A seis kilómetros de Châteaubriant, en las estribaciones del valle del Loira, hay un bosque y un lago unidos como el yin y el yang. En el bosque saltan corzos por doquier y en el lago, garzas y patos gozan de la tranquilidad del lugar. El bosque, conocido como La Juigné, es uno de los pocos pulmones verdes de esta llanura del noroeste de Francia en la que un 70% del suelo es agrícola: pastos para las vacas, maizales, trigales, campos de girasol y balas de heno. Salvo algunos bosques como el de Juigné, los árboles solo alcanzan a motear este vasto paisaje labriego, sea dando sombra a las granjas o resiguiendo caminos y el cauce de los ríos.

El lago se llama La Blisière; en verdad se trata de un embalse, construido en 1677 para proveer de fuerza hidráulica a unos antiguos altos hornos de hierro. Es una masa de agua que impresiona por inesperada, de un kilómetro de longitud y rodeada por los árboles de la Juigné. Es un espacio solitario porque es propiedad privada, como lo es el bosque: son coto de caza y reserva de pesca, además de explotación maderera. En uno de los senderos de acceso al lago, alguien dejó apoyado sobre unas zarzas un cartel de madera. El paso del tiempo y la lluvia lo han ido royendo, pero todavía pueden leerse en él los nombres y apellidos de nueve hombres. Y debajo de los nombres, una frase: «Homenaje a nuestros mártires. No los olvidaremos jamás».

Era una tarde más de lluvia intermitente en el Alto Anjou. Cansado de esperar a que el cielo se desencapotara, buscando aleatoriamente en el mapa, decidí visitar el lago de La Blisière. Llevaba una semana residiendo en el château de Vengeau, un palacio escondido detrás de su granja y protegido por dos torreones. Vengeau es también un vergel, un refugio para multitud de aves, amenizado de día por la banda sonora de las tórtolas y de noche, por la del búho. El Alto Anjou y los departamentos del Loira son un paisaje bordado por castillos medievales, palacios e hipódromos. Fueron la columna vertebral de la Francia monárquica, hoy es un lugar de sólido bienestar, orden y paz social. Parte de los dominios de Vengeau pueden alquilarse. El castillo fue expropiado tras la Revolución francesa y adquirido sucesivamente por notables familias burguesas. En Vengeau hay actividad todo el año: el trajín de sus propietarios y de su perra; las apariciones de un gato solitario, la hiperactividad de un matrimonio de campesinos jubilados que echan una mano en la finca o asisten en partidas de caza del jabalí. En Vengeau tienen huertos, jardines y también tienen el Araize, un arroyo que rebosa de vida: riega los campos, en sus vados saltan las liebres y beben los corzos. Las arañas tigre cazan y devoran todo lo que pueden. En el Araize también anidan perdices y tiene su madriguera una familia de coipús, un roedor gigante de Sudamérica, animal que fue importado a Europa para la industria peletera europea y que hoy es una especie invasora a exterminar. Solo la capilla del palacio, dedicada a San Blas, parece detenida en el pasado, atrapada por las telarañas.

El recorrido desde Vengeau a La Blisière son doce kilómetros serpenteando entre granjas, graneros y establos. Zarzas, nogales, robles, castaños y mucho campo. Hay que cruzar Carbay, un pueblo de 250 almas con una pequeña escuela de primaria y una máquina de venta de baguettes en la plaza de la iglesia. Cada pocos kilómetros cruzan la carretera estrechas vías asfaltadas que conducen a granjas, y cada granja es como una pequeña ciudad.

Llegados a las inmediaciones de La Blisière, Google Maps, el ojo que todo lo ve, indica que desde una hacienda llamada Bouvenay sale una pista hacia la orilla del lago. La pista, de unos 200 metros, pasa por un maizal y por un prado con un rebaño de vacas «rouge» —una denominación autóctona, de colores blanco y ocre—. A lo lejos, dos grandes veletas chirrían con cada golpe del viento. Los restos de un jabalí se pudren entre tallos caídos de maíz, quizás víctima de una trampa.

