción; solo que las putas no se dejaron ver en aquella ocasión. Frente a la pensión, un bar de esos que te permiten sentarte con tu cucurucho de pescaíto frito comprado en el local de al lado a cambio de que las bebidas las consumas del bar. Dentro, una máquina tragaperras y mi tía Encarna, Tituchi, dejándose «los cuartos». Salía de tanto en cuanto a la mesa donde mi madre, mi hermano y yo devorábamos cazón en adobo y ortiguillas. Salía y soltaba esta perla: «En que me habré fundao yo». Era una de sus frases preferidas. También la decía cuando jugábamos en casa al bingo. Ella, jugadora empedernida, disfrutadora nata, buena gente, complacida y agradecida con la vida, se pillaba dos y hasta tres cartones… y perdía. «¡Ay señor, señor! ¡En qué me habré fundao yo!». Otra frase de nuestro acervo familiar aplicable a infinidad de contextos.

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Caños de Meca ha sido un descubrimiento de adulta. Quien primero me trajo fue un novio mayor. Mayor para la edad de 25 años que yo ostentaba esa Semana Santa. Nos alojamos en el Hostal El Capi, que sigue existiendo, y al que volví con una amiga del colegio años después. El Capi es un hostal como muchos de los que se encuentran por allí. Como el Hostal Alhambra en el que nos alojaremos Nerea y yo en este viaje catártico de 2016, y que queda enfrente justo del Capi, cruzando la carretera A-2233 que va de Conil a Barbate y deja a un lado la playa del Palmar, pasa por Zahora y Caños de Meca. Todo un recorrido dentro de la «Costa de la Luz» gaditana que para quienes conozco se identifica genéricamente como Caños. «Me voy a Caños», se dice, aunque te alojes concretamente en Zahora, que es donde se encuentran El Capi y Alhambra.

Pues este novio doce años mayor que yo y para mí en ese momento el summum de un «hombre con experiencia», me llevó a Caños de Meca y reservó en El Capi, que me pareció un hostal de ensueño. Esas habitacioncitas blancas, de forma arabesca, con su porchecito. Todas dan a un patio o jardín de flores y césped. Pequeñas y coquetas casitas me parecían, me parecen.

De ese viaje recuerdo poco más que la excitación. Fue hace mucho. Pero tengo grabada una escena. La memoria se construye de imágenes como nos recuerda Patricia Almarcegui en El sentido del viaje y yo tengo borbotones de imágenes de Caños de Meca. La noche que llegamos, bueno, no sé si fue esa noche u otra, pero en mis recuerdos se ha instalado en la primera noche. El hombre más bien serio y frío, del que estaba enamorada, me llevó entre matorrales, caminos de arena y juncos hasta una playa donde lucía inmensa la luna. Una luna que me mostró. Un instante que selló con un beso. Así está fijada esa postal en mi memoria. Una postal algo amarillenta ya, por qué no decirlo. Con todo, para esta crónica, he acudido a la fuente y he podido corroborar que fue más o menos así, pero tampoco recuerda si sucedió la primera o la tercera noche.

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Volví a Caños dos o tres veces más con otra pareja. Y además de la calidez y seguridad de su compañía, lo que recuerdo especialmente son las noches que dormimos en el Faro de Trafalgar. Luis, el farero, nos alojó con su familia y nos dejó subir a lo alto e imaginar la batalla. Hace dos años, en el 2014, regresé para entrevistarle y me contó muchas anécdotas que le habían sucedido en este Faro y en otros, porque lleva a sus espaldas más de 30 años de esta profesión en peligro de extinción. Historias de contrabando, de persecuciones al estilo de la película El Niño y también de naufragios. Con él descubrí lo que es un tómbolo, porque el Faro de Trafalgar se halla justamente enclavado en este accidente geográfico que forma una estrecha lengua de tierra. Un tómbolo mayor es también el Peñón de Gibraltar.

Esas habitacioncitas blancas, de forma arabesca, con su porchecito. Todas dan a un patio o jardín de flores y césped. Pequeñas y coquetas casitas me parecían, me parecen

Desde arriba del Faro divisamos la costa marroquí e imaginamos la batalla naval contra los ingleses en 1805. Una victoria británica que pone nombre nada más y nada menos que a Trafalgar Square en Londres. Y desde las alturas, contemplando el mar, se nos quedó grabado además el rumor del oleaje, como al jerezano David Cordero.

