Dicen los que saben que hace casi 300 años hubo una reunión de capos en Madrid para decidir cuál sería la capital del virreinato de Nueva Granada. Unos defendían la idoneidad de Cartagena, un puerto importante en una época en la que las comunicaciones con la metrópoli eran marítimas, y otros la de Bogotá, alejada de ese mismo mar por el que llegaban piratas, ingleses o saqueadores (¿deberíamos eliminar la coma y la «o»?). Ganó Bogotá y se sentó un precedente que con la futura independencia y creación del Estado de Colombia se mantendría hasta hoy: Bogotá es la capital de un país que vive de espaldas al mar.

Me dirán que es lógico que así sea cuando el mar queda a más de 700 kilómetros por tierra, se mire por el lado donde se mire, pero sorprende más que ni los poetas más insignes como León de Greiff puedan verlo. Así empieza su Balada del mar no visto:

No he visto el mar. Mis ojos

—vigías horadantes, fantásticas luciérnagas;

mis ojos avizores entre la noche; dueños

de la estrellada comba;

de los astrales mundos;

mis ojos errabundos

familiares del hórrido vértigo del abismo;

mis ojos acerados de vikingo, oteantes;

mis ojos vagabundos

no han visto el mar…

Otro poeta, W.H. Auden, quién seguramente nunca conoció Bogotá, comparó en uno de sus ensayos la tierra y el mar. Escribe Auden que la tierra es el lugar donde nacemos, donde el paso de las estaciones crea una serie de deberes y sentimientos. En cambio, el mar es el lugar donde no hay vínculos de hogar ni de sexo, donde sólo hay obligaciones relativas al barco y las razones del viaje.

Leo en la prensa colombiana que el árbol más antiguo de Bogotá es un nogal localizado en la calle 77 con la carrera 9ª. Pronto cumplirá 200 años. Puede considerarse el ser vivo más longevo de la ciudad. Cuentan que la ruta Bogotá-Tunja estaba repleta de estos árboles. Los indígenas los adoraban. Los españoles, considerando que esto era contrario a los preceptos católicos, la emprendieron con los indefensos árboles. Quedaron muy pocos en pie. Desde hace unos años, casi todos los árboles de la ciudad tienen un número. Están censados. Un departamento de la alcaldía los protege de la voracidad de las excavadoras.

Pienso en un texto del arquitecto y narrador venezolano Federico Vegas en el que reclamaba una legislación urbana que declarara a los árboles actores principales en el diseño de la ciudad. En Túnez una ley establece que ningún edificio será más alto que la palmera más alta, asegura Vegas. Habría que exigir que ningún edificio impida el desarrollo de un nogal y «que frente a todas las fachadas los árboles tengan un lugar para formar junto a otros compañeros la fresca y digna continuidad que ya no sabe ofrecer nuestra arquitectura».

En Bogotá llueve demasiado. Mucho. Casi cada día. Alguien tiene que tomar medidas al respecto

En Bogotá, 2.600 metros más cerca de las estrellas, no hay playa. Al menos no como la pensamos intuitivamente, con arena y palmeras, pero sí en cambio hay una de asfalto, con humo y alambres. Es el barrio La Playa, en el centro de la ciudad, a donde llegaron los últimos diez años jóvenes de raza negra, huyendo del conflicto armado que asola su tierra natal, el Pacífico colombiano.

La Playa es también la ópera primera del director de cine bogotano Juan Andrés Arango. El cineasta muestra al resto de la ciudad la positiva influencia de toda esta juventud que llega a Bogotá para quedarse, para inocular a la fría capital toda su música, energía y vitalismo. El protagonista de la película se gana la vida cortando el pelo, aunque más que cortar lo que hace es usar las cabezas afros como lienzos, siguiendo una tradición que se remonta a la época de la esclavitud, cuando las madres convertían los peinados de sus niñas en mapas que permitían a sus hombres escapar de las minas en las que los habían encerrado los explotadores. Ahora la esclavitud es otra y los peinados son una especie de blog personal que estos tipos cargan orgullosos, como signo de identidad.

La película no aguantó más de siete días en la cartelera de Bogotá. Las distribuidoras, como siempre, son el auténtico impedimento para el verdadero libre mercado en el ámbito cinematográfico, para que el espectador de cine no sea sometido al pensamiento único hollywoodense.

Una playa sin mar, decía, tiene Bogotá. Ese mar que, a juicio del poeta Leopoldo Lugones, es así:

El mar,

lleno de urgencias masculinas,

bramaba alrededor de tu cintura,

y como un brazo colosal,

la oscura ribera te amparaba…

Palpitando a los ritmos de tu seno

hinchándose en una ola el mar sereno,

para hundirte en sus vértigos felinos.

Su voz te dijo una caricia vaga,

y al penetrar entre tus muslos finos,

la onda se aguzó como una daga…

Como el mar está tan lejos, el plan de fin semana debe ser, forzosamente, montañoso. Durante un año y pico paso regularmente mis fines de semana en una finca. La familia del padre de mi novia, la mujer que canta, posee una extraordinaria porción de terreno a pocos kilómetros de Ubaté. La casa principal fue la sede de una planta eléctrica que dejó de funcionar hace unos años. El rincón es magnífico, un valle atravesado por un río cuyo sonido funciona como banda sonora permanente, día y noche.

