En una tira cómica de Stephff, conocido dibujante del periódico tailandés The Nation, aparece la iconografía de la plaza china de Tiananmen adaptada a Tailandia: el hombre parado frente a un tanque, y un soldado que grita sonriente desde la escotilla: «¡No toleramos la infelicidad!». En otra de sus imágenes, se ve al general Prayuth dando un discurso que reza: «No os preocupéis, solo tengo buenas intenciones». Las imágenes de este ilustrador resultan simpáticas, pero la crudeza de sus mensajes es muy representativa del régimen que, con un aire casi infantil, gobierna con puño de hierro en Tailandia desde el pasado 22 de mayo, cuando los uniformados se hicieron con el poder, por segunda vez en ocho años, destituyendo a uno de los clanes políticos más poderosos del país, liderado en los últimos tiempos por la ex-primera ministra Yingluck Shinawatra.
Los militares, que asumieron el control sin pegar un tiro, suspendieron el Parlamento y la Constitución y bautizaron la Junta que dirige el general Prayuth Chan-ocha como el Consejo Nacional para la Paz y el Orden (CNPO). A partir de ese momento, iniciaron una campaña de propaganda para mantener la calma y «devolver la felicidad a Tailandia». El propio primer ministro, el general Chan-ocha, compuso una balada con este esperanzado título que fue todo un éxito en Youtube. Los militares, tras la asonada, además, han realizado todo tipo de campañas para distraer la atención de sus actividades. Por eso han mezclado, con éxito, el espectáculo y la represión; en Tailandia, tras el golpe, podía disfrutarse de entradas gratuitas de cine patriótico, conciertos con animadoras enfundadas en minifaldas militares y cortes de pelo gratuitos.
Sin embargo, parece que en el país puede haber una sola versión de la felicidad; la del Ejército. El informe de Amnistía Internacional titulado Ajustes de actitud: 100 días bajo la ley marcial señala que los militares han detenido arbitrariamente a cientos de personas; y en muchos casos se trata de académicos o periodistas, además de ciudadanos comunes. La organización ha registrado casos de palizas, amenazas de muerte, intentos de asfixia o simulacros de ejecución de algunos de los detenidos. La mayoría de ellos, además, han permanecido arrestados más de siete días sin cargos ni derecho a juicio, y se ven ahora limitados en sus libertades bajo la amenaza de persecución. La OACDH, Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, ha registrado más de 700 casos de personas que han sido obligadas a comparecer ante los militares o han sido arrestadas.
Los uniformados han intentado silenciar los medios de comunicación contrarios a sus objetivos, cerrando, por ejemplo, más de una docena de canales de televisión por satélite que habían mostrado simpatía por las protestas contra el golpe. Muchas de estas televisiones han cambiado tanto de nombre como de tendencias políticas para poder emitir de nuevo: los presentadores dedicados al comentario político presentan ahora programas de entretenimiento o tertulias en el nombre de la «reforma nacional» y la conciliación.
Tras el golpe de Estado, la Junta también dio instrucciones a los medios para que dejaran de entrevistar a los académicos críticos con los militares porque podían «causar confusión» en la sociedad. Sus voces siguen siendo silenciadas también en las aulas de las universidades: en septiembre se intentó impedir la celebración, en la Universidad de Tammasat, en Bangkok, de un seminario sobre el fin de los regímenes dictatoriales en países extranjeros. La excusa: que afectaba a la unidad y la paz de la nación. El seminario se llegó a celebrar, pero no sin incidentes, que acabaron por ponerle fin de modo prematuro.
El personal académico de varias universidades de Chiang Mai, Mahasarakham, Ubon Ratchathani y las provincias de Phitsanulok ha sido llamado a reunirse con funcionarios militares para recibir instrucciones sobre cómo controlar las actividades que crean «división» y «falta de respeto a la ley». Human Rights Watch (HRW) sostiene que tras el golpe de Estado se ha producido el mayor éxodo de intelectuales liberales de la historia reciente de Tailandia —académicos escapados a Japón, el Reino Unido o los EE.UU—. «Un académico que piensa diferente al gobierno militar tiene que autocensurarse a sí mismo si quiere trabajar y vivir en Tailandia», cuenta un profesor de Derecho que prefiere guardar el anonimato.
En las calles, tras el golpe, apenas ha habido protestas para no desafiar la ley que prohíbe las reuniones políticas de más de cinco personas. Los militares han llegado a arrestar a siete personas por una protesta pacífica en un McDonalds de la provincia de Chiang Mai, al norte de Tailandia. También en Chiang Mai —por «crear división», de nuevo— un vendedor de calamares fritos tuvo que quitarse la camiseta en la que llevaba estampada la imagen del líder del partido de la oposición (además, la camiseta era roja, color del partido opositor). En Bangkok, ponerse cinta adhesiva en la boca, tocar La Marsellesa, realizar el saludo de los tres dedos de la película hollywoodiense Los juegos del hambre o la lectura pública de la clásica novela de George Orwell, 1984, han sido motivo de arresto cuando se han llevado a cabo como forma de protesta o desafío.
¿Un Estado donde las autoridades ejercen un poder absoluto y pueden controlar el pensamiento de los ciudadanos? Demasiado apropiado para el contexto. Al igual que con Los juegos del hambre y su rebelión adolescente, la ficción de Orwell se ha filtrado en los gestos y símbolos de la protesta real de los ciudadanos tailandeses que expresan su inquietud por el futuro de la democracia en el país tras el golpe. La consecuencia práctica es que resulta difícil encontrar en las librerías de Bangkok un ejemplar de la novela de Orwell, pese a no estar oficialmente prohibida.
Para Phil Robertson, de Human Rights Watch, «estas son violaciones claras del derecho fundamental a la libertad de expresión y muestran cómo la intolerancia extrema de la Junta se dirige contra acciones simbólicas que ve como desafíos a su poder. En realidad, al actuar de esta manera, la Junta se convierte en un hazmerreír internacional e invita a más comparaciones». La Junta militar, sin embargo, asegura que todas estas acciones se están llevando a cabo para democratizar el país. Pero ocho meses después de la asonada, los logros de los militares parecen bastante simples; hay paz en las calles porque se ha prevenido la violencia entre los seguidores y detractores de los militares sin llegar a sacar las armas. No obstante, todavía no hay fecha para las elecciones y se esperan para dentro de un año como pronto.
La Autoridad de Turismo de Tailandia, además, no ha perdido la oportunidad de utilizar la ley marcial como reclamo para atraer turistas extranjeros. La campaña consiste en publicitar una supuesta mejora de la seguridad para los turistas con la normativa impuesta desde el golpe; normas que se aplican sin juicio ni orden judicial y prohíben las reuniones políticas de más de cinco personas.
Sin embargo, como muestra otra de las imágenes de Stephff, en la que aparece un tanque frente a una turista que, en bañador, intenta tomar el sol en una paradisiaca playa tailandesa, «a los turistas extranjeros no les preocupa la democracia que haya en el país que visiten si hace sol y las playas son bonitas». Parece que Tailandia tampoco interesa demasiado a la comunidad internacional mientras se mantenga la calma.