1

 

Es difícil ubicar un momento preciso en que me volví feminista, pero sé que mi transformación comenzó a partir de que reporteé una guerra, la guerra que desde hace más de una década ocurre en mi país. Me atrevo a esbozar dos referencias: Ciudad Juárez, año 2010.

Entonces era freelance con 12 años en el periodismo y me había ofrecido a cubrir la que llamamos «guerra contra el narco» desde esa ciudad considerada epicentro de la violencia mexicana y en competencia con Bagdad por el título de la más mortífera del planeta. Aunque esos datos al principio los desconocía. En ese momento sólo sabía que Juárez me era familiar, una frontera donde había reporteado antes ubicada a tres horas de la ciudad donde me crié.

No hubo un momento epifánico de conversión. En la memoria tengo un caleidoscopio de instantes significativos. Me recuerdo siguiéndole los pasos a la muerte en esa ciudad plana, desértica, con la zona centro arruinada, dispersa y extendida hasta lo absurdo por una mala planeación urbana, en la que conviven fábricas maquiladoras, fraccionamientos cerrados, deshuesaderos de autos y lotes baldíos, donde las tolvaneras levantan dunas, los árboles y las banquetas escasean, y los climas son extremos.

Para entonces Ciudad Juárez ya se había convertido en la maquiladora nacional de muertos y los periódicos llevaban un conteo diario de asesinatos, conocido como «el ejecutómetro», que registraba número de cadáveres cual si fueran goles de un partido de fútbol.

Escribía notas como esta:

 

«La violencia en esta ciudad ha incubado todo tipo de relatos sórdidos, pero todos verídicos. Está la historia del hombre de la colonia Champotón que, cansado de encontrar por las mañanas muertos arrojados afuera de su negocio, colocó un letrero: «Se prohíbe tirar cadáveres o basura». En noviembre, uno de los cadáveres encontrados en el mismo terreno fue el de su hija. El hombre no lo vio porque él mismo ya había sido asesinado. Está la de una mujer del Valle de Juárez que vio pasar un perro que, con el hocico, jugueteaba con una especie de pelota; la maraña redonda, pegajosa, color carne, resultó ser la cabeza de un hombre. Está la de los bachilleres que descubrieron un cadáver con máscara de cerdo, colgado de una reja de su escuela. O la de los puentes en los que amanecen hombres sin cabeza. O la de los policías que huyeron porque se sienten inseguros. O la de la niña que fue sacrificada cuando un hombre en fuga la utilizó como escudo contra los balazos».

 

Recorría la ciudad junto a agentes funerarios conocidos como buitres o hacía guardias nocturnas con reporteros de nota roja que enseñaban los lugares donde habían ocurrido masacres; entrevistaba a policías, empresarios, sacerdotes, académicos o políticos en sus lugares de trabajo; sólo de vez en cuanto me llevaban a donde se desarrollaba la acción.

Fue en las colonias devastadas por la tragedia, las zonas peligrosas donde «la plaza se había calentado», donde comencé a notar a una cofradía de mujeres que parecían que trabajaban solas, pero después descubrí que se organizaban con otras, y eran decenas, laborando sin alarde en aquellos frentes de nuestra guerra doméstica.

Las seguí un par de veces y ya nunca pude quitarles de encima la mirada.

A su lado me encontré con el mundo secreto que despliegan las mujeres cuando les toca enfrentar una guerra. Vi con una intensidad nunca antes tan bien perfilada lo que significa la ética del cuidado por los otros, la manera femenina de enfrentar la emergencia social (no sabía entonces que el suyo sería también mi destino).

Descubrí a mujeres que intentaban exorcizar el horror paralizante que se respiraba en el aire ya fuera ofreciendo reiki o terapias florales con dosis ajustadas a la ocasión. Las artistas itinerantes que pintaban poesía con esténciles, o que daban clases de acrobacia o conciertos callejeros de hip hop en los parques donde «hubo ejecutado» y los vecinos dejaron de salir a las calles. Las tanatólogas improvisadas que formaban grupos de apoyo en los barrios más tocados por la tragedia para luchar contra el duelo. Las activistas que atendían estragos de la violencia como lo era la desnutrición infantil. Las abogadas que escuchaban los testimonios de las víctimas y asumían la defensa de los casos aunque significaba enfrentarse a policías o militares.

La abrumadora mayoría de las reparadoras eran mujeres.

 

2

 

En noviembre de 2010, en la ciudad de Chihuahua fui invitada a una reunión de víctimas de esa violencia indiscriminada que se estrenaba en el país. Encontré que la integraban madres, esposas, hermanas de personas desaparecidas en todo el Norte que habían fundado sus propios grupos locales de buscadoras. Como si el planeta del dolor sólo estuviera habitado por ellas.

