Si hay un barrio con mezcla confesional, ese es el barrio armenio, y lo es más por necesidad que elección. Es uno de los barrios con mayor densidad de población de Oriente Medio, dice la guía, posiblemente exagerando. «Es el barrio que más me recuerda al viejo Beirut de preguerra» me dijo un druso ateo, excesivamente melancólico de una ciudad que sólo conoció por los relatos de su padre. Fue el asentamiento de barracones creado en los años 20 por los refugiados armenios que huían del genocidio o, como diría Al Jazeera, con esa falsa objetividad cómplice, de «las inestabilidades de la Primera Guerra Mundial». Una matanza étnica jerarquizada y perfectamente planificada: «inestabilidad».
Ya no viven tantos armenios porque muchos de ellos volvieron a emigrar y porque muchos otros emigrantes de otros países han ido llegado desde entonces: indios, filipinos, etíopes y una última oleada de refugiados sirios. En ningún otro sitio de Beirut se percibe semejante energía comercial, desordenada, primigenia, caótica. El barrio es un pueblo grande de calles estrechas saturadas de cables de electricidad, que a veces tejen una red tan densa como un parterre de plástico. En las balcones —ese millón de terrazas que trazan el único hilo de continuidad visible a lo largo de toda la ciudad—, y en las paredes se despliega un confuso paisaje geopolítico de banderas armenias, banderas sirias progubernamentales, fotos de combatientes de Hizbullá, pintadas contra Turquía. Por sus calles pasean ancianas rigurosas, jóvenes macarras que juegan a milicianos y chicas escotadas con zapatillas fosforitas, pelo teñido y pantalones vaqueros rotos que a veces se cruzan con una mujer con hiyab caminando en dirección contraria con una bolsa de frutas en la mano.
El centro cultural Badague es un edificio de fachada rosa, con un pequeño museo y un restaurante con manteles de ganchillo en el que un viejo con gorra juega a backgammon con una camarera vestida con traje tradicional y una anciana lee con la cabeza ladeada un periódico en armenio. Es el canon de abuela cariñosa, de mujer luchadora optimista, de refugiada que hizo suyo su país de acogida, de anciana que sigue leyendo libros y periódicos con ferocidad adolescente, de libanesa que no cree en divisiones sectarias. Es tan educada que insiste en sentarse ella —caminando encorvada a pasitos— a nuestra mesa en vez de movernos nosotros a la suya. ¿De verdad te interesa mi vida?, pregunta incrédula. Y nos habla en un inglés casi perfecto, pero a veces apenas audible, sobre la insalubridad de los terrenos cenagosos sobre los que nació el barrio, sobre su aprendizaje de mecanografía que le abrió las puertas a trabajar para la Royal Air Force británica, para una empresa petrolífera iraquí y para Harris Spinneys, el hombre de negocios británico que creo una cadena de supermercados que aún sobrevive en Líbano. Marie cuenta episodios del genocidio armenio difíciles de seguir, Marie recuerda con preocupación a sus sobrinos sirios que, en vez de emigrar a Australia como el resto de la familia, prefirieron quedarse en Aleppo. «Nunca fui indiferente a la vida, siempre participé, siempre luché.»
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«Aquí envenenan mucho», dice Michel Elefteriades muy despacio y con voz congestionada mientras remueve la cuchara en la taza de té. «Aquí» no es necesariamente el salón de la casa contigua al Music Hall que Elefteriades posee en el centro de Beirut. «Aquí» es Líbano desde antes de la guerra hasta hoy mismo, y en ese mundo la referencia al veneno suena casi a licencia poética, a sublimación teatral para describir la violencia de coches bombas, bombardeos, disparos. Como si Beirut fuera una sofisticada ciudad italiana del Renacimiento.
