A finales de 2019 recibí un correo electrónico de un tal Martin Grey, de Clacton-on-Sea. Obraban en su poder varios cuadernos manuscritos por su prima, que, en su opinión, podrían servir de base para un libro interesante. Contesté dándole las gracias, aunque también le sugerí que quizá la persona más apropiada para aprovechar el material en cuestión fuera el propio señor Grey. Sin embargo, no estuvo de acuerdo y manifestó que él no era escritor y que si recurría a mí era por algo. Me explicó que se había topado con una entrada mía en un blog, donde escribía sobre el olvidado psicoterapeuta de los años sesenta Collins Braithwaite. Los cuadernos contenían ciertas acusaciones contra Braithwaite, que tenía la certeza de que resultarían de mi interés.

Con esto consiguió, cómo no, picar mi curiosidad. Daba la casualidad de que, unos meses antes, yo me había tropezado con un ejemplar de la obra Antiterapia, de Braithwaite, en la harto caótica librería Voltaire & Rousseau, de Glasgow.

Braithwaite había sido contemporáneo de R.D.Laing y una especie de enfant terrible del movimiento ideológico conocido como «antipsiquiatría» de la década de 1960. El libro, una recopilación de casos clínicos, era salaz, iconoclasta y absorbente. La escasa información que encontré sobre él en internet no satisfizo mi recién descubierta fascinación y me dejó lo bastante intrigado como para animarme a visitar la Universidad de Durham, situada veinticinco millas al norte de Darlington, la población natal de Braithwaite, donde conservaban un pequeño archivo sobre el autor.

La escasa información que encontré sobre él en internet no satisfizo mi recién descubierta fascinación y me dejó lo bastante intrigado como para animarme a visitar la Universidad de Durham

El archivo en cuestión lo componían dos cajas, que contenían los manuscritos de los libros de Braithwaite cargados de anotaciones (y adornados, con frecuencia, de garabatos obscenos no exentos, empero, de cierta calidad artística), algunos recortes de periódico y un reducido número de cartas, en su mayor parte firmadas por el editor de Braithwaite, Edward Seers, y por su otrora amante, Zelda Ogilvie. A medida que iba ensamblando los detalles de la extraordinaria vida de Braithwaite, empecé a considerar la posibilidad de escribir su biografía, una idea que fue recibida con escaso entusiasmo por parte de mi agente y de mi editora. ¿Por qué —me preguntaron— iba nadie a querer leer sobre un personaje olvidado y caído en desgracia, cuya obra llevaba décadas descatalogada? No me quedó otra que reconocer que la pregunta era de lo más razonable.

Este fue el contexto en el que se inició mi interacción con el señor Grey. Le dije que me gustaría, después de todo, echar un vistazo a los cuadernos y le proporcioné mi dirección. Dos días después llegó un paquete. La nota que lo acompañaba no establecía condición alguna para la publicación. El señor Grey no deseaba ninguna remuneración y, por respeto a la privacidad de su familia, prefería permanecer en el anonimato. Grey, confesaba el hombre en la carta, no era su verdadero apellido. Si yo consideraba que los cuadernos carecían de interés, solo me pedía que se los enviara de vuelta. Pero estaba convencido de que ese no sería el caso y no adjuntaba dirección de remite.

Me leí los cinco cuadernos en un solo día. Si albergaba algún escepticismo, este se disipó al instante

Me leí los cinco cuadernos en un solo día. Si albergaba algún escepticismo, este se disipó al instante. La autora no solo narraba una historia absorbente, sino que su escritura poseía, a pesar de sus protestas, un brío un tanto alocado. El material estaba ordenado de manera caprichosa, pero pensé que eso solo daba más verosimilitud a lo que ella tenía que contar.