El cartel con los nueve nombres y apellidos fue lo primero que vi. Lo fotografié y continué mi marcha hasta un desvencijado chalet, refugio de leñadores, construido junto al dique que regula la circulación del agua. Frente a la casa nacen varias pistas forestales, algunas abiertas recientemente. Tomé la segunda ruta, la que seguía recto hacia una laguna hoy seca, en medio del bosque. Avanzaba reflexionando sobre aquel cartel con sus nueve nombres y en todas partes creía ver señales. Me detenía cuando me sorprendía un animal, o cuando me encontraba tocones de pino, negros como el betún, quemados y barnizados con una pasta que formaron lluvia y ceniza. ¿Para qué servía aquello a los leñadores? Al llegar a la laguna hoy reseca, sobre otro tocón descubrí otro símbolo, una flecha hecha con ramas. La flecha señalaba hacia el este, pero yo proseguí hacia el oeste.

 

Aquella misma noche, de vuelta en Vengeau, investigué sobre los nueve nombres de La Blisière:

«Agnes Adrien. Empleado municipal.

Babin Louis. Radiólogo.

Barroux Paul. Maestro.

Gosset Raoul. Electricista.

Jacq Fernand. Médico.

Vigor Georges. Mecánico.

Thoretton Georges. Obrero.

Pillet Maurice. Dirigente sindical.

Perrouault René. Dirigente sindical.»

 

15 de diciembre de 1941

Es el 15 de diciembre de 1941 en la Francia ocupada por los nazis. Una serie de atentados cometidos por la Resistencia en París acaban con la vida de varios soldados alemanes. Como represalia, el general de la Wehrmacht Carl-Heinrich von Stüpelnagel, comandante en jefe de las tropas invasoras, anuncia que «serán fusilados cien judíos, comunistas y anarquistas que, según nuestros informes, están vinculados con los autores de los atentados». [El destino aguardaba el mismo final para Von Stüpelnagel: sería ejecutado en Berlín tres años después, por estar implicado en el golpe y fallido asesinato de Adolf Hitler del 20 de julio de 1944.]

Nueve de las cien personas que iban a ser fusiladas eran militantes comunistas y sindicalistas internados en el campo de concentración de Choisel, en Châteaubriant, un centro controlado por las fuerzas colaboracionistas del gobierno de Vichy. Los reos fueron trasladados a un lugar solitario —La Blisière— y allí fueron asesinados, cada uno maniatados a un castaño. Al día siguiente, según informa un proyecto de documentación sobre estos sucesos de la Universidad de Lille, el señor Henri Maillard, industrial, generoso mecenas de la región y propietario de los terrenos, se acercó al lugar y pintó la bandera francesa en cada uno de los árboles agujereados por las balas.

El señor Maillard, también durante la ocupación alemana, triplicó de treinta a casi cien el número de empleados en su base maderera y en su negocio de producción de carbón vegetal. El objetivo de ello era evitar que los jóvenes de la comarca tuvieran que ser destinados a batallones de trabajo de Vichy —los detestados Servicios de Trabajo Obligatorio (STO)—, según explica el digital de cultura e historia de Châteaubriant Journal La Mée.

Hasta 1969, según leí en un artículo de 2013 del diario Ouest France y también en La Mée, el recuerdo de aquellos nueve mártires fueron una placa y el cartel de madera que descubrí sobre unos matorrales, además de los árboles pintados con la bandera tricolor. Aquel 1969 se instaló un monumento en el mismo lugar de la ejecución: un monolito de granito con una lápida conmemorativa. En 2012, la familia Maillard, todavía propietarios de este bosque de 2100 hectáreas, prohibieron por primera vez que se celebrara la peregrinación anual al lugar de los fusilamientos. No solo eso, además retiraron el monolito. Finalmente, por intercesión de los alcaldes de la zona, los amos del bosque y del lago aceptaron levantar de nuevo el monumento, pero con la condición de que no se volviera a conmemorar la efeméride en su bosque. Desde entonces, los veteranos sindicalistas y comunistas de la región recuerdan cada 15 de diciembre a sus muertos en un pequeño monumento de ladrillo erigido en un carretera, fuera del bosque, en el pueblo de Juigné des Moutiers.

