Reportaje realizado gracias a la Beca Gabriel García Márquez de Periodismo Cultural del FNPI, que ofreció a 15 reporteros de todo el mundo —incluyendo a Marina Hernández por parte de Altaïr Magazine— la oportunidad de aprender y trabajar en el Caribe colombiano entre abril y mayo de 2017.


Nada más despertar, el doctor Benjamín Luna abre la ventana de su habitación al patio y el aire húmedo de afuera lo golpea. Lo primero que ve es un árbol de uva de playa y lo primero que oye es el canto de las mariamulatas y los loros. Pero, después, lo que siente es el mar: su ronroneo tenue, su sal, su embate: un sonido tan familiar como el de la respiración de Elida, que duerme aún cerca de él. Benjamín Luna es un ser anfibio, como el resto de su pueblo: «Nosotros venimos del agua, vivimos del agua. El agua nos representa», dice. A su espalda, que es también la espalda del mar Caribe, la ciénaga de la Virgen se adentra en el continente. Y a los lados, rodeando este núcleo llamado La Boquilla, un barrio a las afueras de la ciudad de Cartagena y que habita sobre un espigón breve de arena, se erige un centenar de construcciones fantasma: los hoteles, apartamentos y residencias de lujo que están comprando sus tierras sin que nadie, salvo Benjamín Luna, luche por ellas. 

En lo alto de uno de estos edificios —piso quince— un ejecutivo se mete en la piscina, fuma un cigarrillo, lo apaga en el agua y lo tira por encima de la baranda acristalada que hace de pared. No mira hacia abajo, pero si lo hiciera encontraría el despliegue de jóvenes casas de cemento en colores vistosos con las que los nativos de La Boquilla están sustituyendo sus hogares ancestrales en boñiga y palma. Vería, también, el inicio de la construcción del puente vial sobre la ciénaga, un proyecto multimillonario para conectar las dos principales fuentes de ingreso del Caribe: el puerto de Barranquilla con el turismo de Cartagena. Habría visto, por último, el mar y la ciénaga uniéndose al final del espigón: un punto de fuga en puro mangle verde y casas levantadas sobre escombros, que en los inviernos se inunda y desaparece bajo el lodo.

Benjamín Luna sabe que lo que tiene La Boquilla lo quieren todos: hoteleros, alcaldes y turistas. Su lugar estratégico la ha convertido en lugar de paso para la industria colombiana. Sus playas blancas y limpias —son las más contaminadas de estas costas— son veneradas como nuevo paraíso en el Caribe. Y también están las negras lindas, la coca de alta pureza y el pescado fresco con arroz, coco y patacones. A pesar de la imagen que el marketing turístico está intentando proyectar, La Boquilla, con su doble moral, está viviendo un desalojo consentido por la ceguera económica. En este negocio están todos: el narco, inversores extranjeros, altos cargos del gobierno, incluso algunos ilusos que están comprando una tierra que no se puede vender, porque la titulación colectiva, que otorgó el legítimo derecho sobre estas tierras a los negros boquilleros, lo impide. Y también están los vecinos que venden sus lotes para cumplirse los sueños: un tercer piso en la casa, una moto, un smartphone o irse a morir a Europa. 

A pesar de todo, Benjamín Luna está convencido de que un día un boquillero joven será lo suficientemente valiente para denunciar a los inversores y entonces tendrán que devolverles su tierra. Pero no quiere ser él. Dice, en realidad: «no puedo ser yo». Aunque hasta el momento todas sus demandas y peticiones de tutela han sido ganadas, Benjamín Luna no gusta en el gobierno y no todos los vecinos le apoyan.

—La gente de aquí me tiene miedo, me dicen guerrillero. Los de aquí me dicen: «si lograste salir vivo de allí por algo era». Algunos juran que yo era comandante—dice Benjamín Luna, y se ríe.

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Durante los años noventa, recién graduado en Medicina, Benjamín Luna se fue al sur del departamento de Bolívar a ejercer la profesión. Allí se encontró con las FARC. En aquella época había masacres cotidianas entre guerrilleros y paramilitares, pero Luna, por alguna razón, salió con vida. Los guerrilleros lo protegían porque él sabía curar. Durante aquel tiempo, Luna viajaba con frecuencia a su tierra natal. Allí estaban Elida y su familia. Los vecinos sospechaban de él. «Yo era simpatizante, pero no lideré ningún frente», dice. Y después:

—Pero allí también el conflicto es por la tierra.

Mientras estaba en el sur, llegó a La Boquilla un pastor negro nicaragüense que traía ideas novedosas sobre las identidades del Caribe. Se llamaba Hermano Simón. Él fue quien habló a Luna de la ley de negritudes de 1993, que reconocía por primera vez los derechos de la población afro después de dos siglos de recuperar su libertad. También fue él quien creó el primer Consejo Comunitario de La Boquilla, la institución local que se encarga de lidiar entre los intereses de los boquilleros y el Estado. Dieciocho años después de marcharse a los territorios tomados por la guerrilla, Benjamín Luna volvió a La Boquilla y se erigió su presidente.

