—En Bruselas hay algo loco.

Dice François, un economista francés de 27 años decidido a mejorar su español durante una soirée de electrónica en LaVallée, un espacio que alberga talleres de artistas cerca del canal de Bruselas. Al frente, al otro lado del mismo canal, en los escaparates de la avenida Dansaert, uno se puede comprar un par de zapatillas por valor de 250 euros. Aquí, en las calles de este lado, hay muchos hombres «como del ISIS, las barbas así largas y chilabas hasta los pies», dice François.

Este lado se llama Molenbeek: Molenbeek-Saint-Jean según los valones y Sint-Jans-Molenbeek según los flamencos. Un barrio que carga con las etiquetas de «gueto», «el lugar más peligroso de Bruselas» o «la capital del yihadismo en Europa». El único barrio de la ciudad en donde yo —mujer, blanca, europea— he visto que los niños juegan en la calle. Un barrio que permite pensar en una ciudad que, atravesada por un canal que es frontera y espejo, vive de espaldas a sí misma y ajena a sus propias extremidades; como si una mañana, al mirarnos somnolientos en el espejo, nos sorprendiera hallar dos cejas sobre los ojos o una boca bajo la nariz. François —“puedes llamarme Pancho”— tiene razón: en Bruselas hay algo loco.

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El 20 de junio de 2017, pasadas las ocho y media de la tarde, Oussama Zariouh entró en la estación Centrale, a pocos minutos a pie de la Grand Place y de las instituciones europeas, en el lado opuesto de Molenbeek. En concreto, a tres paradas de la estación de metro en donde, en 2016, fueron asesinadas más de veinte personas en un atentado terrorista.

La gare Centrale tiene seis vías y es la segunda más frecuentada de la ciudad. En una de las salidas laterales, en invierno, se reparte sopa a las personas sin hogar que hacen fila en la oscuridad. La gare Centrale podría ser el centro de Bélgica; no como un satélite que mantiene en equilibrio al país que gravita en torno a él, sino como un nudo de esparto a punto de romperse de tanto tensarlo. Como una piedra en los zapatos de valones y flamencos que hoy, tras la irrupción de la extrema derecha en las elecciones de mayo de 2019, parecen querer batir su propia marca de 541 días sin gobierno —récord mundial logrado entre junio de 2010 y diciembre de 2011—.

A las 20:44 de ese día de 2017, en esa estación, Zariouh «provocó una explosión parcial de su maleta, que se incendió». Después gritó «Allahu Akhbar» (Alá es grande), se «abalanzó» sobre un militar, y este le disparó varias veces. Podemos suponer entonces que, esa tarde de casi verano, Oussama Zariouh cerró por última vez la puerta de su casa en el boulevard Louis Mettewie, a su lado del canal, en Molenbeek. Podemos suponer que llevaba en mano esa maleta y, pegada al cuerpo, una bomba reforzada con clavos, y que así recorrió diez estaciones de metro. Lo que sabemos es que la bomba no detonó. Lo que no sabemos es si Oussama Zariouh dudó.

Todo lo que sucedió fue contado por medios de todo el mundo con palabras parecidas en distintos idiomas, señalando a Molenbeek como la «guarida del islamismo radical en Europa». Molenbeek, que en la Edad Media proveía de verduras y frutas a la ciudad de Bruselas, también es el lugar donde las calles de un solo sentido son más estrechas, la densidad de población por metro cuadrado es el doble que en otras comunas, el paro supera el 25% y cajas de detergente vacías y restos de comida en bolsas cerradas se amontonan en la base de los árboles. No encuentro ni una sola papelera en cuatro calles durante la mañana en la que visito la plaza Communale.

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Ofrece las camisas en una maleta abierta, sentado sobre una piedra grande —una piedra que es una banca—. Las piernas cruzadas.

—Buenos días, señora. Camisas para el hombre no muy caras.

