En esta serie de Ander Izagirre encontraremos algunas caminatas por la isla de Tenerife para creernos un poco Alexander von Humboldt: Puerto de La Cruz, La Orotava, el Teide y Anaga. Y al final del camino, Fidelina Gallardo, ventera de Roque Bermejo.


Humboldt empezaba a mosquearse. Es el único momento de sus diarios en el que aparece molesto: «Los guías locales eran de una pachorra desesperante. Se sentaban a descansar cada diez minutos, arrojaban a escondidas las muestras de obsidiana y piedra pómez que íbamos recogiendo con cuidado, y pronto descubrimos que ninguno de ellos había subido nunca a la cima del volcán». A partir de cierta altitud, los guías intentaron convencer a Humboldt de que no subiera hasta la cumbre del Teide. Tenían sus razones: unos años antes se había producido una erupción y sabían que la montaña podía convertirse en una trampa hirviente.

En cualquier caso, la emoción se impuso pronto al enfado: era el primer volcán activo que pisaba Humboldt y todo le parecía insólito. Había salido el 21 de junio de 1799 desde Puerto de la Cruz, acompañado por dos franceses, un inglés y unos guías que los llevaban a lomos de mulas —no he conseguido saber cuántos guías: como eran locales, parece que nadie se molestó en contarlos—. Subieron por el camino de La Orotava y Aguamansa.

Yo subo por la Montaña Blanca, un bulto pálido en el regazo negro del Teide. Durante miles de años la lava brotó de las grietas laterales del volcán, se acumuló hasta formar una montaña de quinientos metros de altura, y hace dos mil años hubo una explosión: una lluvia de piroclastos —de rocas incendiadas— cubrió esa montaña con una capa de piedra pómez amarilla. Ahora las laderas son de color canela, mostaza, turrón.

Oigo voces en la ladera. Son cuatro cazadores, junto a dos todoterrenos, que están llamando a un perro. Al acercarme veo que las partes traseras de los todoterrenos están preparadas como jaulas. Han encerrado ya a media docena de podencos, les falta meter al último, que ya viene.

Me saluda uno de los cazadores: Jesús, cincuenta y tantos, regordete, pelo gris alborotado bajo la gorra de camuflaje. Viste botas, pantalones de cazador y una camisa clara, abierta en los botones inferiores, por la que asoma una barriga con un ombligo prominente y carnoso, como otra erupción piroclástica. Le señalo un conejo que han amarrado en el exterior de la jaula, colgando boca abajo, y le pregunto si han cazado muchos.

—Están mal los conejos, están enfermos —dice—. Tienen la mixomatosis. Los perros se los encuentran ya muertos, están secos, con unos tumores así en la cabeza. Ya no cazamos con escopeta, la dejamos hace tres años, porque hay pocos conejos.

—¿Y cómo los cazan?

Jesús lleva, colgado del hombro, un cilindro de madera. Es curvado, de unos sesenta centímetros de largo y veinte de diámetro. Abre la tapa y se asoma un hurón: morro blanco, cara parda, ojos de sorpresa como dos canicas negras, orejitas nerviosas. Jesús lo saca, lo agarra del lomo y me lo muestra. El hurón queda con las patas colgando en el aire, está tranquilo.

—Los perros localizan al conejo —explica Jesús—. El conejo se suele esconder en la madriguera, entonces metemos al hurón y lo hacemos salir.

—¿Y lo agarra el perro?

—Eso es.

Gano altura y ya veo la costa. O mejor: veo el mar y la capa gruesa de nubes que cubre la costa. Desde el océano hasta la punta del Teide, se alternan franjas de colores muy precisas. Apuntes para una bandera de Tenerife: azul océano, blanco nuboso, verde pino, marrón canela, negro basáltico.