Desde su posición, Luna tramitó la petición de titular las tierras para detener el avance implacable de los edificios sobre sus hogares. Tuvieron que pasar tres años hasta que el gobierno dio su consentimiento y, aún así, se encontró con una fuerte detracción adentro de la propia comunidad: los vecinos creían que quería poner La Boquilla a su nombre para convertirse en terrateniente de ciénaga y mar. Estas gentes marcharon ante el Presidente, pero no detuvieron la firma. «La titulación fue para el gobierno una forma de propaganda ante la visita de Barack Obama, que era el hombre más poderoso del mundo y, además, afrodescendiente. Pero ni a uno ni a otro le importábamos demasiado. Ni ahora tampoco.» Benjamín Luna sabía que la coyuntura histórica era única para hacerse oír. Shakira y ciento cincuenta niños presidieron la entrega del título. Nadie habló del desalojo de La Boquilla en la ceremonia. Ni de la prostitución, la delincuencia, la droga, la falta de recursos, las construcciones invasivas, la pobreza. Nadie preguntó por qué. 

Si en algo ha ayudado el título a La Boquilla es a darles una seguridad jurídica que hasta aquel día les había faltado. Ya no les bastaba con sentirse boquilleros —«que es un estado del alma, independientemente de si uno es más negrito o más blanquito»— sino que necesitaban asegurarse un territorio donde conservar su cultura e idiosincrasia ancestrales. Gracias al título, ahora los boquilleros pueden reclamar ante el gobierno los abusos de la industria hotelera. La primera demanda fue contra el Hotel Las Américas, por impedirles la entrada a la parte de playa frente a sus edificios. En ese punto una mujer humilde solía alquilar sus carpas a los turistas desde hacía años. La sacaron de allí y ella los denunció. La Corte tardó dos años en darle la razón a los boquilleros: los Araújo, dinastía económica y política del Caribe y dueños de Las Américas, tuvieron que devolver el pedazo de tierra tomado. Mientras tanto había pagado a los boquilleros grandes sumas para que se fueran del lugar. La mujer humilde también aceptó, pero Benjamín Luna no la culpa:

—Gracias a su demanda, a su nombre y al fallo de la Corte he podido yo emprender todas las otras acciones legales.

Con «las otras acciones legales» se refiere a las veinte demandas y peticiones de tutela que ha tramitado tanto contra los hoteleros que toman partes de la playa para uso privado como contra la alcaldía de la ciudad. Hasta el momento, dos alcaldes de Cartagena han sido castigados con ingreso en prisión por el desacato de una tutela que protegía los derechos de los habitantes de La Boquilla. Les prometían mejoras y ayudas y después las olvidaban: solucionar los problemas ambientales debidos a la invasión del mangle (donde la gente está viviendo sobre escombros), el arreglo de las calles aún de tierra en el interior del corregimiento, el aumento de la seguridad y de la iluminación en la playa, nido de atracadores, camellos y sicarios, y el apoyo a una consulta previa sobre la construcción del puente vial que cruza la ciénaga. Esta última sí se realizó pero Benjamín Luna se opuso a su resolución. Negociar con ellos era poner en juego su soberanía. 

La ley dice que siempre que el gobierno emprenda una obra o acción legal que afecte a un territorio titulado de forma colectiva, debe consultarles, pero esta consulta, dice Luna, es un mecanismo de corrupción más: «el territorio te lo van a quitar igual, solo quieren que les digas lo que quieres a cambio». De hecho, el puente ya se está construyendo: si entre las partes no hay acuerdo el Estado es el que decide. Lo que quiere Luna ahora es que se rehabilite la ciénaga: se filtre su basura, se dejen de verter aceites a sus aguas, se limpien los caños que hacen que el agua respire, y que a menudo se colapsan por la basura que unos y otros le arrojan, se reubique a las poblaciones que viven sobre el agua y los escombros a falta de un lugar estable sobre la tierra y se proteja la pesca. Está en juego una parte de los ingresos comunitarios, que provienen de los paseos ecosostenibles bajo los túneles de mangle. «Pero esto no lo tiene que hacer la constructora que está explotando la obra, lo tiene que hacer el Estado», dice Benjamín Luna.

Doscientos años antes, en este mismo lugar, tres familias de negros cimarrones fundaban la comunidad negra de La Boquilla

El problema de la corrupción se vive en todos los niveles: desde la alcaldía que finge no ver los problemas que están provocando el desalojo hasta el último boquillero dispuesto a vender sus terrenos comunales con papeles falsos a cambio de unos millones de pesos. A veces, muchos: algunos se están convirtiendo en multimillonarios. La cifra más alta es de 2.400 millones de pesos, unas 300 veces el salario mínimo anual en Colombia, cuando muchos de los habitantes están por debajo de este umbral. Benjamín Luna se alegra de que la dueña de La Perla Negra hiciera buen negocio, «le ha construido casas a los hijos, eso está bien», pero sabe que si todos los boquilleros venden, dentro de poco la zona se convertirá en una barriada de lujo, como ya ha ocurrido en Los Morros y en el complejo Karibana, con pistas de golf y de tenis a orillas del mar. El próximo proyecto se llama Serena del Mar, una ciudad completamente destinada al turismo de lujo y construida sobre la ciénaga, en territorios que todavía hoy están ocupados por boquilleros. Pero en la calle principal del corregimiento (la única pavimentada) se puede ver que la intención de los vecinos es clara: cada dos casas hay un cartel de «se vende lote» en cartulina con letras de molde.