Al general Chamel Roukoz, dice Elefteriades, le envenenaron durante la guerra. Uno de sus soldados le echaba un poco de arsénico todos los días en el café, una dosis muy pequeña casi imposible de detectar; tan pequeña que no logró matar al general, pero no tan pequeña como para pasar desapercibida: al «traidor» lo descubrieron a tiempo, sonríe Elefteriades, y el general Roukoz será el próximo presidente de Líbano, sonríe de nuevo Elefteriades, que me enseña en la pantalla de su móvil la foto de Roukoz, vestido de uniforme, junto a una leyenda escrita en letras góticas: Übermensch («superhombre» en alemán).
A Elefteriades le gustan los militares, la jerarquía y las armas. Antes de convertirse en productor musical y empresario de la noche, Elefteriades fue guerrillero en las milicias de Michel Aoun, una facción mayoritariamente cristiana, con tendencias seculares e izquierdistas (aunque en Líbano no conviene tomarse demasiado en serio las etiquetas políticas). En los 90, Elefteriades estuvo exiliado en Cuba, donde aprendió el español con el que ahora charla conmigo, el español con el que pronuncia «aquí envenenan mucho».
Por sus calles pasean ancianas rigurosas, jóvenes macarras que juegan a milicianos y chicas escotadas con zapatillas fosforitas, pelo teñido y pantalones vaqueros rotos que a veces se cruzan con una mujer con hiyab
Elefteriades tiene un Batmóvil que se hizo construir a medida y una colección de centenares de bastones que empezó a utilizar cuando le hirieron en la guerra. Dice que la gente se los envía como regalo desde todos los rincones del mundo: por ejemplo, este es un bastón de cabrero omaní, este otro está hecho a base de «grafito como el que utiliza la NASA». Elefteriades tiene un palacio en Florencia con vistas al Arno («muy caro de mantener y abierto al público unos días al año») que se compró por recomendación de su amigo Zuchero, el cantante italiano; en mitad del salón en el que hablamos tiene «una habitación para enemigos» que recrea el lugar en el que fue torturado cuando tenía 15 años: al final de la noche me dejará ver el zulo a través de los ventanucos exteriores y distingo una silla de ejecución, un fusil de comando y varios elementos de tortura; tiene esculturas hechas por él mismo que fueron incautadas recientemente por la policía bajo la acusación de satanismo; tiene una milicia privada formada por los hijos de sus antiguos compañeros de armas; tiene un club llamado Music Hall en Beirut y otro en Dubai, donde todo es más fácil «porque no hay armas, ni cortes de luz ni cortes de agua». Tiene amigos en el ejército, enemigos en todos los lados, un país imaginario bautizado Nowheristan en el que puedes solicitar la nacionalidad por Internet: un país utópico que «busca el equilibrio entre el comunismo y el capitalismo». Elefteriades tiene una alergia que le mantiene aletargado, sorbiendo té, respondiendo con desgana a las preguntas del periodista.
Cuando llego a Utopia, la casa anexa al Music Hall, Elefteriades —vestido con pantalones vaqueros y sudadera— me recibe de pie, con un plato de comida en una mano y un móvil en la otra. Junto a él, un asistente escucha de pie, con gesto concentrado, la música que sale del teléfono: Si yo fuera Maradona, de Manu Chao.
A Elefteriades le acaban de avisar de que Maradona ha aparecido por sorpresa esta noche en elMusic Hall de Dubai —«Michel Salgado es un habitual del club, debe ser él quien le ha llevado»—. Hay que buscar una canción para homenajear al astro y Elefteriades me invita a unirme a ellos en el círculo de cabezas que se ha formado alrededor del móvil. Escuchamos la de Manu Chao: demasiado lenta; la de Calamaro le inquieta porque esos primeros acordes de charanga suenan demasiado cómicos; La Mano de Dios, de Rodrigo, crescendo épico, martirio y superación, ausencia de ironía: Elefteriades asiente sin dudarlo. Le da unas rápidas indicaciones de edición a su ayudante y me invita a subir al salón principal de Utopia, una extrañísima fantasía barroca mezclada con simbología revolucionaria y restos de un naufragio. Del techo cuelgan lámparas gigantescas construidas por él mismo que iluminan retratos del Che Guevara, muebles rococós franceses, recuerdos de guerra, candelabros, esculturas de águilas regaladas por el nieto de Fidel Castro, pósters en los que Elefteriades posa como un cruce de Napoleón y domador de circo; hay monedas de Nowheristan en las que aparece de perfil, con gorro, barba y melena, como un príncipe gitano. Entre los grupos de música que ha apadrinado su discográfica hay varios de música gitana balcánica, «lástima que ahora se haya puesto tan de moda». A Elefteriades no le gusta que sus gustos gusten a tantísima gente. Mira su tradicional barba frondosa, por ejemplo, que ahora se ha visto obligado a recortarse para no parecerse a los malditos hipsters.