 

«Desde que el ser amado no llegó a casa se convirtieron en nómadas. Movidas por las leyes del corazón, recorren el país peinando procuradurías, carreteras, hospitales, cárceles, morgues, cementerios, baldíos y fosas comunes.»

 

Las vi tomando apuntes como colegialas escuchando sobre georradares que detectan restos humanos bajo tierra, la mecánica de las pruebas de ADN, el derecho que tienen a coadyuvar en las investigaciones judiciales, el funcionamiento de la Corte Interamericana de los Derechos Humanos o los datos de contacto de la ONU.

Una anciana de entre el público lanzó una dolorosa pregunta: «Si me entregan un saco de huesos y me dicen que es mi hijo, ¿cómo hago para saber que es él?». Las profesoras que daban estas clases también eran mujeres: la hija de un guerrillero asesinado en los años 60 que aprendió métodos forenses, una abogada teóloga fundadora de una organización de derechos humanos y la ex obrera de una maquiladora que luchando durante años con la desaparición de su hija se convirtió en madre-investigadora hasta que recuperó sus restos. Ellas habían adquirido sus conocimientos al atender el drama de las desapariciones de jovencitas en Ciudad Juárez y en todo el estado de Chihuahua en años anteriores. Los feminicidios, de alguna manera, habían hecho escuela.

Las vi intercambiando datos, descubrieron mecanismos de la desaparición de personas (por ejemplo, que varios desaparecen en un mismo tramo carretero o en fecha y coordenadas similares). Se plantearon crear un blog que rescate las biografías de sus ausentes. Dibujaron sus sentimientos (corazones rotos, árboles genealógicos, casas vacías con frases como «Dios, te pido fortaleza y ayuda», «por amor a mi hijo sigo en la lucha», «familia trizte pero luchona contra el monstruo», «un caminar incansable, sin final»). Al despedirse se abrazaron unas a otras y, llorosas, se decían al oído la misma frase: «No te rindas». «No te rindas.» «No te rindas.»

Por primera vez lloré.

 

3

 

Un año después, en 2011, encontré a esas madres, esposas y hermanas de personas desaparecidas recorriendo el país al lado del escritor Javier Sicilia, quien, a partir del asesinato de su hijo, encabezó dos caravanas nacionales de víctimas que se convirtieron en exhibiciones del dolor, y del costo humano, causado por la «narcoguerra».

Las mujeres viajaban a un lado del poeta, pero no eran las protagonistas. Sostenían al movimiento, como las mujeres que participaron en la revolución mexicana pero que no fueron notorias y de ellas poco quedó escrito.

El poeta Sicilia retomó su vida. Pero ellas continuaron exigiendo justicia. Las sigo viendo en huelgas de hambre afuera de la procuraduría de justicia; en las caravanas de madres migrantes que desde hace 11 años caminan por las vías del tren buscando a sus hijos e hijas desaparecidos; exigiendo en eventos públicos al gobierno que encuentre a sus familiares; colocando placas conmemorativas con los nombres de los seres queridos a quienes buscan. O, casi a diario, publicando en el Facebook sentidos mensajes sobre sus ausentes.

La desaparición llegó a alcanzar tales niveles epidémicos (más de 26 mil personas desde 2006 es la última cifra oficial) que cada 10 de mayo, el día que festejamos a las madres, ellas realizan una marcha en la Ciudad de México en la que suplican, exigen, demandan que les devuelvan a quienes las estarían festejando.

 

«Mírelas juntas. Ahí están las locas, las chillonas, las que no saben comportarse en público. Se les ha visto marchando por carreteras, plantándose en plazas, bloqueando calles. Desde que se despiertan hablan con una persona ausente. Son las que incomodan a los feligreses al final de las misas con su testimonio y súplica. Tienen por costumbre hacer guardia afuera de oficinas de gobierno. A veces se cuelan en algún evento del Presidente, le piden ayuda o lo interpelan. Otras tantas consiguen meterse a la televisión para repetir las frases de siempre. Se distinguen porque parecen uniformadas: una camiseta, una pancarta con la foto del muchacho, de la jovencita, con su misma expresión en los ojos, su mismo tipo de boca o forma de la ceja.»

 

Sin darme cuenta me convertí en recolectora de voces femeninas. Mis libretas, como cajas de música, están llenas de voces de mujeres, víctimas que sufren el peso de la violencia, o que se rebelaron al Estado, o rescatadoras de la tragedia. Todas protagonistas.

Los varones que las acompañan son escasos. La mayoría de las veces ellas salen solas.