Pero con quien me quedé prendada de verdad en ese viaje fue con el hermano de Luis, Salvador, otro farero prejubilado. A Salvador le entrevisté en Cádiz un sábado 6 de septiembre de 2014.

Hacía un calor tibio en la «tacita de plata». Un calor dorado que acaricia. La Caleta parecía absorber luz y expulsar sal. «Cádiz es la hija adorada del sol, su ojo de fuego la cubre con sus rayos más ardientes; de manera que la ciudad entera parece estar dentro de la luz», comentó Alexandre Dumas en su libro Viaje de París a Cádiz allá por noviembre de 1846. Y prosigue, embelesado por la luz y los colores gaditanos, los pasos descriptivos de Théophile Gautier, otro viajero romántico. Dice Dumas:

«Solo tres tonalidades capturan la vista en este momento: el azul del cielo, el blanco de las casas y el verde de las celosías. ¡Pero qué azul!, ¡qué blanco y qué verde! No hay cobalto, no hay ultramar, no hay zafiro comparable a ese azul; no hay nieve, ni leche, ni azúcar parecido al blanco; no hay esmeralda, no hay verde veronés, ni verdín que pueda compararse con ese verde. De tiempo en tiempo, a través de las rejas de un balcón, salen las ramas de una planta que no conozco, y cuya flor irradia sobre el muro como una estrella de púrpura. En ningún lugar de España he visto casas tan altas como en Cádiz, es que Cádiz no puede extenderse ni a derecha ni a izquierda, y se ve obligada a pedir a la altura lo que su estrecho islote le niega en ancho; por eso cada casa se alza de puntillas, una para mirar el puerto, la otra al mar, ésta Sevilla, aquélla Tánger. Esta exigüidad de terreno vuelve a las calles de Cádiz por lo menos tan estrechas como la de las otras ciudades de España. Apresurémonos a decir que están mejor empedradas. Pero la ventaja que tienen respecto a las otras ciudades de España, y que no sé a qué atribuir, es que Cádiz es la única ciudad en la que he visto calles que parecen ir al cielo. ¿Comprende, Madame? El extremo de esas calles de que hablo acaba en el vacío, y su límite es el infinito, ese azur que se extiende detrás de dos líneas blancas aparece entonces con el azul más excesivo, el más absoluto, el más intenso. Todo esto es alegre, vivo, todo esto explica esas noches blancas de amor y serenatas que incluso en España se llaman las noches de Cádiz.

Nada para ver, por lo demás, en Cádiz, ni monumentos, ni palacios, ni museos; una catedral de bastante mal gusto, eso es todo. Pero lo que se viene a buscar a Cádiz, como a Nápoles, es ese cielo azul, ese mar azul, ese aire límpido, y ese hálito de amor que corre en el aire. A uno le gusta Cádiz sin saber qué es lo que le gusta de Cádiz.» (2002, Pre-textos)

Gautier y Dumas, como el inglés Richard Ford con su Manual para viajeros en España(1845), junto con otros viajeros ilustrados previos, como Jean-François Peyron y Jean- François Bourgoing, ayudaron a inmortalizar esta imagen luminosa de Cádiz. Y ese sentir de que «a uno le gusta Cádiz sin saber qué es lo que le gusta de Cádiz».

En la famosa Alameda de Cádiz, en un «chiringuito» con sillas y mesas de aluminio, frente a unas cervezas, me habló de Billy El Niño, el inspector más temido de la policía de Franco por las palizas que daba, y de la Brigada Política Social. De años duros, de cárcel y golpes en Madrid; de días incomunicado, que me contaba sin dramatismo.

Tuve delante a un perdedor. No. A un hombre que no había ganado ninguna de sus peleas pero que, ya jubilado, seguía peleando…

—Tengo que contactar con los de Podemos de aquí de Cádiz —me decía Salva en un momento de la charla— porque puedo aportarles mucha experiencia asamblearia y decirles que se están equivocando en algunas cosas. Se obsesionan en responder a las provocaciones; en salir a defenderse de acusaciones ridículas. ¡Esa no es la estrategia! Tienen que insistir en sus fortalezas; en aquello que les ha llevado al éxito inicial y olvidarse de lo anecdótico. Ni contestar siquiera cuando dicen que si les financia Venezuela o si son compañeros de viaje de los etarras. Son muy jóvenes (como lo éramos nosotros) y cometen los mismos errores

La historia de Salva me fascinó y ahí la guardo para contarla despacio y con detalle en otra crónica.