A los pocos días, no obstante, había llegado a la conclusión de que estaba siendo víctima de una broma pesada. ¿Qué manera más calculada de tentarme podía haber que presentarme un conjunto de cuadernos descubiertos al azar, donde se acusaba de negligencia criminal a una persona a la que casualmente me hallaba investigando en ese momento? Ahora bien, si se trataba de un engaño, el señor Grey se había tomado muchas molestias, entre ellas, que no era poco, escribir a mano los propios documentos. Decidí realizar unas cuantas comprobaciones. Los cuadernos (libretas escolares baratas de la marca Silvine, de hecho) eran de un modelo muy asequible en la época. No estaban fechados, pero varias referencias en el texto apuntaban a que los hechos descritos no podían sino haber acaecido en el otoño de 1965, cuando Braithwaite ejercía, en efecto, en Primrose Hill y estaba a punto de alcanzar la cumbre de su fama. Las páginas de Antiterapia pegadas con cinta adhesiva al primer cuaderno corresponden a la primera edición, la cual no habría sido fácil de conseguir a posteriori, y esto apuntaba a que la redacción de los cuadernos era contemporánea a los hechos. Muchos de los detalles casaban con lo que yo había leído en el archivo de la universidad o en artículos de prensa de la época. Aunque eso no demostraba nada.

Si los cuadernos eran falsos, al autor no le habría hecho más falta que llevar a cabo las mismas indagaciones que yo. Otros detalles eran menos precisos. Por ejemplo, el nombre verdadero del pub que aparece en la narración es Pembroke Castle, y no Pembridge Castle, que es como se refieren a él en el texto. Pero esta clase de error parecía más propia de una autora que estuviera trasladando sus pensamientos de forma inocente al papel que de una persona que buscase perpetrar una superchería. Los cuadernos contenían, además, un cameo muy poco favorecedor del propio señor Grey, una aparición que costaba creer que él mismo hubiese incluido de haber sido el autor.

¿Qué manera más calculada de tentarme podía haber que presentarme un conjunto de cuadernos descubiertos al azar, donde se acusaba de negligencia criminal a una persona a la que casualmente me hallaba investigando en ese momento?

Luego estaba la cuestión del motivo. No se me ocurría ninguna razón por la que alguien podría querer llegar a semejantes extremos para engañarme. Y parecía igual de improbable que el objetivo fuera desacreditar a Braithwaite, cuya carrera había acabado en la ignominia de todos modos y el cual, a duras penas, merecía una nota a pie de página en la historia de la psiquiatría.

Envié un correo electrónico al señor Grey. El material, le decía, era intrigante, desde luego, pero no podía seguir adelante sin una prueba definitiva de su procedencia. Contestó diciendo que no sabía qué evidencia podía esperar que él aportara. Había encontrado los cuadernos mientras vaciaba la casa de su tío en Maida Vale. Además, había conocido a su prima durante toda su vida, y el vocabulario y los giros que utilizaba en sus frases concordaban por completo con la manera que ella tenía de expresarse. Sencillamente, no resultaba creíble que los hubiese escrito otra persona. Está claro que nada de esto constituía la clase de prueba que yo andaba buscando. Le pregunté al señor Grey si estaría dispuesto a reunirse conmigo. Él se negó, argumentando de manera muy razonable que eso tampoco probaría nada. Si no confiaba en su «bona fides», concluía, solo tenía que devolverle los cuadernos, a cuyo efecto proporcionó, esta vez sí, el número de un apartado de correos.

Si no confiaba en su «bona fides», concluía, solo tenía que devolverle los cuadernos

Como es obvio, no los devolví. Y aunque hice lo suficiente para convencerme de que los cuadernos eran genuinos, no puedo dar fe de la veracidad de su contenido. Quizá los eventos descritos no sean más que el producto de la fantasía de una joven que confiesa tener ambiciones literarias y que, como evidencian sus propias palabras, se encontraba en un atribulado estado mental. Me dije que lo importante no era que los hechos hubiesen sucedido realmente, sino que, simple y llanamente, y tal y como había manifestado el señor Grey desde el principio, constituirían la base de un libro interesante. El hecho de que recibiese los cuadernos tan a colación de mis propias investigaciones se me antojó demasiado idóneo para resistirme. Redoblé mis esfuerzos visitando los emplazamientos relevantes, profundizando en el estudio de la obra de Braithwaite y llevando a cabo una serie de entrevistas a personas que en su momento mantuvieron alguna relación con él, y ahora presento los cuadernos, ligeramente editados, junto con mi propio material biográfico.

Imagen de cabecera, CC Dominic Alves

Fragmento del libro ‘Caso clínico’ de Graeme Macrae Burnet (Impedimenta, 2022)