«Nice to meet you», me dice un tipo con sombrero de cowboy mientras me aprieta la mano con firmeza. Estoy por responderle el clásico «no hablo inglés», pero prefiero hacerme el sueco y saludar al siguiente pariente más o menos lejano. Es domingo en la finca La Planta, a las afueras de Ubaté, en un recodo del río Carupa, y la parte paterna de la familia de la mujer que canta se ha reunido para un almuerzo a base de pinchos de carne y vegetales. Hay cinco o seis mesas puestas, capacidad para treinta comensales. La mujer que canta me presenta a todos. No es que se muera de ganas de hacerlo, es que las buenas maneras son parte del carácter colombiano. Es como que no pueden dejar de ser extremadamente corteses todo el tiempo. Es un formalismo, lo sé, porque toda esa afectuosidad del saludo no se sostiene luego en conversaciones ni en gestos ni en actitudes cariñosas. O sea, no con todos. Nos sentamos a una mesa de cuatro y se nos suma el padre de la mujer que canta, un hombre mayor, afable, con una tupida barba blanca y una nariz bukowskiana. En algún momento del almuerzo le comenta algo a la mujer que canta sobre la necesidad de proteger su piel delicada del sol. Cierto es que sus mofletes son exageradamente rojos, como si hubiera bebido bastante alcohol, pero quizás no es eso, quizás es un tema genético, esta familia tiene un tema con la piel. Con el padre conversamos de la casa, de cuando la compraron, de los árboles que plantaron, de si en España tenemos estos árboles, respondo que no, del buen clima de esta zona. Me sorprende que nadie, en todo el fin de semana, me pregunta por mí, por lo que hago, por lo que soy. Más tarde la mujer que canta opinará que todos se morían de ganas de preguntar pero que se abstuvieron de hacerlo, por formalismo, «por educación». Las formas ante todo. Curioso.

Como en Bogotá el mar está tan lejos, el plan de fin semana debe ser, forzosamente, montañoso

En Bogotá llueve demasiado. Mucho. Casi cada día. Alguien tiene que tomar medidas al respecto, especialmente los que organizan actividades culturales al aire libre. La medida tiene nombre y apellidos: Jorge Elías González. También conocido como «el chamán».

«Si no es por el chamán, la clausura del Mundial no se habría podido realizar», declara Ana Marta Pizarro, directora del Festival Iberoamericano de Teatro, en Radio Nacional de Colombia, al destaparse el supuesto escándalo que supone gastarse 2.000 euros en un campesino del Tolima con poderes paranormales. Con todos los escándalos de corrupción de la clase política, con el exalcalde bogotano bajo arresto domiciliario, siendo el tercer país más desigual del planeta Tierra, que la contratación de un chamán para evitar que llueva se convierta en polémica en Bogotá causa perplejidad. Además, Jorge Elías Rodríguez es un chamán de confianza. Lleva años trabajando para salvaguardar los espectáculos al aire libre de un Festival de Teatro creado y sostenido durante más de veinte años por la actriz argentina Fanny Mickey. Sin embargo, Jorge Elías Rodríguez no se considera un chamán, sino un sacerdotista o un médico radiestesista. Sucede que lleva los últimos años de su vida haciendo continuas visitas contratadas a la capital para arreglar con su péndulo previsiones chubascosas. «Y uno se queda con el nombre que le ponen», se resigna el señor de la lluvia. Su don lo heredó de su padre y no puede explicar cómo lo hace. Como los sexadores de pollos australianos. Mientras espera la llamada de multinacionales o presidentes, cuida su parcela en el campo convencido de que «la voluntad suprema» le dio poderes para controlar las fuerzas de la naturaleza.

Nadie protesta cuando el Estado colombiano subvenciona festejos católicos o supercherías vinculadas al hombre de la cruz. En cambio, molesta que se usen unos pocos dólares en un chamán. Quizás la directora del festival recordaba la observación de Mark Twain, «todo el mundo habla sobre el clima pero nadie hace nada al respecto», y decidió hacer algo.

Para el antropólogo Michael Tassig, el cliché sobre el cliché de la conversación sobre el clima es que hablamos del clima para evitar hablar de algo más, algo que nos comprometería con un punto de vista que puede amenazar el lazo social para el cual la conversación sobre el clima es un bálsamo. «El clima es secuestrado como grasa para socializar», afirma Tassig.

Estrené dos obras de teatro en Bogotá que transcurrían en gran parte en sus calles. La primera, ¡Haberos quedado en casa capullos!, transitaba por las calles de La Macarena, también conocida como colina de la deshonra, al final de la tarde. Antes de estrenar, compramos treinta sombrillas para los espectadores, que nuestro ayudante de dirección cargaba como hace un caddy con los palos de golf. Hicimos unas veinticinco funciones, en dos temporadas distintas y en el Festival del 2010. Nunca nos llovió. En noviembre de 2012 presenté durante una semana El Paseo de Robert Walser, un propuesta escénica que una periodista de El Tiempo definió como «teatro a pie», un recorrido por las calles de Santa Teresita. Esta vez no compramos sombrillas. La que cargó Walser durante todos los paseos fue suficiente. Las sombrillas o los paraguas, como el chamán, espantan la lluvia. Todo es cuestión de fe.


Foto de cabecera: Lluvia en las calles de Bogotá (CC Hugo Pardo Kuklisnki)