***

Aún viajé a Caños con otro partener, que conocía bien el terreno y le apasionaba como a mí. Era un extremeño enamorado de sí mismo y de los embutidos de su tierra. Aficionado a los porros y al sexo. Dos facetas sin duda cien por cien explotables en Caños. En ese viaje descubrí la playa de la Mangueta y el nudismo. Las horas de la comida se juntaban con las de la cena y las noches se vivían despiertas transitando desde la puesta de sol en El Palmar hasta la madrugada en cualquier playa. Recuerdo risas, muchas, provocadas por la maría, y muy buen rollo y un sueño cumplido: hacerlo finalmente en un coche. Casi en frente del garito llamado Saboy, en el camino de arena que desemboca en la Mangueta. Camino de encuentros furtivos y apasionados por lo que he podido saber después. Fue en este viaje en concreto cuando me encontré con un antiguo compañero de la Complutense que nada más verme me dijo: «¿Qué haces en el paraíso?» Y no pude sino reconocerme en este limbo y sonreír de felicidad.

En Caños de Meca es muy fácil acceder al costo y consumirlo. Más hachís que marihuana. Te lo ofrecen en la playa en los locales a poco que le pongas algo de intención. También te «dan el palo» con gena en lugar de hachís y te timan. «Bajarse al moro» sigue siendo una costumbre por mucha vigilancia que haya, que la hay. Siguen existiendo Chusas y Jaimitos como los que retrató José Luis Alonso de Santos en su obra teatral en 1985. Perdedores entrañables que inmortalizó en su adaptación al cine Fernando Colomo en 1988 por medio de Verónica Forqué y Juan Echanove y con banda sonora de Pata Negra. Y aunque ellos «bajaban al moro» parece que por Ceuta, esa misma entrada a Marruecos puede realizarse en ferry por Tarifa o por Algeciras. Tarifa está a unos sesenta kilómetros de Caños y Algeciras a pocos más de ochenta.

«¿Qué haces en el paraíso?» No pude sino reconocerme en este limbo y sonreír de felicidad

Con todo, el hachís entra en la costa de la luz a mansalva y en lanchas, normalmente por la noche. Si miramos las noticias del Diario de Cádiz se suelen encontrar titulares como «Cinco detenidos con dos toneladas de hachís en Caños de Meca». Si estos son los que detienen… Muchos garitos han pagado multas cuantiosas y han tenido que cerrar durante temporadas por venta y consumo. Por eso, en principio, de puertas afuera, allí no pasa nada, pero sólo hay que pasearse y respirar para darse cuenta de que ese aromilla no es tabaco de pipa precisamente. Y no lo neguemos, forma parte del atractivo de la zona. Es un elemento clave del imaginarium hippy de «paz y amor» y relajación que vende Caños. La noche, la playa, la luna llena y un porrito solo o en compañía de colegas a la luz de esa luna y de esos cielos poblados de estrellas que dejan a su paso los vientos del Estrecho.

Hash, hash
Smoking hash
Smoking hash

Hash, hash

I don’t know
Where you go
Where you go away
I don’t want to me
I don’t you but you don’t
From Paris to Caños de Meca
Smoking hash
I will go, go from Paris to Caños de Meca
From Paris to Caños de Meca

Hash, hash
Smoking hash
Smoking hash
Hash, hash

Más o menos así lo cuenta y canta Fabio McNamara en su tema «Caños de Meca», incluido en su disco Maricloneando.

En este viaje con Nerea también hubo su noche de risas y porros. El sábado 16 de julio en un concierto en El Saboy conocimos a Marcos e Iván, dos toledanos perdidos y encontrados en Zahora. La conversación fue rápida e inteligente desde el principio. En seguida generamos nuestro código propio de chistes y alusiones. Los piques y coqueteos se sucedían. Y bastó que comentase que llevábamos ya siete días en Caños y que aún no habíamos dado ni una calada a un porro para que Marcos nos invitase a su casa a fumar. Era ya tarde pero el chalet de Marcos estaba a la vuelta de la esquina del garito del concierto. Llevábamos más de dos horas charlando con ellos y claramente eran de confianza.