En una ladera ocre aparecen un montón de bolas negras desparramadas, esferas de tres, cinco, siete metros de altura. Son los huevos del Teide: bolas de lava que se solidificaron de una manera curiosa. En una erupción de hace apenas novecientos años, la colada fluía ladera abajo. En algunas zonas de pendiente muy pronunciada, el frente de la colada se desgajó, cayó más rápido, rodó monte abajo y siguió rodando hasta formar esferas de lava que se detuvieron y se enfriaron. Desde estos huevos del Teide se ven, al fondo, las dos grandes lenguas de lava que brotaron en aquella erupción, dos ríos negros petrificados, por los que sube el camino hacia la cumbre.

La emoción se impuso pronto al enfado: era el primer volcán activo que pisaba Humboldt y todo le parecía insólito

En estas alturas, a partir de los 2.700 metros, dicen que vive la violeta del Teide. Yo la veo, violeta, con motas amarillas y blancas, hermosa, frágil, en un panel de información para turistas. El panel alega que la violeta pasa el año enterrada en los pedregales volcánicos y aprovecha la primavera para asomarse un poco a que le dé el sol. Humboldt, en junio, la vio: «Los líquenes empiezan a revestir las brillantes lavas escorificadas. Una violeta —Viola cheiranthifolia, muy semejante a la Viola decumbens— trepa por la ladera del volcán hasta los 3.390 metros. Supera a las demás plantas herbáceas, incluso a las gramíneas que en los Alpes y en la cara trasera de las cordilleras están en contacto con las criptógamas». Es lo que tiene Humboldt: contagia entusiasmo aunque los ignorantes no le entendamos la mitad. Yo me voy montaña arriba convencido de lo asombroso que es superar en altura a las gramíneas que están en contacto con las criptógamas.

La pista termina en una explanada en la que crecen —o mejor: resisten, pegadas al suelo— las retamas. Es la Explanada de los Ingleses, a 2.975 metros de altitud, donde dormían las expediciones inglesas antes de subir a la cumbre y donde durmió también el grupo de Humboldt. «Nunca habíamos pasado la noche a tan gran altura», escribió. Le impresionó la densidad de las estrellas, la presencia titánica del volcán, el silencio de un mundo que parecía deshabitado a sus pies. Al amanecer, un mar de nubes cubría la isla y solo ellos, en la montaña, quedaban por encima.

Miro un poco entre las rocas, por si Humboldt se olvidó unos binoculares, un cronómetro, algún cuaderno, y sigo subiendo por un tramo espectacular y duro: el sendero serpentea montaña arriba, a través de una lengua de lava rojiza, petrificada, en la que no es difícil imaginar cómo fluía el río de magma.

Llego al refugio de Altavista, a 3.260 metros, después de caminar tres horas y media desde el punto en el que me dejó el autobús 348, en las Cañadas del Teide. El refugio, una casona con 54 camas, está en un paraje al que llaman la Estancia de los Alemanes: una pequeña plataforma de la montaña que no quedó sepultada por las coladas de lava de los últimos siglos. Son las dos y media, el refugio está cerrado hasta las cinco y solo se puede entrar a un vestíbulo con máquinas de vender chocolatinas, bebidas y cafés. Durante la tarde siguen llegando montañeros.

Paso las horas mirando las Cañadas del Teide, me aprieto el cerebro para ver si se me ocurre algo digno de Humboldt, uno de los más fecundos productores de preguntas de toda la historia: hasta qué altitud vuelan las moscas en el volcán Chimborazo, cómo afecta la orientación de una ladera al crecimiento de los helechos, cuál es la temperatura del agua en esta fuente que los habitantes de la selva venezolana consideran saludable, cómo afectan la latitud y las corrientes a las temperaturas del océano, cómo varía la atracción magnética cuando nos alejamos de los polos, cuáles son los torrentes que conectan las cuencas fluviales del Orinoco y el río Negro, cómo son las relaciones de parentesco entre los nativos de la selva amazónica, cómo influye la geografía en las culturas, cuál es el perímetro máximo que alcanza un cactus.