Un país imaginario bautizado Nowheristan en el que puedes solicitar la nacionalidad por Internet: un país utópico que «busca el equilibrio entre el comunismo y el capitalismo»
Al igual que todos los libaneses, Elefteriades cree que su país está al borde del colapso, por el sectarismo, la corrupción, la crisis de las basuras y la guerra en Siria: «No soportamos a los refugiados sirios: hemos aguantado lo que ningún país aguantaría». No cree en las revoluciones árabes «porque la gente fue manipulada»; por eso, dice, ha participado en las manifestaciones contra el gobierno por la crisis de las basuras, «para que no hubiera errores ni manipulaciones ni agenda oculta». Esa imagen de padrino contrasta con las opiniones de un amigo izquierdista, miembro de uno de los partidos más activos en las manifestaciones, que se mofaba de la aparición de Elefteriades en las protestas, rodeado de guardaespaldas armados.
A Elefteriades le gustan las armas y las historias de tipos duros: «No soporto el discurso del miedo. Tengo un amigo banquero en París con una vida segura y vive aterrorizado. Yo no. Fui a Venezuela, a Caracas, y pregunté: ¿cuál es el barrio más peligroso? Y me dijeron: Santa María. Y tomé un taxi para allá y el taxista me dijo si sabía dónde me estaba metiendo, y yo le dije que sí, que siguiera adelante. Entré en un bar y uno de los tíos me miró de manera amenazadora y me preguntó que de dónde era. De Líbano, dije. Y el, con cara de asco, me dijo: eres árabe. Y yo: no, yo no soy nada. Ese día acabé comiendo en casa de su madre y él y sus amigos me llevaron en moto al hotel».
En ningún otro momento de la noche he visto a Elefteriades tan contento como cuando evoca su escapada de pandillero en Caracas o cuando me muestra fotos suyas posando con fúsil, rodeado de soldados, en «un campamento perdido» de Venezuela. «Mejor no preguntes», dice cuando yo le pregunto qué hacía en Venezuela.
Cuando se aburre, Elefteriades consulta el móvil: desde Dubai le han mandado por Whatsapp un vídeo por en el que aparece Maradona, iluminado por un gran foco de circo, cantando la canción elegida en Beirut hace una hora. Más buenas noticias: un amigo del gobierno le dice por Whatsapp que acaba de solucionar los visados para unos músicos cubanos que actuarán en el Music Hall el próximo mes.
Elefteriades nos invita a bajar al Music Hall. A un gesto suyo los camareros nos ubican en una esquina de la larguísima barra que se extiende en la parte más alta del patio de butacas. Desde aquí descienden, escalonadas, las mesas del público hacia el escenario, donde ahora suena una versión del Winds of change de los Scorpions. La pared del bar es una especie de altar dorado de gárgolas y máscaras venecianas y arabescos florales que rodean hileras de nichos con botellas iluminadas. Hay dos chicas sentadas encima de la barra, y cuando un hombre anciano toca al acordeón una canción popular libanesa, una ola arrasa las mesas levantando de sus sillas a hombres de traje con vasos de whisky en alto y mujeres de vestidos ajustados y tacones finísimos que amagan con bailar encima de las sillas, pero la ola no termina de romper contra la barra porque los gorilas de seguridad le gritan a las mujeres que se bajen de la silla. Lástima: esto es un sofisticado Music Hall, no un bar portuario ni una kafana balcánica. En algún momento, Elefteriades desaparece y la última instrucción invisible que da al camarero es que estamos invitados a todo el whisky que bebamos toda la noche.