En esta charla nos hablaron de Emilio, excombatiente del frente de Aragón en la Guerra Civil, que vivía con ellos. Otro desheredado y particular ermitaño de los que encuentra cobijo en esta costa alejada de todo. Emilio se ocupa de cuidar el jardín y la casa de Marcos durante todo el año y a cambio tiene cobijo. Decidió abandonar el «mundanal ruido» hace mucho tiempo y ahora vive tranquilo en Caños y cuenta batallitas de la guerra y de otras épocas si le tiras de la lengua. El jardín tiene un césped nutrido y bien cortado y muchos tipos de plantas diversas. Destacan dos gruesas palmeras. Al lado de la casa de Marcos, que no es muy grande, pero que tiene su porche y parece que dos alturas, está una caravana. En ella duerme Emilio estos meses de verano en los que Marcos y sus amistades transitan por el lugar.

Es un elemento clave del imaginarium hippy de «paz y amor» y relajación, que vende Caños. La noche, la playa, la luna llena y un porrito solo o en compañía de colegas.

Llegamos aún de noche a casa de Marcos y entramos por una cancela estrecha. Avanzando por una parte del jardín a oscuras, en seguida divisamos el porche de la casita con su lucecita acogedora. Nos sentamos alrededor de la mesa rectangular que quedaba en un lateral. Pequeño rincón con sus bancos corridos que permite hacer vida al aire libre sin tener que pasar a la casa salvo para acudir a la cocina o al baño. Eran más o menos las cuatro de la mañana. Y estos «amables mozuelos» nos obsequiaron con dos cajas. Una, untupperware de ensaladilla rusa, que Nerea fue devorando con devoción, hasta terminar con ella. Y otra, una caja de madera, con hachís y marihuana, con papelinas y demás enseres.

—Marcos, tú eres un profesional, no nos engañes —le comenté algo sorprendida por el despliegue de medios—. ¿A qué te dedicas verdaderamente? Que aún no nos lo has concretado.

—Bueno, soy ingeniero, ya os lo he dicho —comentó mientras liaba con mimo un canuto de hachís.

—Ya, pero ya no trabajas como ingeniero —insistí.

—Vivo la mayor parte del tiempo en Marbella y también vengo a Caños de Meca por temporadas. Hace poco he estado en Barcelona para ver cómo organizan allí los clubs de cannabis porque he montado uno en Marbella pero no marcha muy bien.

—Un profesional, vamos, lo que yo te diga —reafirmé entre risas, mientras le daba una calada a un porro que me acababa de pasar.

Nerea seguía absorta en su consumo de ensaladilla rusa y esquivaba de vez en cuando los envites de Marcos, que quería algo más que fumar y comer en el porche de su casa con esta rubia que le había vuelto loco bailando en el concierto de hacia unas horas. Iván, por su parte, divertido, arrastraba, sin embargo, cierto halo de tristeza. No sé si porque llevaba algún tiempo en paro o porque, como repitió varias veces, su mujer andaba «perreando» por la costa malagueña con una amiga (la ex de Marcos). Esa incertidumbre laboral y amorosa le hacía algo más cínico de lo necesario en esa noche en la que no había por qué, en la que todo estaba bien y la maldad no tenía cabida. Creo que los cuatro la habíamos dejado fuera y estábamos allí confiados. Como si no hubiese mañana, como si no hubiese más que ese instante retenido en el porche de esa casa a la luz de ese farol. Otra «postal» que conservar.

Hablamos de cenar al día siguiente. Y así nos despedimos, ya amaneciendo, con dos besos en la mejilla y dos porros en el bolsillo.

Me los imagino a los dos allí sentados en el porche, incorruptos, con Emilio vigilante desde la caravana.

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Los viajes a Caños con amigas vinieron más tarde. Muchas mujeres heteros abandonamos a la amiga íntima o a las amigas cuando aparecen los novios (craso error) pero, del mismo modo que a los veintipocos uno vuelve a los padres, a entenderlos y quererlos como son (más o menos), las mujeres, a eso de los treinta y tantos, recuperamos a las amigas (si es que las abandonamos). Nos enganchamos de nuevo a esa complicidad y juegos de la juventud.