Un domingo de mayo, a la hora en la que Molenbeek huele a horno de pan, hay montado mercado en la plaza Communale. Los hombres venden y las mujeres negocian. Las hay que arrastran carros de la compra con la mano izquierda y empujan carros de bebé con la derecha, o viceversa. Hay mujeres que escarban entre pijamas y prendas interiores, como un mago que perdió al conejo en su chistera. Hay una mujer vieja que usa khumur y pantalón. Hay una mujer joven que usa khumur y que sostiene como un trofeo una lencería de terciopelo. Hay una chica que muestra las rodillas y otra peinada como Rosalía que camina con su abuela o tía agarrada del brazo; la abuela o tía vestida con hiyab gris de cabeza a tobillos, el cuello tapado y alfileres negros en los pliegues.

Mirando al cielo hay filas de cabezas de plástico con velos de colores. Con un euro puedo comprar un producto de limpieza que no sé utilizar, cinco kiwis o Ariel en polvo con instrucciones en ruso. Los vendedores gritan sus ofertas en árabe, pero a mí me llaman «madame». No compro nada.

Molenbeek es un barrio que carga con las etiquetas de «gueto», «el lugar más peligroso de Bruselas» o «la capital del yihadismo en Europa»

En uno de los costados de la plaza, pegado en el interior de una vitrina, tres caligrafías en distintos idiomas sobre un papel blanco repiten como un mantra: «Los días vienen y el hombre no quiere»

Sin embargo, no es en los hombres donde se concreta mi inquietud, sino en la ausencia de mujeres en las terrazas donde ellos se sientan y miran la calle. Se trata de una inquietud como la de olvidar la ruta y no tener a mano un mapa, la de regresar a casa sola para darnos cuenta que olvidamos las llaves dentro. Es descubrir de la peor manera que se conocen las normas, pero el juego ha cambiado. En una de esas terrazas, cerca del canal donde los hombres toman café o té a cualquier hora, hay una pintada de letras negras y torpes donde se lee «girl power».

Algunas de las mujeres que no veo en las terrazas son las que le suelen hablar a Laura Baiwir por la ranura de una puerta entreabierta. El trabajo de Baiwir, arquitecta liejense, es evaluar qué reformas pueden realizarse en los edificios del patrimonio arquitectónico de Molenbeek. Allí habitan familias que han esperado hasta diez años a que les fuera asignada una vivienda, que no siempre es un hogar que responde a sus dinámicas familiares.

En el barrio hay paredes ennegrecidas y habitaciones mal ventiladas. Hay mujeres que no abren la puerta y maridos que solicitan hablar con «la persona responsable» cuando Baiwir les visita.

—Antes me escandalizaba, mis convicciones me hacían escandalizarme. Me decía: esto es demasiado idiota, soy yo la responsable, soy yo quien está verificada, ¿qué hay en mi presencia que te hace pensar que no lo soy?

La atención de la administración pública sobre Molenbeek y otros quartiers adyacentes se materializa en el Plan Canal, destinado a «dinamizar los barrios centrales, situados a lo largo de la vía de agua» en donde vive «un mosaico de habitantes», dice la Sociedad de Diseño Urbano de la región de Bruselas-capital en su página web.

 

 

Como parte del plan, la región de Bruselas-capital gestiona, por ejemplo, el centro cultural Kanal Pompidou, que hasta 2017 era el garaje industrial, enorme, de la fábrica Citroën. LaVallée, una antigua lavandería gestionada hoy por una cooperativa de impulso empresarial, alberga 5 000 metros cuadrados de talleres de artistas, conciertos, exposiciones y foodtrucks, pero no un «mosaico de habitantes». Para entrar en LaVallée, a veces hay que llamar a un timbre conocido. Para entrar en Kanal Pompidou hay que pagar, casi siempre, catorce euros.

De los objetivos del Plan Canal, «la ambición es mejorar la cohesión territorial y social de la zona». Y líneas después: «no tiene sin embargo por objeto imponer una figura o una visión «total» del territorio». Sobre este impulso institucional de la gentrificación, Baiwir cree que, sin un acompañamiento social, se crea más distancia a partir de buenas intenciones. Hay un décalage, un desfase.

La noche en la que llegué a Bruselas y di la dirección de la que sería mi casa durante más de un año, el chófer preguntó si sabía que no me mudaba a Bruselas sino a Bruselistán. Mi calle no está en Molenbeek, pero eso no importa, porque todo lo que queda en este lado del canal es esto: el otro lado del canal.