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Ali es un arquitecto de 28 años. Larguirucho, barba larga y descuidada, gafas, media melena rizada, gesto despistado y tranquilo. Se pasa todo el día metido en casa, en un bucle freelance de ida y vuelta entre el sofá y el ordenador frente al que se sienta encorvado cliqueando mecánicamente sobre un plano de colores. Su mundo es el salón, un salón grande con suelo de azulejos que da una terraza amplia —recuerda: todas las casas en Beirut tienen terraza— que utiliza de trastero, con un tendal siempre lleno de ropa rodeado de montañas de madera. Vive con tres gatos lisiados que rescató de la calle: uno cojo, uno ciego, otro tuerto. El ciego tiende a chocarse contra mis piernas en el pasillo; al lisiado le gusta apoyarse con el lomo sobre las traveseras del taburete como si estuviera en la barra del bar; el tuerto me arañó cuando intentaba coger un calcetín debajo de la cama; uno de los tres tiende a romper un jarrón o un plato todas las noches. Lenin y Che Guevara están a salvo de los gatos porque sus retratos lucen dentro de una estantería profunda: aunque cayeran golpeados por la cola de una gato, no caerían al suelo.
Ali milita en las juventudes de una organización comunista internacionalista, uno de los grupos más combativos durante la crisis de la basura. Nadie supo, nadie quiso, nadie tuvo fuerzas de explicarme a qué se debía la crisis de la basura que convirtió Líbano en un inmenso vertedero la aire libre durante casi una año. El día que aterricé en Beirut ya habían empezado a recoger la basura (o a esconderla mejor) después de que se hiciera viral en todo el mundo un vídeo grabado desde el aire, con estética de spot de promoción turística, que mostraba un gran cauce de bolsas de plástico blancas recorriendo el país junto al mar, la montaña y las autopistas. No daba asco, era tan irreal y con apariencia tan aséptica (la mierda no huele por Youtube) que parecía una instalación de arte contemporáneo de esas que hace el búlgaro Hristo cuando plastifica el Reichstag o el Pont Neuf, pero con ratas, enfermedades y contaminación. «Amigos que se quedaron en Beirut durante la guerra civil están ahora pensando en marcharse», me contó Fadi, el galerista de arte. El periódico decía que la crisis empezó cuando se acabó la concesión de explotación del principal vertedero del país sin que a nadie en el gobierno se le hubiese ocurrido buscar un nueva ubicación. Ali sí tenía su teoría al respecto: «Líbano es una mezcla de feudalismo, capitalismo, colonialismo y sectarismo. Desde un punto de vista marxista, todo tiene bastante sentido», me dijo, y a continuación me mostró en Youtube imágenes de los enfrentamientos con la policía en Central District: manguerazos, pelotas de goma, carreras desordenadas, golpes, caídas, ese aspecto de circo violento que tienen todas las represiones policiales.
Un país dividido, malgobernado, estafado y enfrentado de acuerdo a una férrea aritmética sectaria: el presidente ha de ser cristiano maronita, el primer ministro, musulmán suní, y el presidente de la cámara, musulmán chii
Por el salón de Ali pasan todas las noches un par de amigos para ver una película y fumar porros con voracidad adolescente. A veces me uno a sus conversaciones y, como me ocurre a menudo siempre que viajo, son ellos, los otros, quienes quieren saber de lo «mío». M., un amigo de Ali, me pregunta entusiasmado por la revolución catalana y me dice que un amigo le ha regalado hace poco la camiseta del Barça con la senyera. Me pregunta también si los vascos tienen pasaporte propio. Parece confundido cuando le digo que no, así que me repite la pregunta por si no le he entendido bien. Ali escucha, pero parece más escéptico. Hace unos meses alojó a dos turistas vascos con los que hizo buenas migas. «No sé», dice Ali mientras le da una calada al porro: «Creo que los vascos tienen razón en poder elegir, pero su lucha me aburre. No creo en la fundación de nuevos países».