Hice dos viajes a Caños con un grupo de amigas. Cada vez con un grupo distinto y con bastantes años de por medio. El primero fue en el 2007 y nos alojamos en los Apartamentos Caños de Meca, justo en el cruce de carreteras que podría simbolizar el centro neurálgico de la localidad al lado de la enorme jaima que cae a la playa. Esta jaima imita las que imaginamos en desiertos como el Sahara, con el suelo de alfombras, una decoración árabe, todo lleno de cojines y puffs esparcidos por todas partes (pero sin bereberes). La jaima se conecta con una edificación acristalada enclavada en el acantilado que se llama Meccarola. Los dos espacios parecen uno solo y se tiene la sensación de estar en una original discoteca con diferentes ambientes. Uno para cenar, otro para tomar unas copas y charlotear, otro para bailar, un pasillo para mirar y dejarse ver, así hasta caer en la playa donde también conecta con un chiringuito de madera que alberga conciertillos de folk. Allí me imagino, porque no he tenido ocasión de verlos nunca, al grupo de jazz fusión Manteca con su «Pa’darte gloria»entonando «me voy, me voy, me voy pa el sur, me voy, me voy pa Caños de Meca». Allí o en El Dorado, un garito de camareros diligentes de la playa del Palmar. También con diferentes ambientes y su parte bailonga con deejay. Dos lugares que hay que visitar si se «baja a Caños».

Los viajes a Caños con amigas vinieron más tarde. Muchas mujeres heteros abandonamos a la amiga íntima o a las amigas cuando aparecen los novios (craso error)

En este primer viaje «de amigas» descubrí las discotecas veraniegas de Caños de Meca. Como los locales playeros tienen hora de cierre a las tres de la mañana, los que quieren seguir la juerga tienen que movilizarse. Primero fue el Edén de música pachanguera y divertida donde ligamos con dos madrileños. Un sumiller y un policía. El agente, que no estaba de servicio, llevaba un pantalón falda al estilo ambiguo de Miguel Bosé en la época de Bandido. Luego vino el Tendío7, de música funky, algo más alternativo, y por último, entró en nuestras vidas el Ohjú, puro house. Los dos están juntos y enfrente del Edén, en la misma carretera A-2233 de siempre. Son discotecas gigantes donde se encuentra «lo mejor de cada casa».

En el segundo viaje de amigas, en el verano del 2012, practicamos lo que mi colega Marian denomina «pimponeo», coquetear a lo loco con unos y otros sin concretar nada. En este plan transcurrió una noche en el Tendío7. Tengo que reconocer que no lo pasé nada bien aquella noche y que en más de una ocasión visualicé un golpazo. He de aclarar que soy una mujer educada en el hippismo setentero en donde la honestidad (mal entendida) se lleva por bandera hasta en el ligoteo. Si no se quiere nada, no se juega, no se azuza el fuego, por decirlo de algún modo. Pero ahí estaba mi amiga cual mariposa de vivos colores, bamboleándose entre diversidad de tipos sensiblemente perjudicados a estas alturas de la noche por el alcohol y las drogas. Este sí, este no, este tampoco, ay que va a ser que no. «Nos cascan», ya verás como «nos cascan». Salimos airosas y sin un rasguño. 

En la zona de acantilados que delimita el parque natural de la Breña llega agua dulce hasta las playas.

En este segundo viaje del 2012 también surgieron las fiestas en casas privadas, pseudo raves donde la cocaína tenía tanta o más presencia que el hachís. Una de mis amigas ligó una noche con un sevillano, amigo del cantante que acababa de dar un concierto, también en el Saboy. Cantante norteamericano, chupado a lo Sabina pero joven, que presumía, ese era su mayor valor, de ser sobrino del músico Sixto Rodríguez, bastante conocido ese año por el impacto que había tenido el documental Searching for Sugar Man (2012). Ese caso insólito para el mundo globalizado que contaba cómo Sixto había alcanzado en Sudáfrica la categoría de una estrella del rock y, sin embargo, desconocía esta dimensión y proyección de su música. El documental sirvió para dar a conocer a este compositor que además tenía un sobrino que tocaba en un garito perdido de la mano de Dios en el camino de la Mangueta. «El sobrino», el resto del grupo, el sevillano, sus colegas y mi amiga se adentraron en un lujoso chalet cerca del Faro a pasar la noche. Mi amiga regresó feliz a nuestro apartamento al día siguiente con el móvil que le habíamos facilitado por si tenía que lanzar un SOS.

Con Nerea, este 2016, hemos descubierto otra discoteca, casi llegando a Conil, El Cortijo. Bueno, descubrir es mucho decir porque sólo llegamos a la puerta y dimos el esquinazo a tres mozos de Arcos, Cádiz, muy bellas personas, pero algo muermos. Nos habían contado en qué trabajaban, donde vivían, si tenían hermanos o hermanas, toda la ficha mientras bailábamos en El Dorado, en la playa del Palmar. Vamos, un tostón. Y se pegaban a nosotras como si fuéramos una «pandilla». ¡Horror! Odio las «pandillas merendillas». Insistieron en que fuéramos con ellos al Cortijo y por no decir que no, por no saber decir que no, les seguimos en nuestro coche hasta la entrada de la discoteca. En cuanto pasaron a la zona del parking, miré a Nerea y me dijo: «Nos vamos, ¿no?» Y salimos disparadas dejando un rastro de humo a nuestras espaldas. Ni más ni menos que el que levanta la arena de estos caminos sin asfaltar.

