LiteNatura es la serie de artículos de Gabi Martínez en Altaïr Magazine. Un espacio abierto a textos literarios que cedan el protagonismo al territorio y la naturaleza.

Antes de leer a Elisabeth Tova no había hablado nunca con un caracol. Y si alguien me hubiera propuesto viajar para ver uno, seguro que habría elegido el caracol gigante africano o el marino que vive en Australia, por ponerle un poco de salsa al asunto. También hay racimos preciosos en el Ampurdán, y me habría ahorrado el tute intercontinental. Pero después de leer El sonido de un caracol salvaje al comer consideré justificado colarme de polizón en un barco mercante para llegar a Nueva Inglaterra y dirigirme a las tierras donde se arrastran los descendientes de aquel gasterópodo con el que Tova hizo, podríamos llamarlo así, amistad.

Desembarqué con tiempo cálido pero lo bastante húmedo para el gusto del caracol, admirado por la policromía de los bosques caducifolios que, sospechaba, no iba a caminar demasiado porque la incursión obligaría a adaptarse a la infravelocidad de mis entrevistados. Enseguida encontré a los primeros, columpiándose en hojas de helechos o cobijados por grandes copas de hongos. Todos a los que pregunté estaban al corriente del «lío» del Viejo C con Tova y me indicaron dónde podría encontrar a doscientos o trescientos nietos de aquel ancestro de leyenda, aunque varios recomendaron que buscara al joven Bio, un fan muy fan de su abuelo que contaba a quien quisiera escuchar la historia del caracol y la mujer enferma.

Y es que si Tova intimó con el Viejo C fue porque cayó postrada en una cama por una disfunción del sistema nervioso autónomo, y durante mucho tiempo no se pudo mover. Un día, una amiga le trajo un caracol para que le hicera compañía. Ahí despega una relación a la que me asomé con escepticismo y, ya ves, acabó haciéndome cruzar un océano hasta localizar a Bio, que se llama así en honor a la Biofilia, ese concepto acuñado por el biólogo Edward O. Wilson al que está dedicado el libro de Tova.

Bio se entusiasmó al saber que no solo no me lo iba a comer sino que me interesaba su abuelo, y me citó al final del crepúsculo, que es cuando los caracoles emprenden su jornada activa. A la hora acordada, me senté junto a un gran tronco de abedul. El caracol asomó por el hueco de una gran rama caída al suelo cubierta de musgo. Carraspeó y, con voz atemperada, recitó:

—Tanto el caracol como yo estábamos viviendo en paisajes alterados que no habíamos elegido; supuse que compartíamos la sensación de pérdida y de desplazamiento forzoso.

—Pues sí que te lo sabes de memoria—, respondí.

—Ya te lo dije.

Memorizarlo había sido un buen recurso, teniendo en cuenta que los caracoles digieren la celulosa y, de haberse traído el libro, sus colegas, o él mismo, se lo habrían comido. De hecho, cuando el Viejo C empezó a convivir con Teva sin que ésta supiera muy bien cómo alimentarlo, el caracol se dio algún banquete de papel. Dos extraños encerrados en un cuarto y destinados a compartir la lentitud, por diversos motivos. En sus casos, el espacio cobraba otra dimensión.

Yo trabajo en una revista de viajes y la aventura de un caracol no parecía ideal para estimular a los lectores, que suelen tener la palabra «kilómetros» en la cabeza. No. Aquí hablaríamos de centímetros, con algún metro ocasional. En el artículo sobre Tova y el Viejo C, el espacio se reduciría a una potencia casi abstracta, observado desde la óptica de un caracol que, a fin de cuentas, se movía mucho más que Tova, anclada a la horizontalidad de la cama.

—Las citas pueden ser importantes—, dijo Bio, con toda la razón, porque, además de en la observación detallada del caracol, Tova encontró un gran soporte en la lectura que escritores como Edgard Allan Poe, Italo Calvino o Elisabeth Bishop habían hecho de los caracoles, pero también en muchos biólogos, zoólogos, malacólogos -esos especialistas en moluscos- que le aportaron un alud de información incluida en títulos tan exóticos como En la caracolería, utilísimos para entender mejor qué estaba pasando en el gran terrario que habilitó en su habitación para descifrar al gasterópodo.

La prolongada enfermedad aisló cada vez más a Tova. Los amigos la visitaban menos, casi nada. El caracol se convirtió en su aventurero ideal, capaz de retarla ocultándose en lugares que a ella le costaba descubrir, invitándola a adivinar qué había comido o dónde había viajado durante la noche. Por eso, su libro se lee como una natural relación de amor, y las citas que en otros libros son muletas, aquí resultan catapultas hacia un universo de patrones dentales insólitos —tienen 2640 dientes— o la bioquímica de la baba que envuelve su cuerpo entero, a excepción de los tentáculos.

