Llevaba días pensando cómo sería el reencuentro. Quizás me había quedado con el recuerdo de lo que había sucedido allí unos meses atrás, de las personas que había conocido o de cómo era yo por aquel entonces. Cuando cerraba los ojos me imaginaba saltando a pie juntillas por las calles para no pisar los charcos que deja el monzón, esquivando a los vendedores callejeros.
O peleando con los taxistas que no reconocen jamás que no saben dónde se encuentra una dirección, y siempre te dirán que te llevan para después comenzar a deambular, porque efectivamente no saben dónde ir. Sin embargo, Bangkok es tal cual la recordaba. Mientras me desplazo por la zona de negocios de la ciudad en el BTS, la línea de tren elevado, respiro profundamente, disfrutando de las escenas cotidianas que observo tras el cristal. Los tuk-tuk dan la impresión de moverse desorientados entre el tráfico, desde aquí arriba. Los edificios parecen inconexos. La neblina gris que envuelve la ciudad contrasta con los vivos colores de las ropas de los tailandeses que están a mi alrededor.
— ¿Buscas algo, ka?
Quien me lanza la pregunta es el conductor de un mototaxi, al bajar en mi parada, en Nana, donde se encuentra el apartamento de mi amiga china Ren Qian. Hace nueve meses desde la última vez que nos vimos pero hemos mantenido el contacto en las redes sociales durante todo este tiempo. Ren siempre me ha cuidado muy bien. Tiene ese carácter asiático tan protector que le haría llevarse las manos a la cabeza sólo de pensar que he llegado a la ciudad y estoy en algún hostal, en su imaginación posiblemente abandonado y destartalado, sin sentir el calor de un hogar. Su nivel de tailandés es casi envidiable. El año pasado, alguna vez me encontré abandonada en un pueblo de Tailandia llamándola por teléfono para que me ayudase a pedir una dirección o algo tan sencillo como dar cita a una persona para una entrevista.
— ¿De verdad es china? ¡Si habla muy bien tai! —me dijo uno de los entrevistados tailandeses, muy sorprendido.
En su apartamento, Ren tiene una habitación donde puedo quedarme y nos ponemos al día de las últimas noticias frente al ventilador antes de echarme sobre la cama para descansar del viaje. Cuando por fin me siento de nuevo en la mesa del salón para enviar mi nuevo número tailandés a mis editores, Ren Qian se levanta de su escritorio de un salto, enciende el televisor y mantiene la mirada fija en la pantalla en silencio.
— ¡Un golpe!— dice Ren.
— ¿Un qué?
— ¡Golpe de Estado!
En la televisión aparece el general Prayut Chan-o-cha junto a otros uniformados, anunciando el golpe de Estado en directo, en un idioma inteligible para mí si no fuera por las traducciones de Ren. A partir de este momento se corta la emisión para dejar paso a propaganda del Ejército, series de televisión donde aparecen policías —y siempre son los buenos—, noticias relacionadas con la monarquía o canciones patrióticas. El viceportavoz del Gobierno militar también aparece cada tanto para pedir a los tailandeses calma o dar cualquier otro tipo de instrucciones.
—¿Debería llevar chaleco?— le había preguntado a un amigo fotógrafo días antes de llegar a Bangkok.
—No te metas en las zonas calientes sin chaleco antibalas y casco, ten cuidado con los militares. Casi todos los reporteros lo llevan, hay sitios para comprar de calidad, más o menos baratos.
Ni en mis mejores sueños, hablando como periodista, habría imaginado encontrarme con un golpe de Estado nada más regresar a Bangkok, y de pronto me veo con un chaleco de la agencia de noticias de Ren extendido sobre la cama, debatiendo conmigo misma si debería utilizarlo. El chaleco pesa mucho, hace que no puedas desenvolverte con rapidez y utilizarlo te hace ser diferente de las personas que estás documentando, como si no formaras parte de la historia. Sin embargo, a juzgar por los comentarios en Twitter de los reporteros veteranos, parece que Bangkok se mantiene en calma y no va a ser necesario. «Con que te pongas esto es suficiente», me dice Ren mientras ajusta en mi brazo con un imperdible un pedacito de tela de color verde, en el que se puede leer «Prensa» en inglés y tailandés.