***

En 2007 aprendí el motivo de la denominación «Caños de Meca». En efecto, en la zona de acantilados que delimita el parque natural de la Breña llega agua dulce hasta las playas. Un agua que emerge de pequeños conductos o caños naturales y que incluso en algunas zonas, por la cantidad que cae, forma una suerte de catarata o telón de agua. Una de las playas se llama Las Cortinas por la cantidad de agua dulce que cae desde los pinares por el acantilado. También hay dos pequeñas cuevas en esta playa de difícil acceso. Sólo se puede ir a pie para disfrutar de esa cortina de agua cuando la marea está muy baja. Esta fuente de los Caños fue muy apreciada por los árabes, en la etapa de dominación musulmana, de ahí que recibiera en su momento el nombre de «Meca» porque se trataba de una peregrinación para ir a recoger el agua de estos conductos naturales.
Cantante norteamericano, chupado a lo Sabina pero joven, que presumía, ese era su mayor valor, de ser sobrino del músico Sixto Rodríguez

En la actualidad los turistas se embadurnan el cuerpo con el barro que se genera alrededor de los caños de agua dulce. Dejan que el barro se les seque en el cuerpo, que se les pone de color verde, y después se bañan. En teoría son barros beneficiosos para la piel. O así se lo creen estos incautos que se pasean cual marcianos verdes, muchas veces en pelotas, por la playa nudista de Caños de Meca. Esta playa, que es más bien una cala, de las más pequeñas de la zona, tiene su encanto porque está el acantilado y justo encima el parque natural de La Breña, verde y lleno de pinares. Así que cuando una se pone a nadar hacia el horizonte marino y se da la vuelta puede empaparse de un azul y un verde intensos y luminosos. A esta playa nudista se accede por unas empinadas escaleras y conviven en el pequeño espacio de arena lo mejor de dos tribus significativas del pueblo: la de cumbayanos o perroflautas, algunos de los cuales rozan la indigencia, y el sector más exhibicionista de la comunidad gay. Dos corporeidades bien distintas que dejan algún que otro espacio a los aborígenes gaditanos con sus neveras y bocadillos para la merienda.

También se encuentran vendedores ambulantes de todas las nacionalidades. Sobresale el vendedor de bollos de las seis de la tarde. Un chico con su short y camiseta, con una mesa y una gran bandeja, que, a pleno sol, anuncia y reparte napolitanas de chocolate y otros manjares de este pelo, entre la desnuda comunidad gay que, a pesar de los tipitos que exhiben, se zampan con avidez el bollo que les corresponda. 

Esta playa no es la más seductora pero le tengo mucho cariño por mi amiga Marian, que me enseñó la puesta de sol justo dentro del pinar. Desde este lugar mágico se suma la fuerza del sol y la playa con el vigor del verdeazul de los árboles y el mar.

En este alto en el que termina la carretera asfaltada de la localidad, hay también un garito llamado «La pequeña Lulú», que este año comprobé que habían reabierto otros dueños. Un pequeño y coqueto bar situado en la cima, casi metido en la Breña, en la montaña, que en su día estaba especializado en creps y desde donde es maravilloso ir dejando caer las estrellas.

***

Si hay un ritual que respetar en Caños, ese es el de contemplar la puesta de sol en el mar del Estrecho. Las playas de esta zona aguantan con gente hasta que se produce la puesta a eso de las nueve y media de la noche o poco más tarde en pleno verano, en los meses de julio y agosto. Poco a poco los que permanecen en la playa a la espera del fenómeno natural se van cubriendo con pareos, toallas y chaquetillas porque en esta costa gaditana el viento siempre está presente y cuando va cayendo la noche más, porque refresca.