Aquel 1969 se instaló un monumento en el mismo lugar de la ejecución: un monolito de granito con una lápida conmemorativa. En 2012, la familia Maillard, todavía propietarios de este bosque de 2100 hectáreas, prohibieron por primera vez que se celebrara la peregrinación anual al lugar de los fusilamientos. No solo eso, además retiraron el monolito

Jean-Pierre, señor del castillo de Vengeau, corrobora estos hechos, también confirma que el propietario del bosque de La Juigné se hartó del tráfico de visitas al monumento. ¿Tanta gente visitaba el lugar? Jean-Pierre me advierte, como han hecho otros antes que él, que estos lugares son propiedades privadas y que no hay que entrar en ellos. En toda Europa, también en España, la mayoría de los bosques están en manos privadas, pero en la gran mayoría de casos no hay problemas para que particulares accedan y crucen estos dominios, mientras no causen daños o realicen actividades ilegales. No es así en el País del Loira.

A partir de aquel momento hice lo posible para allanar todos los bosques privados de la región. Solo en dos no conseguí entrar. Los dominios del castillo de Dangé aparecían en internet como un espacio visitable, sobre todo para contemplar sus jardines. En la carretera principal del municipio de Pouancé nace una pista para vehículos que desemboca primero en una granja. Dejé el coche para andar por el camino hasta que dos jóvenes agricultores me cortaron el paso. Aquello era zona privada. Les interrogué sobre Dangé y respondieron que sus dominios eran desde 2017 propiedad de unos inversores rusos. El otro bosque al que no accedí, por lo imposible de la misión, fue el bosque de La Guerche, adquirido en 2007 por François Bich, uno de los hijos del Baron de Bic, el fundador de la empresa de bolígrafos. Las 3.200 hectáreas de La Guerche están valladas como si guardaran el oro del Rin, sin que quede el más mínimo resquicio sin sellar. Incluso lo patrullan guardas. El bosque es un gran cuarto de juegos de un millonario, con su pabellón de caza y su lago artificial.

***

Volví por segunda vez a Juigné para intentar encontrar el monolito abandonado y los castaños marcados por las balas de las SS. Opté por la vertiente opuesta del bosque, lejos del lago, y terminé descubriendo un menhir colosal, llamado Pierre Frite, y un priorato en ruinas, la Primaudière, que la Revolución expropió a la Iglesia para convertirlo primero en una fábrica de vidrio y luego, hasta no hace mucho, en un establo.

Lo intenté por tercera vez. En esta ocasión decidí rodear el lago. Me encontré por fin con otra persona, la primera en tres días de visitas, un leñador que desbrozaba ramas bajas de árboles y que esquivó mi saludo y mis preguntas. Marché veinte minutos sin rumbo fijo, hasta que en un claro del bosque, frente al lago, saltó un corzo. Me detuve para observar los brincos del animal y frente a mí, a cincuenta metros del camino, vi el monolito. A pocos pasos del monumento, un enclenque castaño crujía con el viento. Su tronco estaba perforado a diferentes alturas y en su base alguien había pintado, hace mucho, los tres colores de la bandera francesa. En el suelo, desmenuzada como confeti, había parte de esa corteza azul, blanca y roja. Ningún otro de los castaños que sirvieron como poste del patíbulo existen ya. Aquel pequeño y débil árbol es el último testimonio en pie de los muertos de La Blisière.