A Bio le gustaba hablar desplazándose, de modo que dejaba un lento rastro de baba cuando rememoró que «mi abuelo contaba historias que a su vez había aprendido de Elisabeth, como aquella de los caracoles gigantes (seis metros) que se pusieron a perseguir a un hombre. Nos partíamos de risa cada vez que la contaba».

A mí, que tengo una talla más similar a la humana, el relato me había parecido escabroso porque explicitaba el carácter depredador de los caracoles. No sabía que hay algunos carnívoros.

—¿Coméis lobo?—, pregunté.

Bio rió bamboleando la concha.

—Ni lobo ni hombre —dijo entre unas risitas lo bastante molestas como para que por un instante me imaginara zampándomelo de un bocado, con concha y todo—. Más que nada porque de momento no conozco a caracoles de seis metros.

Del relato también se extraía una fenomenal resistencia física, que Tova subrayaba en el libro remitiendo a las pruebas que se habían hecho sujetando grandes pesos al caparazón de caracoles para ver cuánto podían soportar.

—Bio, ¿puedes subir a ese árbol?—, dije, señalando al abedul a mi lado.

—Claro.

Empezó a arrastrarse pero para ganar tiempo le invité a que subiera a mi lengua —cosa que hizo con no poca inquietud— y lo deposité en el tronco a medio metro del suelo. Entonces, pedí a un pájaro mielero que empleara su afilado pico para buscar un cordel resistente en una granja cercana y que lo atara al rededor de la concha de bio. Al otro extremo, atamos piedras y ramas que equivalían a unas doce veces su peso. El caracol continuó adherido al tronco, impertérrito.

—Como te vean los de la protectora—, dijo Bio.

E. Sandford había endilgado a un caracol hasta cincuenta y una veces su peso, confirmando que lo aguantaba.

Cuando le liberé de la carga, se mantuvo vertical en el tronco hablando sobre lo meticulosa que había sido Tova al comentar la dieta de los suyos —«a mí me pirran las algas», dijo Bio—, las particularidades de su hermafroditismo y del apareamiento a base de lanzarse dardos reales «como Cupido», o lo simbólico de imaginar que unos cuantos caracoles se comían un New York Times.

—Da la impresión de que, independientemente del reino al que pertenezca una criatura, cuanto menor sea su tamaño y cuanto más antiguo sea su lugar en el árbol de la vida, más esencial es el nicho que ocupa en la Tierra—, citó de nuevo el caracol, introduciendo a la profunda reflexión sobre el discurrir del tiempo que palpita en el libro de Tova.

—Empecé a pensar —recité yo esta vez— en la paradoja de la velocidad en relación con la distancia y el tiempo: en contraposición con su lenta locomoción, el ciclo de la vida del caracol era muy rápido. En setenta años era capaz de generar setenta generaciones, frente a tres generaciones que puede producir un ser humano. Aunque el caracol se movía por el mundo físico más despacio que un ser humano, avanzaba más rápido que nosotros en la evolución de su especie.

Estos animales también venían de un tiempo más lejano. Y la lentitud no había obstaculizado su reproducción. La misma lentitud que convirtió a Tova en «quizá la primera persona en observar a un caracol cuidando sus huevos». El resultado de la convivencia fue este libro emocionantemente insólito que se enseña en educación secundaria y superior como ejemplo de hasta dónde pueden empatizar seres de especies tan distintas que, sin el debido conocimiento, podrían verse mutuamente como antipáticas, desagradables u hostiles.

De estas cosas conversábamos cuando nos percibimos rodeados por decenas de caracoles. No era fácil detectarlos en la noche, tan pequeños, pero la vista ya se me había acomodado a la oscuridad y asumí que debían ser miles. Uno de ellos, un vejete de seis años, intervino señalando cuánto le llamaba la atención que dos de los libros sobre «bichos» —eso dijo— que más había disfrutado eran obra de mujeres que enfermaron en la juventud. El otro libro era Una temporada en Tinker Creek, y la autora, Annie Dillard. Bio afirmó que buscaría ese título. Se hizo un silencio que dio por concluida la sesión, y mientras alrededor todo se llenaba de pistas de baba, pensé tanto en las delicias de que son capaces las jóvenes mujeres enfermas que aullé a la noche de aquel bosque que, sin haber prácticamente caminado, creí conocer de alguna manera profunda.


Imagen de cabecera, CC Manuel M. B.