Beirut debe ser la ciudad con más balcones y terrazas del mundo. Asoman de todas sus fachadas en el este y en el oeste, en las antiguas villas de época colonial francesa, en los bloques de viviendas de los 70 y en las nuevas torres de cristal, con vistas al mar, construidas con dinero del Golfo Pérsico. Hay terrazas grandes, a veces altísimas y con columnas, terrazas achaflanadas con contraventanas de postigos rojos y postigos verdes, terrazas cubiertas con toldos que protegen del sol o de las miradas de los vecinos. Las terrazas de Beirut son la única marca de simetría urbana fuera de los minaretes de las mezquitas y las cúpulas de las iglesias: una simetría terrenal. Son reliquias de una civilización perdida, la de esa ciudad que empezó a desaparecer en 1975 con el sonido de una ráfaga de metralleta que muchos confundieron con los fuegos artificiales de una boda grandiosa.

La guerra empezó como una escalada de atentados y represalias entre guerrillas palestinas y milicias cristianas, y ese hilo primigenio se fue enredando hasta formar un confuso laberinto ideológico, confesional y regional. Por comodidad, se resumió como un conflicto entre musulmanes y cristianos. También por comodidad se dijo que la línea verde (el frente de guerra que atravesaba el centro de la ciudad) separaba los barrios cristianos del este de los barrios musulmanes del oeste. La división religiosa de la línea verde fue una profecía autocumplida: una vez trazada, la relativa mezcla confesional de antes de la guerra dio paso a una firme y progresiva unificación religiosa por barrios.

Por comodidad, se resumió la guerra en Líbano como un conflicto entre musulmanes y cristianos: una profecía autocumplida

El centro de Beirut fue siempre la zona más cosmopolita y mixta de la ciudad. Cristianos, musulmanes y drusos coincidían con procacidad comercial en sus bulevares, en los zocos y en el distrito financiero de arquitectura parisina. Reconstruir ese espacio fue uno de los sueños económicos, pero también simbólicos, de la postguerra: esa creencia utópica de que el urbanismo puede curar por sí solo una sociedad rota. Al proyecto lo llamaron Solidere, acrónimo en francés del conglomerado de empresas constructoras encabezado por el primer ministro Rafik Hariri, que había hecho su fortuna en Arabia Saudí. La idea era cicatrizar la ciudad a base de ladrillo y recuperar el centro como lugar de convivencia, pero el resultado fue un pelotazo inmobiliario magníficamente atroz, confuso y hostil. La plaza de los Mártires, que antes de la guerra era un bullicioso bulevar junto al mar, con cafeterías, jardines, tranvías, fuentes y quioscos, es ahora una masa de cemento rodeada de tráfico, grúas y edificios en construcción cubiertos con lonas de publicidad que anuncian «una contribución mediterránea a la arquitectura contemporánea» y «un barrio verde y sostenible», eufemismos a los que replica un grafiti desde la pared de enfrente: «Pongamos fin al reino de la mafia». En el cercano puerto deportivo de Zeituna Bay hay descapotables con matrícula siria aparcados a la puerta de los restaurantes de pescado, moteros con neopreno y arpón, algún coche de Unicef, un portaviones de la ONU.

Lo peor que se puede decir de Solidere es que en 2016, 26 años después del final de la guerra, no queda claro si Beirut está en fase de reconstrucción o en plena demolición.

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Al sur de la plaza de los Mártires se encuentra Saifi Village, un pequeño conjunto de calles peatonales con fachadas de color pastel, plazas adoquinadas, tiendas de jóvenes diseñadores locales y puestos de cerveza orgánica. Aquí se reúnen matrimonios jóvenes con hijos (y nanny etíope o filipina) que saludan a otras parejas en inglés, cuentan confidencias en árabe y se despiden en francés. Es un Beirut sofisticado, pijo, de clase alta, heredero a su manera de familias como los Sursock, que alguna vez gobernaron el país, familias cuyas posesiones se extendían a través de Imperio otomano, desde Anatolia hasta Levante pasando por Alejandría; familias que financiaron la construcción del canal de Suez y que en Líbano inspiraron dichos populares de envidia y admiración: «Ojalá fuera un caballo de los Sursock para ser alimentado con pistachos y nueces».