Cuando encuentro a algún esposo o hijo de estas mujeres siempre les pregunto: ¿Qué pasa? ¿Dónde están los hombres?

No he encontrado explicaciones definitivas, sólo intentos.

El esposo de la señora Julia Alonso —madre de Julio, desaparecido en 2009 en Nuevo León cuando fue a una presa a pasear con unos amigos— me dijo que mientras su esposa sale a buscar él se ocupa de seguir trabajando para sostener económicamente la búsqueda. Que es costosa. Que dura años.

Varios han esbozado respuestas similares.

El psicólogo norteño Alberto Rodríguez Cervantes, quien ha atendido a algunos de los varones que acompañan a sus parejas a los talleres de familiares en búsqueda, me contó que por la cultura machista que prohíbe mostrar debilidad a ellos les está costando más trabajo expresar cómo les afecta la pérdida de un hijo, y es casi imposible que pidan ayuda.

Ante sus pares confiesan que es duro mantener una máscara de inmutable.

«Uno (de ellos) contaba que se tiene que encerrar a llorar en el baño por su hijo, porque esta cultura machista le exige ser el fuerte de la familia. Pero toda su vida se vino abajo: perdió el empleo, se enfermó, está en tratamiento psiquiátrico y toma cantidades impresionantes de pastillas para dormir», explicó el psicólogo del Centro de Derechos Humanos de las Mujeres, ubicado en Chihuahua.

La socióloga Martha Sánchez, del Movimiento Migrante Centroamericano, me dijo una vez que los narcos tienen una especie de superstición de la figura materna, por eso son madres las que acuden a los lugares peligrosos a buscar a sus hijos. A ellas no se atreven a tocarlas. A ellas les permiten el paso.

Eso he escuchado varias veces: la cacería es contra los hombres (de cada 10 asesinados o desaparecidos 9 son hombres). Ellos se saben desaparecibles, ejecutables. Por eso, cuando se trata de buscar, ellos tratan de ser invisibles, ellas son las que intentan ser públicas.

El médico y psicólogo vasco Carlos Beristáin me explicó en una entrevista que en los periodos de violencia y en procesos de militarización como el que se vive en México entran en crisis los roles familiares, porque los hombres son los más expuestos a morir y a ser reclutados, y ellas cargan el peso del impacto en la vida de sus familias, de su comunidad, y la suya propia.

No hay una respuesta. Podrían ser una mezcla de todas. También es un rasgo cultural, instintivo o biológico. Un asunto de vientre.

Hace poco una mamá centroamericana que viajó a México con una treintena de madres de la caravana migrante que también buscaban a sus hijos, dijo a un fotógrafo que intentaba consolarla: «Tú nunca vas a saber lo que siento porque nunca vas a ser mamá. Tendrías que parir para entender».

En las entrevistas que les he hecho, noto que el lenguaje de estas mujeres es distinto.

 

«Hablan siempre de corazones rotos, del vientre vacío, de un dolor en el alma, de intuiciones y corazonadas, de caminos regados con lágrimas, de vidas hechas pedazos, de amor de madre, de bebés que un día tuvieron en la cuna. Y lloran () por cualquier cosa lloran.»

 

Los hombres, en cambio, mencionan la tristeza, pero con frecuencia refuerzan la crónica, narran más los hechos, el lugar donde ocurrió, los datos que se tienen, los implicados, las cronologías. Ellas hablan de emociones, ellos de hechos.

 

4

 

Lo que vi a partir de entonces siguiendo esa guerra itinerante y narrándola desde sus víctimas, desde la gente que le sobrevive, desde las posibilidades de torearla y sembrar vida sobre tierra arrasada, me ha vuelto otra. Esa otra, entre otras nuevas identidades, se define feminista. No por que deseara pelear con los hombres por superioridad o mayor reconocimiento. Sino porque vi con una intensidad nunca antes tan perfilada el rol de las mujeres que salen a cobijar a los otros.

 

«El peso de la narcoviolencia mexicana está recargado sobre las mujeres. Ellas son las que recogen los cadáveres del familiar asesinado en una balacera y presentado como delincuente. Son las que recorren el país —tocando puertas, pegando carteles, haciendo pesquisas—para conocer el paradero del esposo, el hijo o el hermano, desaparecido. Son las que se organizan para exigir el esclarecimiento de las masacres de sus hijos. Son las que se quedan al frente de los hogares en los que falta el varón y sobran los niños que alimentar. Son las que acompañan a otras mujeres en su búsqueda de justicia o las que curan las heridas de las y los sobrevivientes de esta guerra.