—El negro se ilusiona con el dinero fácil. No piensa en su futuro.

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Benjamín Luna nació en el mismo lugar donde hoy se erige su casa: una mole de cemento amarillo y cristal azul como el que usan los hoteles de la playa. A los vecinos les pareció sospechoso que el hombre que luchaba con más ahínco contra los hoteleros de los buques de vidrio construyera su propia casa como una réplica en miniatura de uno de ellos. Al principio, incluso, creyeron que lo que iba a levantar era la clínica que aún le falta a las quince mil personas que viven en el corregimiento, pero se equivocaban. Benjamín Luna se explica: «quiero que sepan que soy tan competitivo como los hoteleros». En la pared de la sala un gecko hace una diagonal y se detiene cuando Benjamín Luna pasa de camino al patio. Allí viven sus cinco conejos sin nombre. En la parte de atrás, escondida, también tiene una piscina.

Doscientos años antes, en este mismo lugar, tres familias de negros cimarrones fundaban la comunidad negra de La Boquilla. Venían huyendo del conflicto más cruento de Colombia: la lucha entre liberales y conservadores. Allí encontraron un lugar apartado de la ciudad donde pescar a la manera que habían aprendido de sus ancestros esclavos. Allí nació y vivió Jacinto Gómez, un hombre que poseía el don de mando y justicia de los políticos de vocación. «Y el de la honestidad y la transparencia», recalca Luna. A él venían los vecinos a pedirle consejo. Eso también lo ha heredado su nieto: estudiantes, madres con sus bebés e incluso historiadores acuden a su casa y llaman a su teléfono para preguntarle a Benjamín Luna su opinión. De su abuelo, dice Luna, aprendió la manera de mirar el mundo. Fue él quien le enseñó que tenían que cuidar la tierra que tanto les había costado mantener. El desalojo actual no es el primero: a principios del siglo XX una familia adinerada quiso quedarse con el espigón como parque privado. Los boquilleros lucharon y ganaron. La situación de hoy es mucho más compleja: hay demasiados actores, demasiados intereses, demasiadas contradicciones.

—Lo que hace falta es una buena educación para que nazcan nuevos líderes. Los jóvenes de hoy tienen el carácter y tienen el ancestro —dice Benjamín Luna.

En La Boquilla algunos jóvenes, una minoría, se están formando en la universidad en leyes, medicina, magisterio, etnoeducación, turismo. Ellos serán, dice Luna, los que recuperen el territorio y la identidad del pueblo boquillero, que poco a poco va dejando atrás su conciencia de afrodescendiente y asume su cuerpo, su baile, su habla, su pertenencia a este Caribe, a esta Colombia y a este continente. Con cada lote vendido, se vuela también la capacidad de reconocerse unos a otros por la piel en la oscuridad, los velorios de treinta días y tambor, las fiestas del pescador en la playa, las casas separadas de la calle solamente por cortinas, el cuidar a los hijos de forma comunitaria —a Benjamín le crió su tía y no su madre—, la profesión ancestral de la pesca, los ritos, los ritmos del tiempo. 

Benjamín sabe que no va a ser él quien salve La Boquilla de su desaparición. Lo asume. Sabe que será su hijo, que se licenció de abogado en la universidad a la que fueron los patriarcas de Colombia, será Berena, que sigue sus pasos en el mundo de la ley, será Rony, emprendedor del turismo ecosostenible en los manglares, serán Yoel, Deivis, Waidis, músicos y educadores de las nuevas generaciones de niños a través del simbólico tambor, serán todos los jóvenes que se están formando para preservar su territorio y su cultura y que necesitarán revisar su relación con el dinero para sobrevivirle a esto que desde fuera parece el progreso y no lo es. Aunque el boquillero hoy pueda pagarle una moto a los hijos o viajar a Panamá, no ha mejorado ni la salud ni la educación ni el bienestar de los boquilleros. Las calles siguen sin asfaltar y sin alcantarillado. Su ciénaga deja de respirar. La delincuencia crece y la prostitución también. Sus casas corren el peligro de ser demolidas. Pierden su mar, su mangle, su historia, sus nombres. Los jóvenes de La Boquilla en un futuro se preguntarán cómo dejaron que su pueblo quedara arrasado por la codicia económica propia y ajena. Quizá, para entonces, solo encontrarán frustración donde antes estaban sus casas. De ella nacerá de nuevo la urgencia por recuperar sus tierras perdidas. 

Benjamín Luna, al menos, tiene la esperanza.


Las fotografías son de Stephen Perry/FNPI, menos la de Benjamín Luna, de Marina Hernández.