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El Spa Renessence, hammam y centro de bienestar, está ubicado en la calle Euterpe de Molenbeek, a tres calles de la parada de metro Ossenghem, por donde pasan las líneas 2 y 6. Delante hay un supermercado Delhaize y, aunque no es difícil de encontrar, está algo alejado del ritmo de las avenidas principales. En su página de Facebook podemos concertar manicuras, peinados de novia, masajes de reafirmación muscular.

La puerta, negra y pesada, está cerrada —como todas las veces en las que regresaré—. Sobre el timbre hay una cámara. No está escrito en ninguna parte, pero por esa misma puerta solo entran mujeres.

Después de dejar el mostrador a la izquierda y las taquillas a la derecha, hay una sala abierta cubierta con alfombras, mesas de té y mosaicos. Hay bancas de madera bajo cojines en el centro de esa sala y bordeando las paredes. Sentada, una mujer con la cabeza envuelta en una toalla mira la pantalla de su móvil. María me espera leyendo.

—Hola, llego tarde.

Digo lo evidente a modo de disculpa. La señora detrás del mostrador nos entrega un cuenco de plástico que tiene un mango, como una cazuela pequeña. Lleva una camiseta holgada blanca y tiene el pelo teñido de naranja recogido en una pinza. Nos pide que le avisemos cuándo debe cerrar con llave nuestra taquilla.

Junto a esas taquillas hay dos chicas de nuestra edad. Una lleva una maleta de ruedas de donde extrae cremas, jabones y cepillos que coloca dentro del cuenco. Yo le imito, pero en mi cuenco solo puedo poner lo que he traído: una muestra de gel de hotel. Su amiga ha olvidado la parte de arriba del bikini y María le presta.

—Es solo para bajar, luego da igual— dice mientras su amiga entra en el toilette para cambiarse. Después, las cuatro descendemos en fila por una escalera estrecha. Dos espejos sobre las paredes agrandan la sala. Colgamos las toallas y los bañadores, y semidesnudas vamos al fondo, a los grifos.

El ritual es así: una mujer coloca una banqueta delante de un grifo, coloca el tapón en el lavabo y abre los chorros de agua fría y caliente. La banqueta es de plástico, como las que se utilizan para llegar a los estantes más altos, y la mujer se afana en limpiarla como una madre que lava la fruta. Después se sienta a horcajadas de cara a la pared. El cuenco transporta el agua del grifo a la piel.

La noche en la que llegué a Bruselas y di la dirección de la que sería mi casa durante más de un año, el chófer preguntó si sabía que no me mudaba a Bruselas sino a Bruselistán.

Una niña hace olas cuando la mujer adulta que le lava el cabello no mira. Dentro de un par de años será demasiado grande para bañarse en el balde donde está sentada, pero ojalá ella no sea consciente de este hecho. Tres grifos más allá, otra niña baña a su muñeca rubia agarrándola por los pies. Las chicas de las taquillas hablan con una mujer mayor de lo que hablan las personas que se encuentran por casualidad. A veces, se escucha francés y, a veces, árabe. Hay madres que vienen con sus hijas, madres que parecen hijas e hijas que no son madres. Algunas están solas, algunas van de a dos, algunas van en grupo y se parecen entre ellas.

Agua, frotar, agua, frotar, agua.

Así de fácil. Así de difícil.

Nos vestimos con los dedos arrugados en la sala alfombrada de arriba mientras unas adolescentes se toman selfis. Cuando voy a recoger mis últimas cosas a la taquilla, un grupo de cinco mujeres se está colocando el velo con horquillas, alfileres e imperdibles. «El acto de llevar el hiyab está lejos de ser simple», escribe la periodista Mona Eltahawy cuando se pregunta por qué Oriente Medio necesita una revolución sexual. «Está cargado de significados: mujer oprimida, mujer pura, mujer conservadora, mujer fuerte, mujer asexual, mujer estirada, mujer liberada». Al verme, la mayor de las mujeres se queda en silencio y las demás se echan a reír. Sin conocer una palabra de árabe comprendo que he interrumpido una broma o un secreto.

 


Fotografías de Daniela de Lorenzo