Aeropuerto de Roma Ciampino. Olor a lluvia nocturna. En esta ciudad solo voy a rozar sus no-lugares (aeroporto, Termini) y después viajaré hacia el sur en un tren de segunda clase. Aún en el aire la ciudad recién aparecida como  una pared de luces que se extiende hacia el horizonte plano.

Cada viaje es diferente. Vengo a Italia con la ligera certeza de que me dirijo al sur, pero también puede no ser. No preparo nada. Nunca he visto un mapa a escala de esta tierra de cerca. Mi padre me pregunta sobre un recuerdo de infancia y no sé qué responder. Me doy cuenta de que lo primero que perdemos son los nombres.

Lo que difiere en este viaje de todos los anteriores es que no le pido nada. A todas partes me llevo mi expectativa: huyo, bailo, pienso o escribo. El único indicio de que me voy es esta mochila liviana que cargo conmigo y nada más. No espero nada. Me alejo de un lugar no para aproximarme a otro sino para poder mirar mi hogar a lo lejos. También se viaja para perder lastres.

Veo carteles en otro idioma y me sorprendo de haber atravesado un mar y una lengua en tan poco tiempo. No le pido a mi cuerpo nada. Non-agir. La no-acción. Ni siquiera el dolce fare niente, aunque parece una buena idea. Solo existe fluir, como el agua que llena todos los espacios, completamente maleable porque carece de forma. 

Cuando estoy lejos la escritura toma conciencia de su propia forma. En Madrid a veces la fuerzo para conservarla conmigo, pero hablo del cielo o de la casa o de la lluvia por encima, como una caricia y no con la intención de internarme en una cueva. Solo cuando me sumerjo en la esencia de las cosas empiezo a soñar otra vez con tsunamis y tormentas.

En dos ocasiones fui a solas a recorrer las calles en fiesta de mis barrios aledaños. El deseo de ser invisible era tan poderoso, de vagar entre la gente con actitud pasiva, sin ser, solo estando ahí, observadora de la vida ocurriendo alrededor. Contemplación. Mi deseo es  abarcarlo todo con la mirada, desde el detalle ínfimo a las vistas aéreas. Tocar y no tocar. Bailar en los cuerpos de otros, como cuando espío a los bailarines a través de las claraboyas en la plaza y pierdo la consciencia del ser en favor del ritmo, del movimiento y de lo que de pronto fluye entre los que bailan.  

No sé nada de este país. Solo sé que no podemos llenarnos de datos, que para conocer hay que experimentar en los brazos y en la nuca y entre los labios lo que tiene para darnos. Italia es el único mundo para mí estos días. Acepto estar aquí y no en cualquier otro sitio.

Los viajes son como capas que uno va reuniendo en torno a su centro. Lo que digo y hago traspasa estas capas que son traslúcidas y permeables. Cada palabra que escribo lleva implícito el cielo gris en Lima, el bosque de Vilcabamba, las flores en los tejados de Hoi An, las islas a solas en Palawan, los ocres de Errachidia, la soledad gigante de San Petersburgo y el cauce de un gran río en Lisboa. Cada trazo se ha empapado de todos los acentos colectados. En cada palabra que escribo está el gesto del hombre en el parque o las manos enrojecidas de las mujeres que baten la ropa a pie de agua. Y la mirada del cordero. Y la mano que siembra. Y las noches sin luz.

Habitar un aeropuerto silencioso. Ahora se abre la puerta automática y suenan los ruedines sobre el linóleo y el zumbido de los aires acondicionados que siempre está y nunca notamos hasta que los demás sonidos solo desaparecen. Soy la última persona que habita un lugar inhabitable.

¿Existe el silencio?

Hace frío en el aeropuerto de Roma Ciampino. Los no-lugares están siempre a la temperatura de las máquinas y no de los cuerpos. Siempre a la temperatura de los tránsitos. Pero entiendo: es en los aeropuertos, en los desiertos o en las grandes urbes que nos fagocitan donde con mayor anhelo regreso a mi primera y única casa: la escritura.

*

A este viaje he partido en crudo y sin esfuerzo. No llevo joyas ni maquillaje. La piel concreta. Mis pies están oscurecidos y tengo los ojos rojos. Despierto justo a tiempo para transportarme a Roma. Café. Los italianos no me han parecido amables, ni una sonrisa cómplice o un guiño. Café y después temblor. Un aeropuerto lleno de personas iguales. Los rubios y las gitanas de faldas rayadas. Los italianos morenos de colores planos, sin expresión.

He dormido en un banco ahí fuera. Nadie me ha mirado.

La vida de aeropuerto es desoladora y los que la mantienen viva andan desangelados. En cuanto salgo de allí el mundo recupera sus colores brillantes. Luz diurna en las afueras.

*

Arriba del promontorio en la bahía de Trevento. Los chicos se bañan abajo. El viento frío. Il vento freddo, me digo. Intento aprender el italiano porque me siento pequeña sin poder hablar.

Llevo un jersey rojo y debajo el bikini mojado. Frente a mí, el cielo deslavándose hasta adquirir un color azul brillante —la hora azul—. Ayer noche caminamos Salerno ciudad vecchia y fotografiamos las sombras en lugar de las luces, los edificios gigantes, de scalas amplias. Salerno: amplitud. Cajas postales desordenadas en las paredes, mordiscos de moho, herrumbre, humedad y tiempo.

Frente a mí la costa amalfitana tan escarpada y oscura. Entre sus pliegues han crecido pueblos que se encaraman a la roca.

*

En la playa Gianrico me enseña italiano. Apunto los verbos en mi cuaderno y después nos bañamos junto a las rocas. De pronto hay mucha profundidad y vemos los peces nadando en torno a nuestros cuerpos.

Por la noche partimos hacia Campania. Hemos llegado aquí en el día del agua. La noche hace que las montañas parezcan paredes a nuestro alrededor. En la grieta, sobre el río, ha nacido el pueblo. A media noche abren las compuertas del agua y el río aparece y nos baña los pies desnudos. Duele. Está helada y duele. Descendemos junto a la iglesia y pasamos junto a las catacumbras en las que se pudrían los cuerpos con peste.

Le he contado a Ximena que algunas amigas han adquirido sus rasgos adultos. Veo en ellas una luz nueva. Sus rostros brillan de forma distina, como si emergiera de ellas una fuerza de mujer que no he visto nunca antes. Parece que el tiempo ha limado la redondez infantil de sus rostros y de pronto sus aristas parecen mucho más marcadas y profundas. Me gusta ese cambio. Me inspira. Están preciosas. Ximena dice que tiene que ver con aceptarse, con saber quién se es. Somos supervivientes de algo pero no sé bien de qué.

El agua helada que baja de las montañas y regresa a su origen.

Ayer a la noche nos colamos en los templos griegos de Paestrum. Llevamos la guitarra. Recorrimos la roca antigua. Encontramos un perro hermoso. Pensamos que nos meterían en la cárcel pero seguimos adelante. Visitamos la constelación de Orión. Descubrimos lo que significa abrazar una roca tallada hace 2500 años. Abrimos una botella de vino y hablamos un poco. El instante era tan bello que llenarlo de algo —de ruido, de habla— era subvertirlo. Preferimos callar. Tomé fotos de la roca y el cielo.

Escribir es pensar. La experiencia deja una huella muy ligera cuando no pasa este filtro. Y las relaciones humanas o me llenan de euforia y de fe o me dejan vacía.


Imagen de cabecera, CC Alejandro Merino