Nos enganchamos de nuevo a esa complicidad y juegos de la juventud

El viento (de levante o de poniente) puede convertirse en el protagonista y arruinarte las vacaciones. Cuando sopla, sopla. Levanta la arena y es imposible guarecerse en estas playas. Es la cruz y la alegría también de este territorio. Gracias a este viento que no permite garantizar con absoluta certeza el concepto amable y muermo de «sol y playa», los grandes constructores con sus complejos hoteleros no han entrado en el territorio arrasando. Por eso se mantiene paradisíaca la zona. Virgen y salvaje. Tan sólo con un par de campings, hostales y hotelitos pequeños más o menos familiares y muchos apartamentitos. También ha llegado la moda de Airbnb y se pueden alquilar apartamentos y habitaciones encantadoras. En Caños hay que contar con el viento como un compañero más del viaje; y si se hace un poco pesado tratar de darle esquinazo, con una excursión al pueblo de Vejer, que queda muy cerca, y es una locura de pueblo blanco, luminoso y cuidado. O a Cádiz, a dar cuenta de los puestos que rodean al mercado y zambullirse en los olores salados del mar. O bien acudir a tomar unas tapas en El Manteca, en el barrio de La Viña.

Si hay un ritual que respetar en Caños, ese es el de contemplar la puesta de sol en el mar del Estrecho.

También cabe la opción de buscar alguna playa algo más resguardada. Pasado el pueblo de Conil, en dirección a Cádiz, ya en la zona de Chiclana de la Frontera, hay una playaextensa llamada La loma del puerco. Está resguardada por pequeños acantilados con escaleras de acceso a la playa. Y estos acantilados frenan algo el viento que se nota con menor intensidad que en Caños. Es una playa —como las de Caños por otro lado— aislada, sin paseo marítimo, con su oleaje y también ventosa y con algunos chiringuitos distribuidos a lo largo de dos kilómetros. 

Desde esta playa, como desde las de Caños y Zahora, se contempla la puesta de sol. Sin embargo, la playa de El Palmar de Vejer de la Frontera está especialmente habilitada con toda la parafernalia que requiere el ambiente pijo y surfero. No conozco la costa californiana pero algunos atardeceres en El Palmar me evocan ese territorio, esos cuerpos, esas músicas y ese dorado de fondo. Hay locales organizados ex profeso para contemplar la puesta, con sus sillas todas orientadas en dirección al mar, para no perder detalle de la caída del sol. Muchos chiringuitos se preparan para este ocaso diario. En concreto, el chiringuito de La Habana cuenta con su deejay, con sillas y tumbonas buscando un estilo desenfadado, no exactamente chill out, como otros bares más pretenciosos que se encuentran en el paseo-carretera que bordea esta playa, pero sí distendido e isleño. El mojito y la caipiriña son las bebidas estrella. Y el olor a hierbabuena se mezcla con el salitre. La música de ritmos alegres, con cadencias a lo new age. Se busca esa relajación y optimismo. Y los asistentes a esta puesta de sol nos congraciamos todos como buenos hermanos, como parte de esa tribu llamada «humanidad» que ha decidido confraternizar por unas horas y dejarse envolver por el dorado. Imagine all the peoplecontemplando el sol con las proporciones justas de nostalgia, relajación y entusiasmo. Yerbabuena y ron, la mejor mezcla y un deejay saxofonista como el que pudimos disfrutar el pasado 17 de julio de 2016.

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—Acaba de llegar un tío a la playa que está buenísimo —me cuenta en voz alta, mucho más alta de lo que yo quisiera, mi amiga Nerea.— Ha aparecido con un pareo y al quitárselo no lleva nada debajo.

Estamos en la playa nudista de La Mangueta, en Zahora, y hemos venido precisamente a esto, a desnudarnos libremente en esta playa para quitarnos todo el malrollismo de este curso infumable que acabamos de dejar a nuestras espaldas, a novecientos kilómetros, en Zaragoza.

—A mí, a estas alturas, con cuarenta años… Yo digo lo que me da la gana. Y ese tío está buenísimo, con ese «cuerpito de mermelada»… —prosigue mi amiga, sin dejar de mirar al colega.

Nerea decide al fin darse la vuelta para torrarse también del otro lado. Y en cinco, cuatro, tres, dos, uno…

—Hola, ¿tienes agua? —le dice el «cuerpito de mermelada», que se ha situado en cuclillas al lado de Nerea, con bastante estilo para que su sexo no adquiera excesivo protagonismo.