Ali y M. son tan ateos que no mencionarán su confesión de origen hasta la tercera noche. «Yo soy chií», dice Ali con gesto de asombro y luego señala a M.: «Él es suní». M. asiente divertido y ambos sonríen con un gesto que puede ser una mezcla de complicidad y resignación, o simplemente una sonrisa de fumado. Ali y M. son tan fieramente laicos que cuando digo alhamdulillah —literalmente, «todas las oraciones a Dios»; pero en la práctica una expresión que los árabes utilizan como muletilla cotidiana— ellos me corrigen, negando con la cabeza. «Nosotros nunca utilizamos esa expresión», anuncia Ali con gesto severo.
El ateísmo de Ali y M no aparece en las estadísticas confesionales de un país dividido, malgobernado, estafado y enfrentado de acuerdo a una férrea aritmética sectaria: el presidente ha de ser cristiano maronita, el primer ministro, musulmán suní, y el presidente de la cámara, musulmán chií.
Ali vive en West Beirut, el supuesto barrio musulmán de la ciudad. Eso dicen las guías, los mapas de colores y muchos libaneses. En la película West Beirut, una fábula triste sobre la vida de tres amigos durante la guerra civil, el panadero del barrio le regala un consejo al protagonista Tarek, un adolescente espigado, gamberro, de pantalones campana, desbordante de felicidad porque el liceo francés ha cerrado sus puertas: «Si alguien te pregunta de qué religión eres, diles que eres libanés».
«Líbano es una mezcla de feudalismo, capitalismo, colonialismo y sectarismo. Desde un punto de vista marxista, todo tiene bastante sentido»
West Beirut, sobre todo los tramos aledaños a Hamra, se parece algo al sueño del panadero de la película: es una zona mixta, con mezcla de mujeres con y sin pañuelo, con bares y mezquitas, y estudiantes de la cercana universidad americana libanesa. «En este edificio viven musulmanes y cristianos, y hasta algún druso», explica Ali. Es un barrio normal, con comercio, tráfico, muchos bancos, alguna villa francesa abandonada, como la casa en la que vivió Charles de Gaulle en los años 20. Si te despistas, Beirut puede a ratos parecer una ciudad normal: sólo cuando intentas conectarte a Internet por la mañana antes de salir de casa te das cuenta de que se ha ido la electricidad, sólo si te desvías dos calles te cruzarás con el chekpoint informal —banderas, corrillos de hombres, toneles de cemento— de una milicia, sólo si te demoras con el café verás la culata de una pistola que asoma por la cintura, entre el pantalón negro y la camisa blanca ceñidísima, del camarero que azuza el carbón de las pipas de agua que fuman los grupos de estudiantes a media mañana.
Ali no entiende mi reticencia a viajar por ciertos rincones del país. La embajada británica divide Líbano en tres colores y muchos de los lugares que quiero visitar están en la franja amarilla o en la roja. Trípoli: centro del conservadurismo suní en donde crecen los simpatizantes del ISIS; Sidón y el Sur: baluarte de la milicia chií Hizbulá en estado de guerra permanente con Israel; Beeka, cerca de la frontera siria, donde ha habido enfrentamientos entre ISIS y Hizbulá.
Escuchamos a Mohsen Namjoo, un cantante iraní a quien los fundamentalistas acusan de utilizar en sus canciones versos coránicos con intenciones satíricas. «Nuestro amigo H. dice que si en su pueblo (cercano a la frontera siria) supieran que escucha esta música, le matarían. Dice que la mitad del pueblo simpatiza con el ISIS y la otra mitad con Al Nusra».
Ali se ríe de mi miedo: «Todo es muy seguro». Pero la frontera siria, digo; pero en la frontera siria, nada, replica. «Hace unos meses fui con mis amigos de camping y no pasó nada: bueno, se oía la artillería y los enfrentamientos de lejos, al otro lado de la frontera, pero el río y el paisaje, uf, el río y el paisaje son una maravilla».
Fotografía de cabecera: ItzaFineDay