A mí solo se me ocurre preguntar si en el refugio dan cena. Aporto mi grano de conocimiento a la humanidad: no, no dan cena ni desayuno, no dan comida ni agua, hay que traerse las provisiones.

Yo me voy montaña arriba convencido de lo asombroso que es superar en altura a las gramíneas que están en contacto con las criptógamas

Paso las horas mirando, mil y pico metros más abajo, a las Cañadas del Teide: son un tremendo cráter de 130 kilómetros cuadrados. Desde aquí arriba se entiende bien —y da un poco de mareo— qué es en realidad la isla de Tenerife: una montaña que brotó en medio del mar. Tenerife es una pirámide volcánica de siete mil metros de altura: nace en el lecho del océano, a una profundidad de unos tres mil metros, y se eleva 3.718 metros sobre el mar hasta el pico del Teide. Durante millones de años, las erupciones volcánicas lanzaron el material con el que se fue formando la isla, que ahora es el tercer volcán más voluminoso del mundo, después de dos islas-volcán hawaianas. En el centro de la isla se abrió la tremenda caldera de las Cañadas del Teide: puede que hace millones de años se desplomara la cima del volcán, puede que explotara, puede que toda la parte superior de la isla se deslizara ladera abajo hasta el mar, puede que ocurrieran las tres cosas, en distintas fases. El resultado es esa hoya que se abre a mis pies, bordeada por un escarpe rocoso que se eleva quinientos metros sobre el fondo del cráter.

Desde esta caldera surgieron los nuevos volcanes, que iban creciendo con cada erupción: el Teide y el Pico Viejo. En la Edad Media, el Teide medía alrededor de 3.550 metros. Le faltaba el pico final, el pan de azúcar que ahora corona la montaña como un cono perfecto hasta los 3.718 metros.

El sol se pone detrás del volcán. Un gigantesco triángulo de sombra, la sombra del Teide, se extiende por el desierto de las Cañadas, que arde en luz naranja, y sigue extendiéndose sobre el mar de nubes blancas, hasta que la sombra del pico toca el océano. Más allá, entre la bruma, se alza una cresta azul oscura: las montañas de la isla de Gran Canaria.

A las cinco y media de la mañana, el refugio parece un hormiguero al que le han dado una patada: los montañeros saltan de la cama, se llaman unos a otros, se ponen las botas, preparan las mochilas, comen una fruta sin ganas, abren la puerta, salen al viento frío, a una montaña negra bajo un cielo negro en el que la luna es apenas una uña blanca. Encienden las linternas frontales de sus cabezas y emprenden la marcha. En el silencio más negro, una hilera de luces sube en procesión y el volcán cruje con sus pasos.

Humboldt y su cuadrilla salieron a las tres de la mañana, con el mismo propósito que nosotros: ver el amanecer desde la cumbre del Teide. Pero con algunas tareas más: «Deseaba observar exactamente el instante de la salida del sol a una altitud tan considerable. Ningún viajero pertrechado de instrumentos había hecho aún tal observación». Pretendía observar y medir la refracción de los rayos solares, la transparencia del aire, la visibilidad del horizonte, la formación de la bruma…  «Percibimos el primer borde solar a las 4h 48m 55s, en tiempo verdadero».

Yo llego a la Rambleta a las siete menos cuarto, más o menos, Humboldt: he venido sin cronómetros, sextantes ni teodolitos. La Rambleta es el borde del primer cráter: aquí terminaba el Teide hace nueve siglos, a 3.550 metros. Aquí está ahora la estación superior del teleférico: a partir de las nueve de la mañana, empiezan a llegar cabinas por los aires, y descargan hasta 35 visitantes cada vez. Necesitan un permiso para subir a la cima, limitado a doscientas personas diarias. Quienes subimos a pie, de noche, antes de que llegue la primera cabina del teleférico, no necesitamos el permiso.