Son las Antígonas modernas, las que cumplen la ley de la sangre, aunque esto signifique rebelarse contra el Estado.»

 

De pronto me descubrí como una de ellas.

En 2006 fundé con otras colegas una organización (Periodistas de a Pie) que se dedicaría a dar capacitación a periodistas que cubríamos la pobreza. Pero cuando la guerra mexicana comenzó y yo me anoté para cubrirla «…empecé a reportear masacres (…) a visitar pueblos fantasmas () o programas sociales dedicados a huérfanos por la violencia (). Cuando 30 mujeres con las fotos de sus hijos desaparecidos hicieron fila frente a mí para contarme sus historias, deje de cubrir asuntos de pobreza…»

La violenciaque nos encontró a los periodistas sin preparación, cambió mi vida y mis planes.

También el sentido de la organización viró en un intento por atender la emergencia.

Otra vez me vi rodeada de mujeres que teníamos una doble jornada: escribir nuestros propios textos y capacitar y asesorar a reporteros en riesgo de ser asesinados.

 

«Los talleres que organizamos eran sobre cómo sobrevivir en una cobertura, cómo entender al narcotráfico, cómo entrevistar a un niño sobreviviente de una masacre, cómo encriptar información que nos ponga en riesgo o cómo limpiarnos el alma para poder seguir cubriendo sin perder la alegría de vivir.

Cuando nos dimos cuenta ya éramos una central de atención de emergencias. Los periodistas que trabajamos en levantar esta red, a cualquier hora del día, incluso en momentos tensos del cierre de edición, hemos recibido llamadas de auxilio de compañeros de alguna zona lejana que pide ayuda desesperado porque sabe que están por ir a matarlo y busca refugio. O peticiones de apoyo psicológico para reporteros que no quieren salir a trabajar después de un evento traumático, como el incendio o el ataque a su redacción.» 

 

De ser reporteras normales, de pronto ya estábamos militando por los derechos humanos y comenzamos a ser llamadas —no sin sorna— «defensoras» o «activistas».

En el año 2010 hicimos nuestra primera marcha exigiendo justicia para los periodistas asesinados y desaparecidos. En una mano la grabadora y la libreta y en la otra las fotografías de los recordados.

«Detenme la pancarta mientras te entrevisto.» «Ahora yo te la detengo a ti mientras me haces la entrevista», nos decíamos unos a otros. Al final nos preguntábamos: «¿Quién firma la nota si los que la escribimos somos los protagonistas?»

Desde que comenzó la devastación, con otras mujeres periodistas nos propusimos usar la red para cuidar a otros colegas. Pronto, en otras partes del país —empezando por Ciudad Juárez— otras reporteras imitaron el gesto y fundaron sus propios colectivos. Aunque en México matan y desaparecen principalmente a hombres, las mujeres no podíamos seguir como si nada ocurriera, sin construir un cobijo para todos mediante capacitaciones, asesoría, manifestaciones para exigir justicia, campañas de visibilización de la situación de la prensa mexicana.

Las líderes de esos grupos son reporteras de entre 20 y 30 años, que cubren derechos humanos, pertenecientes a una generación que siente asco por las relación corrupta entre la prensa y el poder, y asume como propia la responsabilidad de cuidar a otros y de evitar que el silencio se imponga.

Los reporteros organizados son distintos. Ellos hablan mucho de sí mismos. Se promocionan demasiado. Nosotras, en cambio, invertimos nuestro tiempo en reuniones, asesorando, haciendo gestiones en silencio, buscando asilo, haciendo colectas para la familia, buscando psicólogos o abogados.

El círculo se cerró cuando comenzaron a buscarnos defensoras de derechos humanos para que nos sumáramos a una red integrada por mujeres que defendían derechos, no exclusiva para feministas aunque surgió desde ese movimiento, para cuidarse entre todas. Era una invitación a agarrarse de las manos entre amigas para saltar las olas. A veces las olas se convierten en tsunamis y destrozan.

Me costaba asumirme como feminista. Pero sé que no soy la misma. Que desde 2010 veo con una mirada distinta. Desde que vi lo innegable: la presencia de las mujeres reparadoras que construyen hasta desde debajo de las cenizas, de manera sutil, silenciosa, casi hormiga.

En diciembre dejé de resistirme. Me integré a esa red de mujeres de todo el país que ponen en común sus capacidades y trenzan fortalezas para salvar vidas (las que saben de lo legal, las que son psicólogas, las que saben de amenazas, las que saben de refugios). Alrededor de unas veladoras nos abrazamos en un círculo, nos enredamos con estambre, cantamos y nos dijimos de otras maneras el mismo susurro del «no te rindas».