Cuando salgo apresuradamente a la calle tengo la sensación de que los tailandeses desconocen la noticia de que los militares se han hecho con el poder. Me encuentro con uno echando la siesta sobre un tuk-tuk, los puestos callejeros en el mismo lugar de siempre, las mismas sonrisas de siempre y los mismos turistas que hace unas horas, entrando y saliendo de las salas de masaje como si nada. ¿Acaso se vive así un golpe de Estado? Los militares tailandeses han perpetrado 19 golpes desde 1932, una docena de ellos con éxito —incluyendo este— y la población mantiene la calma porque es algo que esperaban después de que destituyeran hace unos días a su primera ministra Yingluck Shinawatra. Tailandia ha tenido una media de un golpe cada 4,5 años durante las últimas ocho décadas. Y desde hace más de seis meses, en Bangkok, los tailandeses salen de una protesta para meterse en otra. «Estamos acostumbrados», me decía uno de ellos.
—No es el primer golpe que he vivido— me decía otro.
—Que se vayan a casa los militares, apoyaré al Gobierno si hay elecciones, no podemos creer en los militares— afirmaba otro más, algo más enfadado.
Me dirijo al Club Militar que está a las afueras de la ciudad. El toque de queda decretado llegará en tres horas y el BTS va a cerrar en dos. Ningún taxi tiene intención de llevarme a las afueras de Bangkok, pero pronto me doy cuenta de que no es consecuencia de ningún peligro, sino que estamos cerca de la hora punta y saben que van a quedarse atrapados, quizás varios cuartos de hora, en alguna calle congestionada del centro de la ciudad. «¿Al Club Militar? ¿Cuánto vas a pagarme por eso? Sin taxímetro, ka, ¿cuánto me vas a pagar?» Tan sólo me queda la opción de coger el BTS hasta la última parada y buscarme la vida después para llegar como sea con un mototaxi, muy utilizado en Bangkok para sortear los descomunales atascos.
En la ciudad y en el Club Militar todo se mantiene en calma, a pesar de los efectivos apostados en la entrada. Algunos de ellos están tan aburridos que se hacen fotos con la cámara del móvil sosteniendo sus armas. Hay dos tanques estacionados y, sin embargo, podría ser un día normal, uno en el que no se hubiera decretado un golpe de Estado. «Aquí los golpes son así, suaves como los tailandeses» me decía un amigo corresponsal, respondiendo a un mensaje en el que le hacía llegar mi total sorpresa.
Cuando regreso a Nana, justo a punto para el toque de queda, la ciudad no ha frenado su actividad. Me tropiezo con tres tailandeses bebiendo en una pequeña mesa de madera vieja junto al bordillo de la calle y con algunos carritos callejeros que siguen vendiendo en las bocacalles como si nada. «De algo tengo que vivir», me dice uno de los hombres, que vende refrescos de frutas a los turistas. Los taxis circulan sin ninguna dificultad aparente. Ni rastro de los militares.
En Nana se encuentra el barrio rojo, el lugar de los finales felices, los bares de alterne y los ping pong shows donde mujeres de todo tipo, ya sean altas, rellenitas o de cuerpos exuberantes, muestran una habilidad un tanto curiosa para disparar las pequeñas pelotas blancas con su vagina. «No queremos que el toque de queda afecte demasiado a los turistas, esta es una zona de turismo, no es un lugar peligroso mientras no haya protestas», me explica muy relajado un policía, recostándose en el sofá de la caseta desde donde vigila la zona. Tras el cristal se ven algunos ladyboys subidos a sus altos tacones. Los turistas siguen bebiendo en las terrazas, ajenos efectivamente al toque de queda.
Me dirijo a un bar para cargar la batería de mi teléfono móvil. Me acerco a la barra y la camarera me pide en inglés la elevada cantidad (tratándose de Tailandia) de 60 bahts (alrededor de 1,30 euros). «Hemos subido el precio, ahora vale el doble, hay toque de queda», me dice en un tono muy firme. A mi alrededor algunos extranjeros beben y juegan al futbolín rodeados de jovencitas tailandesas. «Llegué hace unos días. De pronto estaba mirando la televisión y salió alguien hablando en tailandés, nos dijeron que los bares estaban cerrados pero aquí estamos bebiendo, todo sigue bien», me dice uno de ellos sosteniendo una cerveza cuando me acerco a preguntarle por el día del golpe.
Me doy cuenta de que, efectivamente, este es un golpe de Estado a la tailandesa.