Ese Beirut cristiano prosigue por la calle Gemmayzé, con sus fachadas de arco veneciano y tejados de teja roja de Marsella, y sus tranquilas calles perpendiculares con escaleras, flores y gatos. En Gemmayzé está el colegio La Salle y hay restaurantes donde se atiende preferiblemente en francés y bares diminutos de luz tenue donde camareros con batas blancas preparan dry martini con sake y se sirven Jägermeister Bacon chips: el menú como indicación geográfica de barrio cristiano. Apenas se ven mujeres con velo. Si miras hacia el Oeste asoma al fondo de la calle, en el punto de fuga, la gran Mezquita Azul. Para el turista, una postal; para algunos de los vecinos cristianos, el comienzo del «otro». Algunos taxis cobran tarifa doble para ir de un barrio del este a uno del oeste, aunque sea un trayecto pequeño. «No es por la distancia en kilómetros, sino por la distancia en su cabeza», dice Ali, un vecino del oeste. «¿Qué horror, cómo se os ha ocurrido reservar habitación en el oeste?», me pregunta incrédulo un veinteañero cristiano de origen armenio que nos invita a un whisky en un bar de Gemmayzé. «Tendrías que haber buscado hotel en Gemmayzé», me recomienda Fadi, un galerista de arte. «Hay zonas de la ciudad en las que no he estado nunca», dice la periodista Joummana Haddad. «Beirut ya no existe», resume el druso ateo con boina mientras me ayuda a interpretar en mitad de la calle el mapa de la ciudad.

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En el bar Radio Beirut hay música en directo todas las noches: baladas pop americanas, versiones de Red Hot Chili Peppers e improvisaciones de jazz. El miércoles es el día del hip hop y a veces toca el rapero sirio-libanés que habla de la guerra a 150 kilómetros de aquí, de los refugiados palestinos y de los dos millones de refugiados sirios que nadie quiere: ni los cristianos, que ven en ellos una amenaza demográfica musulmana, ni muchos musulmanes, que crecieron odiando la ocupación siria, ni casi los izquierdistas seculares —esa especie en extinción en Oriente Medio— que dicen que, bueno, un país empobrecido de 4 millones de habitantes no puede acoger a dos millones de refugiados.

El martes toca jam session y la speaker del bar anuncia los atentados de Bruselas con una voz profunda que recuerda a Uma Thurman presentando a John Travolta en el concurso de baile de Pulp fiction: «Todas nuestras oraciones con ellos: Dios bendiga a Bruselas, Dios bendiga a Beirut».

En Saifi Village matrimonios jóvenes con hijos (y nanny etíope o filipina) saludan a otras parejas en inglés, cuentan confidencias en árabe y se despiden en francés

Dos días antes de la masacre del Bataclán en París (129 muertos), el Estado Islámico mató a 43 personas en un barrio chií de Beirut. Un día antes de la masacre de París, una bomba mató a 26 personas en Bagdad. La cobertura mediática de los medios occidentales y la ola de complicidad con las víctimas se inclinaron abrumadoramente hacia Francia. Hubo entonces un amago de debate en las redes sociales sobre el tratamiento de los atentados en uno y otro lugar, pero al final solo hubo ruido. Lo importante no era llorar a las víctimas, ni siquiera analizar con rigor los mecanismos de la prensa, sino fiscalizar complicidades. El mundo se llenó de tasadores de lutos ajenos cuyo argumento más elaborado se resumía en la pregunta: «¿Por qué pones en Facebook una bandera francesa y no una iraquí?». Por aquellos días vi el Madrid-Barça con unos amigos egipcios en un bar de un país del Golfo Pérsico. Noté en su mirada cierto fastidio hacia la colosal bandera francesa extendida en la grada del Bernabéu durante el minuto de silencio. Pensé entonces —pero lo no dije— que para ellos un atentado en Túnez no era lo mismo que una matanza de Boko Haram en Nigeria. La ingeniería superior de lutos es complicada y contradictoria: en la BBC escuché a un libanés lamentándose de que mucha gente en Beirut había sentido más empatía con los atentados de París que con los de su propia ciudad. Una forma de decir que algunos libaneses suníes o cristianos no sentían como suyas las muertes de libaneses chiíes.

Por ejemplo, esos cristianos libaneses que prefieren llamarse a sí mismo fenicios en vez de árabes. Esos cristianos libaneses que me explican que nunca viajaron a la vecina Siria porque no hay nada en el mundo árabe que les llame la atención y que siempre han preferido pasar sus vacaciones en Francia. Esos cristianos libaneses que en la primera conversación explican que Líbano fue cristiano antes que musulmán. Esos cristianos libaneses con mentalidad de últimos cruzados. Esos cristianos libaneses como los que el Viernes Santo aguardaban la salida de la procesión en la iglesia de Mar Michael, cerca del bar Radio Beirut. Mezclados con familias, señoras con bebés en brazos y ancianos devotos había jóvenes tatuados y musculosos, camiseta negras con una cruz blanca y una imagen de Jesucristo bajo la leyenda: «Rey de reyes». Algunos montaban en Harley Davidson, escoltando grandes coches de cristales tintados. Otros fumaban en corrillos con actitud vigilante, como marca la coreografía de tantas milicias que salpican con sus checkpoints las calles de toda la ciudad.