Mi amiga se incorpora y saca la botella de agua de la bolsa de la playa mientras comienza su particular interrogatorio. ¿Cómo te llamas? ¿Vienes mucho a esta playa? ¿Y a Caños?, ¿A qué te dedicas?, ¿Cuántos años tienes?… Las preguntas no fueron en este orden y la conversación que se inició aproximadamente a las doce o una de la mañana en esta playa y que concluyó a las seis de la madrugada del día siguiente en el interior de una furgoneta tuvo sus altibajos, sus intervalos, diferentes ubicaciones. En alguna ocasión, a lo largo de todas estas horas, hasta pude participar «con mis inteligentes observaciones». Con todo, la mayor parte del tiempo me dediqué a dar paseos mientras estos tortolitos se contaban la vida o cuando menos la recreaban y reinventaban para el otro.

De tanto en tanto iban a bañarse juntos, ¡y desnudos!, con el oleaje que había. Yo, sinceramente, estaba muy sorprendida de la naturalidad con la que mi amiga llevaba su desnudez frente a este desconocido. ¡Era la primera vez que Nerea hacía nudismo! Sin pudor alguno les veía saltar las olas y adentrarse en el mar sin apenas tocarse, salvo para echarse una mano tras algún revolcón de la mar.
Aquella era nuestra primera mañana de playa, la de Nerea y la mía; «Cuerpito de mermelada», también llamado Miguel, había pasado ya unos días y, en realidad, estaba de vuelta. Este iba a ser un último baño en La Mangueta antes de irse, cuando se encontró con la mirada arrebatada de mi amiga y decidió no dejar pasar la ocasión. De hecho, se quedó esa noche por Nerea, porque regresaba ya a Jerez, al trabajo.

Sin pudor alguno les veía saltar las olas y adentrarse en el mar sin apenas tocarse, salvo para echarse una mano tras algún revolcón de la mar

Supimos que Miguel era botánico y que tenía un huerto con especies diferentes de los diversos países que venía recorriendo desde su juventud. Su plan de vida pasa por conseguir que algunas de estas plantas y esquejes sobrevivan y se den también con facilidad en España para promoción y distribución. En este momento estaba con unos tomates finlandeses. Parece que hacía unos años había ganado un premio con no sé qué variante de batata sudamericana. A medida que se soltaba, contaba más de sus viajes. Y al ver que a mi amiga el perfil aventurero le subyugaba, acentuó todo lo que pudo esta faceta. Pasados unos días le mandaría un email con unas fotos suyas en el Amazonas, en Tailandia, en Perú… Yo quise hacer una foto al «kit aventurero» de Miguel: bolso marrón de cuero gastado, gafas negras a lo Lennon, pareo y una cajita metálica de tabaco. Pero no localicé a tiempo el móvil en el bolso de Nerea, mientras se bañaban, y me quedé sin postal para esta crónica.

Miguel no parecía mal tipo. Estaba algo amedrentado con la locuacidad de mi amiga pero el caso es que aguantaba y conforme pasaba el tiempo iba cogiendo confianza. «Cuerpito de mermelada» era delgado y muy moreno de piel. El pelo ensortijado y castaño claro. Estaba bien proporcionado. No demasiado alto pero tampoco bajo. De la altura de mi amiga poco más o menos. Un metro setenta y cinco o así. Tenía la cara mucho más desmejorada que el cuerpo. Las arrugas delataban su edad, que se intuía cercana a los cincuenta. Una cara algo más ajada de lo normal a esa edad, seguramente por estar expuesto al sol y al viento. Quiso coquetear con la edad y le dijo a Nerea que tenía 42 y mi amiga, que en sus fases de entusiasmo no hay quien la desengañe, se quiso creer esos cuarenta y pocos, que al cabo del tiempo y de unos cuantos emails tan amorosos como engañosos supimos que se habían convertido en 48. Tenía un aspecto bohemio y también tenía una furgoneta en una especie de parking que hay en una de las entradas a la playa.

El chico parece escribía diarios de sus viajes. Nerea se emocionó y ya fabuló con leer sus textos y armar un libro con un número amplio de crónicas de viaje. Pensaba en ahormar esos escritos con los recursos periodísticos y dotarlos de densidad informativa por medio de la información sobre botánica que Miguel decía recoger en sus textos, además de impresiones personales sobre el terreno. En el transcurrir de las horas bajo el sol, y también tras unos cuantos emails y llamadas telefónicas posteriores, tan amorosas y engañosas como los emails, Nerea se veía poco más o menos de agente de un nuevo Javier Reverte. Eso, y regando las plantas de su huerto jerezano.


Imagen de cabecera, Juan Pablo Olmo