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Los checkpoints —del ejército, de la policía y de las diferentes milicias— impiden cualquier sensación de normalidad. Los hay de todos los tipos: casi imperceptibles, que podrías pasar por alto si no te fijas en esa bandera y en ese corrillo de hombres que charlan y fuman a cada lado de la calle; latentes, que aparecen a ratos como un termómetro de tensión política; y los de grandes despliegues, como el que rodea con jaulas metálicas, barreras de concertina, bloques de cemento y hombres con metralleta un perímetro alrededor de Nejmeh Square, cerca del Parlamento.

Esta zona, cuya reconstrucción también corrió a cargo de Solidere, es el escaparate del lujo convencional y de un poder político y financiero a escala humana, casi amable, de cuando los bancos tenían sedes de piedra y no torres de cristal. Parece un barrio recién desalojado a punto de estrenar, con los interruptores todavía cubiertos de cinta aislante. Solo dejan pasar a los trabajadores de los pocos negocios que siguen abiertos, a los estudiantes del Instituto Cervantes, a los fieles que van a rezar a la basílica ortodoxa o a la iglesia greco-católica o a la pequeña iglesia románica convertida en mezquita. El Domingo de Ramos había una hilera de militares patrullando en círculos alrededor del reloj de la plaza y niños espantando palomas a balonazos, a la espera de que saliera la procesión de la iglesia greco-católica. Aquel día sonaron a la vez las campanadas de las iglesias y el canto del almuecín. Dependiendo del estado de ánimo, una melodía de convivencia o el acoplamiento de dos fanatismos.

Es aquí donde convocaron los partidos de izquierda sus manifestaciones contra el Gobierno por la reciente crisis de la basura, que convirtió el país en un gran vertedero al aire libre. Cuando estalló la crisis, los más optimistas pensaron que esa montaña de mierda podría unir a todas las confesiones en torno a una causa común, pero fue un espejismo: en la práctica, cada confesión se dedicó a limpiar (o esconder) su propia mierda, lo que al menos sirvió para contar chistes muy divertidos. «Yo pensé que la mierda no tenía religión», me dijo Fadi.

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«Me haces preguntas demasiado complicadas. No tengo ni idea de lo que va a ocurrir: solo te puedo decir que hace cinco años nadie hubiera predicho ni la guerra de Siria ni el Estado Islámico», dice también Fadi distraídamente, mientras esquiva baches y adelanta camiones en curva por la autopista de Damasco, camino a las montañas del Chouf. Fadi dice que antes de la guerra había mucho más tráfico y que, a veces, los camiones viejos se quedaban sin frenos y perdían el control hasta estrellarse y matar a alguien. «Por suerte pusieron barreras en la mediana, y ahora al menos los camiones no invaden la dirección contraria.»

Fadi es un galerista de arte cincuentón. Camina desgarbado, pero decidido, con los hombros inclinados hacia delante, como un Groucho Marx sofisticado; parece un niño inquieto que estuviera siempre pensando en varias cosas a la vez. Le gustan los sombreros, remangarse la camisa y lllevar los pañuelos anudados al cuello como un foulard. Podría ser un personaje de un cuadro de Eduardo Arroyo. O un tabernero cínico y deslenguado. O un profesor de arte carismático adorado por sus alumnos.

«Mi familia lleva 400 años aquí. Quiero morir aquí. Eso de ciudadano del mundo es una gilipollez que sólo tiene sentido cuando tienes 20 años y estás viajando.»

Fadi se declara orgullosamente católico y critica Líbano con la misma fuerza con la que se niega a abandonarlo. Su vinculación a la tierra es su casa de campo en las montañas del Chouf, a la que se escapa todos los veranos y todos los fines de semana, aunque sea sólo para caminar un rato por el huerto recitando nombres de flores y árboles a su hija de once años, antes de volver corriendo a Beirut para atender una cita con un coleccionista. «Mi familia lleva 400 años aquí. Quiero morir aquí. Eso de ciudadano del mundo es una gilipollez que sólo tiene sentido cuando tienes 20 años y estás viajando.» Su tierra, dice, está amenazada por el fanatismo islamista y por el imperialismo cultural americano. Y por Israel, Siria, Irán, Arabia Saudí.

A medida que nos acercamos al Chouf van surgiendo campesinos drusos al borde de la carretera, todos vestidos con el gorro otomano y luciendo mostachos de húsar. En el pasado los drusos lucharon contra los cristianos, pero Fadi siente admiración por ellos, una especie de respeto al viejo enemigo que nunca podría sentir por los musulmanes. Admira a los drusos porque dice que sienten la misma vinculación por la tierra que él. Por su aspecto viril. Por su fiereza en la lucha. Porque creció rodeado de ellos. Porque, dice Fadi, son gente pacífica, a menos que te metas con ellos. «Nadie juega con los drusos», resume con envidia.

El día que le conocí, en su estudio de la calle Gemmayzé —uno de esos antiguos pisos de Beirut con suelos de baldosas, techos altísimos, ventanales con arcada veneciana—, Fadi se sentó en una silla de madera, con los brazos estirados sobre el respaldo y lanzó un discurso torrencial, de un sarcasmo feroz.

«Los libaneses no somos creativos. Siempre hemos importado ideas de fuera. Sólo somos buenos para la comida, los negocios y follar. Somos comerciantes hedonistas. Somos cuatro millones de libaneses y hay dos millones de refugiados sirios. Estamos siempre al borde la guerra. En este ambiente, el boom del arte contemporáneo que venden las revistas extranjeras es un chiste. Aquí viene un comisario de París a remover la mierda y sacar olores. Viene buscando una historia: la del artista que sobrevivió a la guerra. Y no. Esa gente no tiene nada que contar. Los que vivieron la guerra no tienen nada que contar. Hay una nueva generación de artistas que ha comprendido la importancia del folklore de la guerra para hacer negocios y hacerse un nombre. Los jóvenes que no vivieron la guerra ahora pintan sobre la guerra. Ahora son más conocidos en la Biennale que aquí, porque en Líbano no engañan a nadie. El arte no es periodismo. Dibujar pistolas es para el público ignorante. Big show. Recuerda: somos comerciantes. Los verdaderos problemas de esta sociedad son sociales, sexuales, esquizofrénicos.»

Dice Fadi que el arte empezó a joderse cuando Saatchi aplicó al mundo del arte las técnicas de publicidad y comunicación: el resultado fueron Jeff Koons y Damien Hirst. «Saatchi entendió que había más dinero en el arte que en la construcción y en la bolsa, y descubrió que el mejor mercado era el de los países del Golfo. Los británicos son los más listos del mundo. Christie’s y otras casas de subastas empezaron a venderles a los árabes del Golfo su propia mierda. Son cazadores de bisontes: si algún jeque se les escapa en Dubai, lo cazan en Londres.»

En el Líbano hay una nueva generación de artistas que ha comprendido la importancia del folklore de la guerra para hacer negocios

Hay una pulsión violenta en todos los cuadros que me muestra en su estudio, obra de «artistas perdidos, con traumas, inseguros, que no siguen las modas», el tipo de arte que según él no tiene hueco en las galerías del Golfo. Fadi me pide que me siente y no me deja ayudarle a colocar los cuadros sobre la pared. Delante mío desfilan cuadros burlesque, violentos, cómicos, sexuales. Bodegones de naturaleza. Un toro. Un Cristo crucificado: «Esto es contemporáneo. Un cuadro así no lo encontrarías en Europa». Un cuadro-fotografía de caballeros medievales en plena carga. «Esto es contemporáneo: seguimos en las Cruzadas.»

Muchos de estos cuadros se pintaron en la residencia de artistas que Fadi habilitó hace años junto a su casa familiar en las montañas del Chouf. Es su escondite y su laboratorio y su búnker contra el mercado del arte. Todos los veranos invita a varios artistas para que pasen un par de meses pintando cuadros en la azotea con vistas a las montañas. Por dentro, la casa parece un hotel boutique: suelos de azulejos, muebles viejos restaurados y pintados con diferentes colores, cuadros en las paredes, baños luminosos de balneario alpino.

Después de visitar la residencia de artistas volvemos a la casa. En la cocinilla de carbón, Fadi cocina huevos con carne de cordero espolvoreada de zatar, la mezcla de especias con tomillo y sésamo. Después de comer, subimos en coche hasta las tierras que ha comprado hace poco junto a una plantación de cedros. Se las quiere enseñar a su hija por primera vez; algún día las heredará. Si a Fadi le queda una ilusión transparente en la vida, esa es la de transmitirle a su hija el amor por estas montañas.

En mitad de la finca Fadi me señala un pequeño surco, apenas un camino construido a base de pisadas. «Este es el antiguo camino de Damasco», me dice. «Por aquí pasó Jesucristo.»


En la cabecera, los minaretes de la mezquita de Mohammed Al-Amin o Mezquita Azul y la cúpula del santuario cristiano de Nuestra Señora de la Luz, en el centro de Beirut.

(Fotografía de Maya-Anaïs Yagàthene)